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miércoles, marzo 4

El nacimiento escandaloso de Alfonso XII



(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 25 de enero de 2008)

Si Isabel II daba a luz un niño, se evitaba una guerra carlista. ¿Qué importaba entonces quién fuera el padre?

Tres guerras civiles brutales hubo en el XIX porque Fernando VII no tuvo un heredero varón. Por eso, cuando el cañón disparó 21 salvas en la noche del 28 de noviembre de 1857, anunciando que Isabel II había dado a luz un príncipe, Madrid se volvió loco de alegría.

Los teatros interrumpieron las funciones, las orquestas rompieron a tocar la Marcha Real con el público puesto en pie, aplaudiendo a rabiar, y los noctámbulos que llenaban los cafés se echaron a las calles a celebrarlo. Entre el jolgorio y los petardos se oían de todas maneras unos vítores extravagantes, muestras del sarcasmo popular: “¡Ha nacido el Puigmoltejo!”

El mote no era caprichoso. Quería decir que la gente no consideraba al recién nacido príncipe de Asturias hijo del rey consorte, don Francisco de Asís, sino de un gallardo militar, Enrique Puigmoltó, cuya convivencia con la reina había dado lugar a todo un vodevil político durante el embarazo. Pero si ese recién nacido evitaba otra guerra carlista, ¿qué importaba quién fuera el padre?

Isabel II tuvo nueve hijos. Su esposo y doblemente primo, Francisco de Asís, parece que no tuvo ninguno, estorbado por una legión de amantes: Serrano, el General Bonito; el marqués de Bedmar; el Pollo Arana; Puigmoltó; Miguel Tenorio; el aventurero Marfori, etcétera.

Quizá fuera lo mejor, pues la consanguinidad en aquel matrimonio real había llegado a un grado demencial. Los apellidos legales de los hijos de Isabel y Francisco de Asís eran Borbón y Borbón y Borbón... ocho veces seguidas.
El primer parto de Isabel II dio ya lugar a un escándalo. Nació un niño varón, pero muerto inmediatamente. El duque de Valencia se encargó de lo que debería haber hecho el rey, exponer el recién nacido al reconocimiento de la corte. En bandeja de oro, sobre un cojín de seda, pusieron el cuerpo desnudo del bebé, cubierto con una tela que el ministro de Gracia y Justicia levantaba ante el desfile de grandes de España, miembros del gobierno y del cuerpo diplomático.

Dos días después, la Gaceta de Madrid, periódico oficial de la corte, publicó un comunicado pintorescamente titulado Parte no oficial, firmado por el mayordomo mayor de S.M.. Era un desmentido de algo que no se nombraba, algo que afectaba a Francisco de Asís, una invención “de los hechos más absurdos”... Pero no se decían qué hechos.

El embajador francés daba, sin embargo, la clave en un informe enviado a París. Don Francisco de Asís había mandado sacar un molde de cera de la cara del cadáver, y encargó a Madrazo pintar un retrato del bebé muerto, porque quería buscar a quién se parecía el niño, ya que no era suyo.

No hubo tanto misterio sobre la paternidad del siguiente nacimiento real. Isabel II dio por segunda vez a luz un año después, esta vez una niña a la que llamaron también Isabel y que fue inmediatamente proclamada princesa de Asturias. Al fin un heredero, aunque fuera mujer. Sin embargo, nueve grandes de España se excusaron de asistir al bautizo, como era reglamentario. Unos decían sufrir un ataque de gota, otros que no tenían uniforme apropiado...

En realidad era un desplante de la Grandeza en protesta al escándalo en que vivía la reina, sin tapujos liada con el famoso Pollo Arana, un noble, guapo y valiente oficial que había ganado la Cruz de San Fernando jugándose la vida en la revolución del 48, y el amor de la reina en los bailes íntimos que tanto le gustaban a Isabel II. La nueva princesa de Asturias pasaría por tanto a la Historia con el sobrenombre de la Araneja.

El tercer parto de Isabel II fue otra niña que sólo vivió tres días, pero a finales del verano de hace siglo y medio se anunció un nuevo embarazo. Y embarazosa resultaba la situación, puesto que el rey consorte se había ido a vivir al Pardo, mientras que la reina mantenía abiertamente una relación con el que todos llamaban el Favorito, Enrique Puigmoltó, a quien Isabel II había nombrado vizconde de Miranda para celebrar el embarazo.
Así no se podía mantener siquiera la ficción de que el niño fuera hijo de sus padres legítimos, los reyes, de manera que el Gobierno y la Iglesia decidieron intervenir. Gobernaba entonces España don Ramón Narváez, el Espadón de Loja, un general conservador cuyas maneras autoritarias temía todo el país. Tres meses antes del alumbramiento, amenazó Narváez a Isabel II con dimitir y provocar una crisis de gobierno si no desterraba de inmediato a Puigmoltó y volvía el rey a la corte, pero ella no hizo ni caso.

Atacaron entonces el arzobispo de Toledo y el nuncio de Su Santidad, advirtiendo que el Papa “encontraba dificultades” en apadrinar al recién nacido “ante lo delicado de la situación”. Era una catástrofe institucional para la monarquía católica, pero a Isabel II le entró la amenaza por un oído y le salió por otro.

El último recurso era el confesor de Isabel II, el padre Claret. Tenía fama de santo y, de hecho, subiría a los altares, y la reina que, aparte de casquivana, era muy beata, le había hecho venir de Cuba para que fuese su director espiritual. El padre Claret le dio un ultimátum tremendo: mientras no se fuera Puigmoltó de palacio, no lo pisaría el cura, y por lo tanto se quedaría la reina sin confesión.

Pero Isabel II era terca y resistió más de medio año el chantaje moral. Puigmoltó vio por tanto nacer en palacio a su supuesto hijo, y solamente cuando el príncipe de Asturias había cumplido los tres meses fue trasladado a Valencia, y don Francisco de Asís volvió a Madrid para cubrir las apariencias.

Isabel II no hacía caso del nuncio, el arzobispo ni el confesor, pero recurría directamente a los santos. Era de una beatería supersticiosa y estaba obsesionada por rodearse de reliquias para favorecer el alumbramiento. Ya había acumulado catorce, incluida la mano derecha de San Juan y dos espinas de la corona de Cristo, pero para el nacimiento de Alfonso XII hizo traer de Lérida el cráneo de San Ramón Nonato y mandó a un coronel a Sitges a buscar el cristal de San Valentín. Era muy derrochona y gastó una fortuna en limosnas para propiciar el buen parto. Tampoco salió barata la canastilla del bebé. La reina se la encargó al instituto de “jóvenes descarriadas” (léase prostitutas retiradas de la calle) de la vizcondesa de Jorbalán. La Jorbalán, que tenía fama de loca pero sería canonizada por Pío XI, mandó dos personas a París a comprar las telas, con lo que la factura se puso por las nubes.

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