El cadáver errante de Felipe el Hermoso
(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 30 de marzo
de 2007)
Hace cinco siglos comenzó el viaje más demencial de la
Historia de España, el de Juana la Loca con el cuerpo embalsamado de su esposo.
La comitiva real llegó a las puertas del monasterio de Santa
María de Escobar pero no las traspasó. Escobar era un monasterio de monjas
cistercienses, y la reina no podía soportar que otras mujeres, ni que fueran
monjas, estuviesen cerca del rey, a tal punto la atormentaban los celos.
Que el rey llevase muerto más de medio año no servía para
paliar el amor posesivo de la reina de Castilla por Felipe el Hermoso. Esa
cruda noche a la intemperie, con toda la Corte incluida su hija de tres meses,
tiritando en medio del páramo castellano, haciendo sacar una vez más el cadáver
del féretro para su reconocimiento, doña Juana se ganó definitivamente el
apelativo de la Loca.
Felipe el Hermoso, Felipe I de Castilla por su matrimonio
con la heredera de los Reyes Católicos, había muerto en Burgos en septiembre.
Su muerte, sobrevenida en plena juventud, con enfermedad fulminante y no
identificada, dio naturalmente que hablar. ¿Veneno?
El caso es que la repentina muerte del Hermoso iba a
trastornar definitivamente a la reina. Hacía cinco años que sufría depresiones,
padecía unos celos enfermizos, aunque estuviesen justificados por los devaneos
de Felipe.
La primera muestra de desvarío fue que doña Juana no lloró a
Felipe el Hermoso. Luego cayó en una obsesión paranoica, temía que los nobles
flamencos del séquito de su marido se llevaran el cadáver a los Países Bajos.
De hecho, el corazón que tanta pasión amorosa había
despertado fue enviado a Brujas: “Lo abrieron de pies a cabeza; las
pantorrillas y las piernas y cuanto de carne había en él fue sajado para que,
escurriendo la sangre, tardara más en pudrirse. Dicen que le sacaron el corazón
para que, encerrado en un vaso de oro, se lo llevaran a su casa”, cuenta el
cronista de este esperpento, el humanista italiano Pedro Mártir de Anglería.
En un primer momento, Felipe el Hermoso fue enterrado en la
Cartuja de Miraflores, en Burgos. Pero al inicio de las navidades de 1506 doña
Juana hizo desenterrar a su esposo y obligó a los cortesanos a pasar una ronda
de reconocimiento, pese a que “no se distinguía bien si tenía rostro de hombre,
porque envuelto en vendajes impregnados en ungüentos y embadurnado todo en
espesa cal, nos parecía estar viendo una cabeza hecha de yeso”.
Después, Felipe el Hermoso emprendió el viaje más demencial
que registra la Historia de España, “rodeado de funeral pompa y de una turba de
clérigos entonando el Oficio de Difuntos, como en triunfo, en un carruaje
tirado por cuatro caballos, en jornadas nocturnas”.
Tras deambular sin que se supiera el destino, en Nochebuena
la comitiva fúnebre se instaló en Torquemada, una pobre villa donde no había
más casa decente que la del cura, en la se aposentó la reina. Los cortesanos no
tenían dónde hospedarse, y se fueron a Palencia; era lo que doña Juana quería,
que la dejasen sola con su esposo. Aunque no sola del todo, pues obligaba a que
hubiese siempre una guardia de nobles velando el cadáver. También era
permanente la música de la capilla palaciega.
Tenía al despojo del Hermoso en la iglesia del pueblo, donde
continuamente celebraba solemnes funerales como si acabara de morir, con todos
los fastos, incluida gran iluminación de velas. ¡Se gastó más de medio millón
de maravedíes en cera! La continua combustión de los cirios “nos ha dado un
color de etíopes”, decía Mártir de Anglería, y finalmente provocó el incendio
del templo.
Pero, ¿qué importaba? En Torquemada, doña Juana tuvo una
prueba de que su esposo estaba vivo, pues el 14 de enero de 1507 tuvo un fruto
de él, la infanta Catalina, futura reina de Portugal.
En abril volvió a los caminos, buscando aldeas donde la vida
fuera imposible para la Corte, como si su dolor se mitigara haciendo sufrir a
los cortesanos. En Hornillos de Cerrato, una miserable aldea de cabañas, estuvo
cuatro meses, hasta que también se incendió la iglesia por los excesos
luminarios.
El padre de la reina, Fernando el Católico, tuvo que venir
de Aragón para hacerse cargo de la regencia de Castilla. Consiguió arrastrar a
su hija hasta cerca de Burgos, pero ella se negó a entrar a la ciudad y se
quedó en Arcos con el cadáver insepulto durante más de un año.
Por fin, don Fernando decidió recluir a su hija, aunque en
un lugar adecuado, en el palacio real de Tordesillas. En febrero de 1509 se
echó de nuevo a los caminos Juana la Loca con su amado. Tardó cuarenta días en
llegar a Tordesillas, donde doña Juana, sorprendentemente, se desinteresó por
el cadáver. Pero no fue enterrado, sino depositado en la iglesia del convento
de Santa Clara.
La ilustre demente se acordaba de tarde en tarde del esposo
y entonces iba a verlo. Una vez que descubrió que se habían hecho obras en la
iglesia montó en cólera y obligó a demolerlas.
Todavía tendría que esperar más de 15 años Felipe el Hermoso
para ser definitivamente enterrado en Granada, como había dispuesto en su
testamento. En 1525, su hijo Carlos V ordenó el último viaje del cadáver, hasta
la Capilla Real granadina, donde su arrebatada esposa se le uniría 30 años
después, tras medio siglo de encierro por loca, aunque sin perder su condición
de reina titular, compartiendo la soberanía con su heredero Carlos V.
Hay un testimonio patético de la propia Juana la Loca: “Si
en algo usé de pasión y dejé de tener el estado que convenía a mi dignidad,
notorio es que no fue otra cosa sino el celo; y no sólo se halla en mí esta
pasión, mas la Reina [Isabel la Católica]... fue asimismo celosa, mas el tiempo
saneó a su Alteza, como placerá a Dios que hará a mí”. Pero el tiempo no saneó
a doña Juana; su locura era hereditaria, traída a la dinastía española por su
abuela, la portuguesa Isabel de Avis, y volvería a aflorar trágicamente en don
Carlos, el hijo mayor y malogrado de Felipe II.
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia
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