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jueves, febrero 26

Sorpresas bajo los postizos



(Un texto de Fátima Uribarri en el XLSemanal del 28 de diciembre de 2014)

Para seducir, alardear, destacar o camuflarnos... las pelucas tienen funciones dispares, incluso sirvieron a María Antonieta como recipiente de cartas secretas, a Andy Warhol como 'performance' permanente o al tenista Andre Agassi como pantalla de su calvicie. El libro Historia descabellada de la peluca recorre la fascinante aventura de los postizos. 

El cabello protege del sol y atrae parejas potenciales. Son sus funciones naturales. Para llevar a cabo la segunda, seducir, los humanos recurren a sofisticadas técnicas que afectan a pestañas, cejas, barbas bigotes, patillas... Todo para llamar la atención.

La ingeniería del coqueteo parece infinita. Una de sus herramientas es la peluca, eficaz instrumento de belleza, camuflaje, exhibicionismo, transformismo e incluso pacificación. Ese fue su cometido en el siglo XVII en Inglaterra. 

Se acababa de sufrir una guerra civil, los ciudadanos estaban divididos entre los parlamentarios (partidarios de la república de Cromwell) y los realistas (que reclamaban la restauración monárquica). Cuando Carlos II regresó de su exilio en Francia, trajo consigo la peluca. Y cuando los ingleses se la colocaron, dejó de evidenciarse de qué lado habían estado en la guerra: los parlamentarios llevaban el pelo corto, los realistas lucían melenas. La peluca acabó con las incómodas distinciones. Y a los jueces les insufló jerarquía y poder: «Esa vestimenta estrafalaria los aleja del orbe común y los vuelve irreconocibles», explica Luigi Amara, autor de Historia descabellada de la peluca (editorial Anagrama). 

Con sus aborregadas pelucas blancas, los magistrados se mostraban como seres distantes, superiores, dueños de autoridad sobre los reos. Los jueces británicos las siguen utilizando, aunque ya no lo hacen en los juicios civiles: en una decisión difícil, fueron abolidas en 2007. La típica peluca judicial es del modelo Sartine, que debe su nombre a un personaje de lo más curioso: Antoine de Sartine. Fue uno de los hombres más poderosos de la Francia del siglo XVIII: teniente general de la Policía de París, el primer perseguidor del marqués de Sade y un loco de los postizos capilares. Tenía 80, uno para cada ocasión. Para los interrogatorios utilizaba una peluca a la que llamaba 'la inexorable'. 

Justo antes de la Revolución francesa, los postizos capilares vivieron su momento pletórico. Antes de que rodaran sus cabezas, las damas de la corte competían en lo que se ha llamado peinados d'apparat, con complejas estructuras de varillas, cintas, crin de caballo, lana, telas, joyas, talco, plumas, fruta, puercoespines... Llegaron a ser tan exageradas que Montesquieu dijo con sorna que el rostro femenino debía quedar situado justo en el centro de la larga figura femenina, con igual proporción para el cuerpo de la dama y el de su estrambótico penacho.

Edificios en la cabeza. Llevar semejantes edificios en la cabeza era un problema para pasar por las puertas, pero monsieur Baulard inventó un resorte que se accionaba para sortear umbrales. En la Ópera hubo sublevación de espectadores: imposible atisbar nada con un rascacielos peludo en el asiento delantero. Así que hubo que redactar cierto reglamento que relegaba a las mujeres-torre a las filas traseras. Por supuesto, lo incumplieron.

La opulencia apoteósica se empleaba también para empolvar los postizos. Los despreocupados aristócratas desperdiciaban miles de kilos de harina de trigo y de arroz en blanquearse la testa, ajenos a la miseria del pueblo. Luis XIV, el excesivo rey Sol, fue quien impuso las pelucas en Francia. Le entusiasmaban de una manera obsesiva: solo le podía ver sin postizo su peluquero, monsieur Binet. Los problemas de intendencia de este pudor craneal se solventaron instalando un complicado sistema de cortinas que lo protegía de la indiscreción de sus pajes. 

La época barroca se rindió al dios de la apariencia... y costó acabar con esta devoción. Incluso con la guillotina en pleno rendimiento seguían funcionando talleres clandestinos en los que se confeccionaban pelucas rellenas de lana, crin de caballo o pelo de decapitados.

Varios monarcas han sido aficionados a los postizos. Margarita de Valois utilizaba mechones rubios cortados a sus pajes, elegidos para tal fin. Isabel I de Inglaterra, que los utilizaba para ocultar su calvicie, tenía centenares; todos eran rojizos. De María Estuardo su prima y enemiga se extendió la leyenda de que, cuando la decapitaron (por orden de Isabel), se desprendieron las trenzas castañas y se dejó ver su auténtico pelo, de un tétrico gris.

La moda 'revolucionada'. En 1789, el año de la Revolución, el gremio de maestros peluqueros llegó a 20.000 miembros solo en Francia. La Convención de 1792 abolió la peluca y se vieron obligados a reconvertirse en barberos. La moda cambió y afectó a todos. Joseph Haydn fue de los últimos compositores en utilizarla: estaba obligado por su contrato con el príncipe Esterházy. Beethoven protagonizó un acto de sorprendente rebeldía cuando se presentó en el estreno de su Novena Sinfonía con un atrevido frac verde y la melena revuelta, leonina.

La apariencia consensuada confiere seguridad, de ahí que se sigan las modas. Los que las rompen buscan atención, como Andy Warhol, Elton John o Lady Gaga, usuarios de pelucas llamativas. O quieren ocultar la calvicie, como Andre Agassi. No hacen nada nuevo. El pelo, la coquetería y la seducción, e incluso el miedo, son antiguos conocidos: horripilare en latín designa la respuesta de la piel ante el sufrimiento y el miedo. El músculo que eriza el cabello se llama 'horripilador', y la palabra 'horripilante' redunda en la idea del origen piloso del fenómeno.

El pelo está ligado al poder también. De ahí los penachos de los jefes indios o de los cascos de los generales antiguos. La palabra 'sarcasmo' proviene del griego sarx ('carne' o 'cuerpo') y se refiere a «la costumbre guerrera de arrancar la piel o el cuero cabelludo del enemigo para cubrirse con sus despojos y alardear de la victoria», cuenta Luigi Amara. Lo que demuestra que, por mucha filigrana estética que practiquemos, los humanos podemos ser aún más salvajes que los animales. 

Espionaje. El peluquero de María Antonieta, Jean François Autier, Leonard, creó auténticas esculturas en las que cabían desde flores hasta miniaturas de nidos con polluelo, fragatas, e ¡incluso fuentes! Se dice que la reina traficó con notas secretas bajo el armazón de su peinado. 

Desentonar. Andy Warhol comenzó a utilizar su penacho metalizado en los cincuenta y llegó a tener más de 30 modelos. Buscaba desentonar: disfrazarse sería para él aparecer sin peluca. En 2006, un comprador anónimo pagó 10.800 dólares en una subasta en Christie's por uno de sus postizos.

Alopecia. Andre Agassi consiguió derrotar a leyendas bien peinadas como Jimmy Connors, pero le costó asumir su calvicie y la ocultó con una peluca. En 1990 perdió la final de Roland Garros ante el ecuatoriano Andrés Gómez: le perjudicó su postizo, que se estaba soltando.

De la depravada Mesalina... Las prostitutas en la Roma antigua llevaban el pelo rubio: teñido o en peluca. Por eso, la lujuriosa Mesalina tenía 400 postizos. Los utilizaba para ejercer en un burdel con el alias de Licisca ('lobezna' en griego). Otra emperatriz, Faustina la Mayor, tuvo más de 700 pelucas.

... Al maniático Kant. A los filósofos griegos se los imagina sin pelo y con barba. Calvos fueron Diógenes y Sócrates. Pero ha habido pensadores melenudos como Aristóteles, Epicuro, Heráclito, y Parménides. Y aficionados a la peluca, como Locke, Leibniz, Berkeley, Rousseau, Hume o Emmanuel Kant, que «no prescindía de ella en ningún momento», según cuenta Luigi Amara. 

La peluquería de Cleopatra. En el antiguo Egipto, los mechones de pelo natural se fijaban con cera y resina a unas mallas tejidas a su vez con cabello. Luego, los trenzaban, peinaban y ondulaban con ungüentos, aceites (como grasa de león, esperando que tuviera poderes 'melenudos') y hasta tenacillas calientes.  

A Galeno le tomaban el pelo. El célebre médico romano Galeno de Pérgamo tenía la cabeza despoblada: por eso los peluqueros le cobraban la mitad, cosa que le parecía una humillación. «Si el pelo fuera importante, estaría dentro de la cabeza y no afuera», dijo.

¿Pensar deja calvo? «Cabeza pelada, entendimiento poblado», este dicho corrobora que hubo un tiempo en el que se creyó que se perdía el pelo de pensar mucho. Descartes, muy aficionado a los postizos, creía, sin embargo, que eran buenos para la salud. Él, muy coqueto, se los encargaba con canas para disimular.

La careta de Salman Rushdie. Cuando el escritor estuvo amenazado de muerte, sus guardianes británicos le aconsejaron que utilizara peluca para camuflarse: nadie lo reconoció.

De la autoridad judicial... Desde 2007, los jueces británicos ya no lucen sus aborregados tocados en los casos civiles: algunos parlamentarios argumentaron que transmitían una idea trasnochada de la justicia. Los magistrados que sentencian sobre casos penales sí las siguen utilizando: alegan que los ayudan a esconder su identidad frente a los acusados. 

... A la independencia en los escenarios. Anna Mae Bullock se convirtió en Tina Turner al casarse con Ike Turner. Cuando se divorció, en los setenta, emprendió su carrera en solitario armada con su vox, sus despampanantes piernas y unos pelucones de melena cardada que son su sello personal.

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