El nacimiento escandaloso de Alfonso XII
(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 25 de enero
de 2008)
Si Isabel II daba a luz un niño, se evitaba una guerra
carlista. ¿Qué importaba entonces quién fuera el padre?
Tres guerras civiles brutales hubo en el XIX porque Fernando
VII no tuvo un heredero varón. Por eso, cuando el cañón disparó 21 salvas en la
noche del 28 de noviembre de 1857, anunciando que Isabel II había dado a luz un
príncipe, Madrid se volvió loco de alegría.
Los teatros interrumpieron las funciones, las orquestas
rompieron a tocar la Marcha Real con el público puesto en pie, aplaudiendo a
rabiar, y los noctámbulos que llenaban los cafés se echaron a las calles a
celebrarlo. Entre el jolgorio y los petardos se oían de todas maneras unos
vítores extravagantes, muestras del sarcasmo popular: “¡Ha nacido el
Puigmoltejo!”
El mote no era caprichoso. Quería decir que la gente no
consideraba al recién nacido príncipe de Asturias hijo del rey consorte, don
Francisco de Asís, sino de un gallardo militar, Enrique Puigmoltó, cuya
convivencia con la reina había dado lugar a todo un vodevil político durante el
embarazo. Pero si ese recién nacido evitaba otra guerra carlista, ¿qué
importaba quién fuera el padre?
Isabel II tuvo nueve hijos. Su esposo y doblemente primo,
Francisco de Asís, parece que no tuvo ninguno, estorbado por una legión de
amantes: Serrano, el General Bonito; el marqués de Bedmar; el Pollo Arana;
Puigmoltó; Miguel Tenorio; el aventurero Marfori, etcétera.
Quizá fuera lo mejor, pues la consanguinidad en aquel
matrimonio real había llegado a un grado demencial. Los apellidos legales de
los hijos de Isabel y Francisco de Asís eran Borbón y Borbón y Borbón... ocho
veces seguidas.
El primer parto de Isabel II dio ya lugar a un escándalo.
Nació un niño varón, pero muerto inmediatamente. El duque de Valencia se
encargó de lo que debería haber hecho el rey, exponer el recién nacido al
reconocimiento de la corte. En bandeja de oro, sobre un cojín de seda, pusieron
el cuerpo desnudo del bebé, cubierto con una tela que el ministro de Gracia y
Justicia levantaba ante el desfile de grandes de España, miembros del gobierno
y del cuerpo diplomático.
Dos días después, la Gaceta de Madrid, periódico oficial de
la corte, publicó un comunicado pintorescamente titulado Parte no oficial,
firmado por el mayordomo mayor de S.M.. Era un desmentido de algo que no se
nombraba, algo que afectaba a Francisco de Asís, una invención “de los hechos
más absurdos”... Pero no se decían qué hechos.
El embajador francés daba, sin embargo, la clave en un
informe enviado a París. Don Francisco de Asís había mandado sacar un molde de
cera de la cara del cadáver, y encargó a Madrazo pintar un retrato del bebé
muerto, porque quería buscar a quién se parecía el niño, ya que no era suyo.
No hubo tanto misterio sobre la paternidad del siguiente
nacimiento real. Isabel II dio por segunda vez a luz un año después, esta vez
una niña a la que llamaron también Isabel y que fue inmediatamente proclamada
princesa de Asturias. Al fin un heredero, aunque fuera mujer. Sin embargo,
nueve grandes de España se excusaron de asistir al bautizo, como era
reglamentario. Unos decían sufrir un ataque de gota, otros que no tenían
uniforme apropiado...
En realidad era un desplante de la Grandeza en protesta al
escándalo en que vivía la reina, sin tapujos liada con el famoso Pollo Arana,
un noble, guapo y valiente oficial que había ganado la Cruz de San Fernando
jugándose la vida en la revolución del 48, y el amor de la reina en los bailes
íntimos que tanto le gustaban a Isabel II. La nueva princesa de Asturias
pasaría por tanto a la Historia con el sobrenombre de la Araneja.
El tercer parto de Isabel II fue otra niña que sólo vivió
tres días, pero a finales del verano de hace siglo y medio se anunció un nuevo
embarazo. Y embarazosa resultaba la situación, puesto que el rey consorte se
había ido a vivir al Pardo, mientras que la reina mantenía abiertamente una
relación con el que todos llamaban el Favorito, Enrique Puigmoltó, a quien
Isabel II había nombrado vizconde de Miranda para celebrar el embarazo.
Así no se podía mantener siquiera la ficción de que el niño
fuera hijo de sus padres legítimos, los reyes, de manera que el Gobierno y la
Iglesia decidieron intervenir. Gobernaba entonces España don Ramón Narváez, el Espadón
de Loja, un general conservador cuyas maneras autoritarias temía todo el país.
Tres meses antes del alumbramiento, amenazó Narváez a Isabel II con dimitir y
provocar una crisis de gobierno si no desterraba de inmediato a Puigmoltó y
volvía el rey a la corte, pero ella no hizo ni caso.
Atacaron entonces el arzobispo de Toledo y el nuncio de Su
Santidad, advirtiendo que el Papa “encontraba dificultades” en apadrinar al
recién nacido “ante lo delicado de la situación”. Era una catástrofe
institucional para la monarquía católica, pero a Isabel II le entró la amenaza
por un oído y le salió por otro.
El último recurso era el confesor de Isabel II, el padre
Claret. Tenía fama de santo y, de hecho, subiría a los altares, y la reina que,
aparte de casquivana, era muy beata, le había hecho venir de Cuba para que
fuese su director espiritual. El padre Claret le dio un ultimátum tremendo:
mientras no se fuera Puigmoltó de palacio, no lo pisaría el cura, y por lo
tanto se quedaría la reina sin confesión.
Pero Isabel II era terca y resistió más de medio año el
chantaje moral. Puigmoltó vio por tanto nacer en palacio a su supuesto hijo, y
solamente cuando el príncipe de Asturias había cumplido los tres meses fue
trasladado a Valencia, y don Francisco de Asís volvió a Madrid para cubrir las
apariencias.
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia
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