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viernes, febrero 27

El cadáver errante de Felipe el Hermoso



(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 30 de marzo de 2007)

Hace cinco siglos comenzó el viaje más demencial de la Historia de España, el de Juana la Loca con el cuerpo embalsamado de su esposo.

La comitiva real llegó a las puertas del monasterio de Santa María de Escobar pero no las traspasó. Escobar era un monasterio de monjas cistercienses, y la reina no podía soportar que otras mujeres, ni que fueran monjas, estuviesen cerca del rey, a tal punto la atormentaban los celos.

Que el rey llevase muerto más de medio año no servía para paliar el amor posesivo de la reina de Castilla por Felipe el Hermoso. Esa cruda noche a la intemperie, con toda la Corte incluida su hija de tres meses, tiritando en medio del páramo castellano, haciendo sacar una vez más el cadáver del féretro para su reconocimiento, doña Juana se ganó definitivamente el apelativo de la Loca.

Felipe el Hermoso, Felipe I de Castilla por su matrimonio con la heredera de los Reyes Católicos, había muerto en Burgos en septiembre. Su muerte, sobrevenida en plena juventud, con enfermedad fulminante y no identificada, dio naturalmente que hablar. ¿Veneno?

El caso es que la repentina muerte del Hermoso iba a trastornar definitivamente a la reina. Hacía cinco años que sufría depresiones, padecía unos celos enfermizos, aunque estuviesen justificados por los devaneos de Felipe.


La primera muestra de desvarío fue que doña Juana no lloró a Felipe el Hermoso. Luego cayó en una obsesión paranoica, temía que los nobles flamencos del séquito de su marido se llevaran el cadáver a los Países Bajos.
De hecho, el corazón que tanta pasión amorosa había despertado fue enviado a Brujas: “Lo abrieron de pies a cabeza; las pantorrillas y las piernas y cuanto de carne había en él fue sajado para que, escurriendo la sangre, tardara más en pudrirse. Dicen que le sacaron el corazón para que, encerrado en un vaso de oro, se lo llevaran a su casa”, cuenta el cronista de este esperpento, el humanista italiano Pedro Mártir de Anglería.

En un primer momento, Felipe el Hermoso fue enterrado en la Cartuja de Miraflores, en Burgos. Pero al inicio de las navidades de 1506 doña Juana hizo desenterrar a su esposo y obligó a los cortesanos a pasar una ronda de reconocimiento, pese a que “no se distinguía bien si tenía rostro de hombre, porque envuelto en vendajes impregnados en ungüentos y embadurnado todo en espesa cal, nos parecía estar viendo una cabeza hecha de yeso”.

Después, Felipe el Hermoso emprendió el viaje más demencial que registra la Historia de España, “rodeado de funeral pompa y de una turba de clérigos entonando el Oficio de Difuntos, como en triunfo, en un carruaje tirado por cuatro caballos, en jornadas nocturnas”.

Tras deambular sin que se supiera el destino, en Nochebuena la comitiva fúnebre se instaló en Torquemada, una pobre villa donde no había más casa decente que la del cura, en la se aposentó la reina. Los cortesanos no tenían dónde hospedarse, y se fueron a Palencia; era lo que doña Juana quería, que la dejasen sola con su esposo. Aunque no sola del todo, pues obligaba a que hubiese siempre una guardia de nobles velando el cadáver. También era permanente la música de la capilla palaciega.

Tenía al despojo del Hermoso en la iglesia del pueblo, donde continuamente celebraba solemnes funerales como si acabara de morir, con todos los fastos, incluida gran iluminación de velas. ¡Se gastó más de medio millón de maravedíes en cera! La continua combustión de los cirios “nos ha dado un color de etíopes”, decía Mártir de Anglería, y finalmente provocó el incendio del templo.

Pero, ¿qué importaba? En Torquemada, doña Juana tuvo una prueba de que su esposo estaba vivo, pues el 14 de enero de 1507 tuvo un fruto de él, la infanta Catalina, futura reina de Portugal.

En abril volvió a los caminos, buscando aldeas donde la vida fuera imposible para la Corte, como si su dolor se mitigara haciendo sufrir a los cortesanos. En Hornillos de Cerrato, una miserable aldea de cabañas, estuvo cuatro meses, hasta que también se incendió la iglesia por los excesos luminarios.

El padre de la reina, Fernando el Católico, tuvo que venir de Aragón para hacerse cargo de la regencia de Castilla. Consiguió arrastrar a su hija hasta cerca de Burgos, pero ella se negó a entrar a la ciudad y se quedó en Arcos con el cadáver insepulto durante más de un año.

Por fin, don Fernando decidió recluir a su hija, aunque en un lugar adecuado, en el palacio real de Tordesillas. En febrero de 1509 se echó de nuevo a los caminos Juana la Loca con su amado. Tardó cuarenta días en llegar a Tordesillas, donde doña Juana, sorprendentemente, se desinteresó por el cadáver. Pero no fue enterrado, sino depositado en la iglesia del convento de Santa Clara.

La ilustre demente se acordaba de tarde en tarde del esposo y entonces iba a verlo. Una vez que descubrió que se habían hecho obras en la iglesia montó en cólera y obligó a demolerlas.

Todavía tendría que esperar más de 15 años Felipe el Hermoso para ser definitivamente enterrado en Granada, como había dispuesto en su testamento. En 1525, su hijo Carlos V ordenó el último viaje del cadáver, hasta la Capilla Real granadina, donde su arrebatada esposa se le uniría 30 años después, tras medio siglo de encierro por loca, aunque sin perder su condición de reina titular, compartiendo la soberanía con su heredero Carlos V.

Hay un testimonio patético de la propia Juana la Loca: “Si en algo usé de pasión y dejé de tener el estado que convenía a mi dignidad, notorio es que no fue otra cosa sino el celo; y no sólo se halla en mí esta pasión, mas la Reina [Isabel la Católica]... fue asimismo celosa, mas el tiempo saneó a su Alteza, como placerá a Dios que hará a mí”. Pero el tiempo no saneó a doña Juana; su locura era hereditaria, traída a la dinastía española por su abuela, la portuguesa Isabel de Avis, y volvería a aflorar trágicamente en don Carlos, el hijo mayor y malogrado de Felipe II.

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