La expedición británica al Polo Sur, el más heroico de los fracasos
(Un texto de Fernando González Sitges en el XLSemanal del 18
de marzo de 2012)
El británico Robert Scott y sus hombres pretendían ser los primeros en
alcanzar el Polo Sur. Fracasaron. Cuando llegaron, comprobaron que el noruego
Amundsen lo había logrado 35 días antes. La terrible decepción acabó por
agotarlos. No lograron regresar. Murieron los cinco. Pero eso no impidió que
fuesen considerados héroes.
"Mi queridísima
esposa: estamos en una situación muy difícil, y albergo serias dudas sobre si
seremos capaces de salir de ella… Si algo me ocurre, me gustaría que supieras
cuánto has significado para mí y cuántos maravillosos recuerdos me acompañan en
la hora de mi partida. También quiero que te consueles sabiendo que no he
sufrido ningún daño y que abandono este mundo libre de sufrimiento y lleno de
salud y vigor. [...] Querida, no es fácil escribir por el frío: estamos a –70
ºC y la tienda es nuestro único refugio. Sabes que te he amado, que mis
pensamientos han estado siempre contigo y debes saber que para mí lo peor de
esta situación es saber que no te volveré a ver. Hay que afrontar lo
inevitable. Tú me animaste a liderar esta expedición y sé que eras consciente
del peligro que entrañaba. Lo he hecho bien, ¿no crees? Dios te bendiga»"
Estos fragmentos de
la última carta del capitán Robert Scott a su mujer –con el encabezamiento «A
mi viuda»– son el epílogo de una de las mayores y más heroicas gestas polares
de todos los tiempos. En una carrera por ser los primeros en llegar al Polo
Sur, ingleses y noruegos realizaron una durísima travesía por el interior de la
Antártida. Por parte de los noruegos, la empresa estaba encabezada por Roald
Amundsen, gran experto en travesías polares, magnífico esquiador y un veterano
en el uso de trineos arrastrados por perros. Por parte de los ingleses, la
dirección recaía en Robert Falcon Scott, capitán de la Royal Navy, hombre de
salud delicada pero de gran determinación y con una importante experiencia en
expediciones polares. Cada uno tomó sus decisiones creyéndolas acertadas y cada
uno jugó sus cartas como mejor supo. El resultado es el ya conocido. Cuando
Scott y sus hombres llegaron al Polo Sur al borde del agotamiento el 13 de
enero de 1912, encontraron con que Amundsen se les había adelantado llegando el
14 de diciembre de 1911, apenas un mes antes, arrebatándoles la gloria de la
victoria. Aquello fue el principio de una de las tragedias que siguen
conmoviéndonos como si hubiera sucedido ayer. Agotados y desalentados por la
derrota, Scott, el médico y zoólogo Edward Adrian Wilson, el contramaestre
Edgar Evans, el teniente Henry Robertson Bowers y Lawrence Edward Grace Oates
emprendieron una lenta marcha de regreso de la que ninguno saldría vivo.
El 17 de febrero Evans, enfermo de escorbuto, herido en la
cabeza al caer en la grieta de un glaciar y con las facultades mentales
perdidas desde hacía días, murió agotado cerca del glaciar Beardmore. Aunque
sabían que su situación era irreversible, ninguno de sus compañeros dudó en
arrastrarlo en un trineo durante sus últimos días, cuando ya era imposible que
avanzara por sí mismo, a pesar de que todos necesitaban reservar sus fuerzas
para intentar salvarse.
Un mes después, tras largos días sufriendo congelaciones,
mala alimentación, deshidratación y agotamiento, Oates llegó a la conclusión de
que una antigua herida de guerra, que se le había gangrenado a causa del
escorbuto, lo dejaba sin opciones de salvación. Oates sabía que sus compañeros
no lo abandonarían jamás y sabía, igualmente, que ya no les quedaban energías
para heroísmos, así que decidió darles una oportunidad a sus compañeros
librándolos de su pesada carga. Al anochecer del 17 de marzo, día de su 32
cumpleaños, salió de la tienda comentando con ligereza: «Voy a salir.
Posiblemente, me quede algún tiempo». Luego se alejó en medio de la ventisca
para no volver jamás.
Por desgracia, su sacrificio fue en vano. Trece días más
tarde Bowers, Wilson y Scott, completamente exhaustos, desnutridos y
congelados, morían en su tienda a apenas 11 millas del Depósito de una
Tonelada, la reserva de alimento y combustible que los habría salvado. Fue en
la tienda durante sus últimos días donde, incapaces de salir debido a una
terrible tormenta, Scott terminó su diario y escribió las cartas que
conmoverían al mundo. A la madre de su amigo Wilson, al que veía agonizar junto
a él, le escribió: «Mi querida señora Wilson, si esta carta llega a sus manos,
sepa que Bill y yo hemos fallecido juntos. Tenemos las horas contadas y deseo
que sepa el espléndido comportamiento que ha tenido Bill en los últimos
momentos. Se ha mostrado en todo momento alegre y dispuesto a sacrificarse por
los demás, y no me ha dirigido una sola palabra de reproche por haberlo metido
en esta situación…
En sus ojos brilla una serena mirada de esperanza y su mente
está tranquila por la confianza que le da considerarse parte del gran orden
divino. No puedo brindarle otro consuelo que el de decirle que ha muerto como
vivió: como un valiente, un hombre a carta cabal, un excelente compañero y un
fiel amigo».
Scott, con su último aliento, quería dejar en sus cartas constancia
del valor y el esfuerzo que habían realizado. A su viuda le decía: «Espero ser
un buen recuerdo para ti. Tengo la certeza de que mi final no es nada de lo que
avergonzarse y creo que será motivo de orgullo para nuestro hijo».
A un buen amigo, padrino de su hijo, le escribió: «Mi
querido Barrie, vamos a morir en un lugar muy incómodo. Espero que alguien
encuentre esta carta y te la mande. Te envío unas palabras de despedida. No
temo en absoluto la muerte, pero me entristece perderme muchos de los modestos
placeres que planeaba disfrutar durante nuestras largas marchas. Puede que no
haya demostrado ser un gran explorador, pero hemos realizado la marcha más
extraordinaria que se haya hecho nunca y hemos estado
muy cerca de alcanzar un enorme éxito. Adiós, mi querido amigo».
muy cerca de alcanzar un enorme éxito. Adiós, mi querido amigo».
Y por último: «Si hubiéramos vivido, habría podido contar
una historia acerca de la resolución, la entereza y el coraje de mis compañeros
que habría conmovido el corazón de todos y cada uno de los ingleses. Tendrán
que ser estas improvisadas notas y nuestros cadáveres los que la cuenten».
Puede que no fueran los mejores exploradores polares, puede
que no consiguieran llegar primero a la meta del Polo Sur, puede incluso que la
historia les designe el papel de perdedores. Pero más allá de la vanidad
efímera de una meta geográfica, de lo que no cabe duda es de que Scott y sus
hombres fueron, y serán para siempre, unos héroes.
Un amigo
Tom Crean, el ‘gigante irlandés’, de gran fuerza física y
mental, participó en tres de las cuatro expediciones antárticas inglesas. Scott
contó siempre con él. Aunque no integró el equipo final, fue condecorado por
caminar 30 millas solo y con escorbuto para salvar a un compañero. Luego formó
parte del equipo que encontró los cadáveres de Scott, Wilson y Bowers. Después
regresó a Irlanda y abrió un pub.
La viuda
«Querida, quiero que lleves esto de una forma serena.
Nuestro hijo te servirá de consuelo», le escribía Scott, agonizante, a su
mujer, Kathleen –escultora-, y la animaba a volver a casarse. «Cuando aparezca
del hombre adecuado, debes volver a ser feliz». Lo hizo: diez años después se
casó con un político. Su hijo, Peter, fue un celebrado ornitólogo y
conservacionista que logró el título de sir que su padre no obtuvo, pese a su
gesta.
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home