Operación Bernhard
(Un artículo de Luis Reyes en la revista Tiempo del 2 de
octubre de 2015)
Lago Toplitz, Austria, abril de 1945. El dinero falso
fabricado por los nazis es sumergido en aguas profundas.
La belleza de la muerte, un paisaje que fascina a los
enfermizos amantes de la calavera y los uniformes negros, seguidores de la
perversa estética nazi... No es extraño que Göring se construyese una villa
cerca del Toplitzsee, ese lago alpino que pese a su pequeño tamaño merece ser
llamado mar. A su alrededor, defendiéndolo de los aires externos para que
conserve su ser, se levantan unas montañas que muy apropiadamente son llamadas Totes
Gebirge, las Montañas de la muerte.
Hay algo más que aroma de muerte en el lago Toplitz,
hay una anomalía letal en sus aguas. Cuando un pez se sumerge a más de 18
metros, muere asfixiado. No hay oxígeno entre los 20 y los 110 metros de
profundidad, falta uno de los elementos esenciales del agua –recuerden, H2O,
dos moléculas de hidrógeno por una de oxígeno–, el elemento de la vida. Y
todavía hay más trampas mortales en estas aguas mórbidas: los que se han
atrevido a bucear en ellas y han logrado salir vivos cuentan que a la mitad de
su hondura se encuentra una maraña de maderas flotantes que atrapan como
tentáculos a lo que intenta penetrarlas, incluido un avión.
El país que rodea al Toplitzsee era Nazilandia,
en el bar del pueblo vecino, Göring recibía a Hitler y bebían cervezas rodeados
de los paisanos, sin escolta. Lógicamente aquí estaba la Alpenfestung
(fortaleza alpina), el legendario último reducto de Hitler, un complejo de
fortificaciones y túneles entre los montes guarnecido por 300.000 fanáticos de
las SS, con interminables reservas de armas y municiones, fábricas de aviones a
reacción, laboratorios de armas secretas... Un final wagneriano para la Segunda
Guerra Mundial o, como confesó un alto cargo militar prisionero, “un mito, un
sueño romántico”.
No había nada en la fortaleza alpina, ni armas ni
defensores, nada salvo en las aguas del Toplitzsee. Allí, en sus profundidades,
protegida por la maraña leñosa, sí que había un arma de guerra, aunque no de
las que vuelan o disparan, sino un arma económica. Allí fue sumergido el rastro
de una gran operación secreta, la operación Bernhard, la falsificación
masiva de dinero aliado.
Libras falsas. Nada más empezar la guerra, los SS,
fieles a sus antecedentes facinerosos, proyectaron fabricar moneda falsa
inglesa para financiar sus operaciones en el exterior. El padre de la idea fue
Reinhard Heydrich, el lugarteniente de Himmler, luego muerto por los patriotas
checos en un atentado. Pero el hombre que la llevaría a cabo fue un comandante
de la SD, el servicio de información de las SS, llamado Bernhard Krüger, que
estaba al frente de la Unidad VI F-4a, la oficina de falsificación
de documentos. Krüger no era un SS corriente. Para empezar, no odiaba a los
judíos ni sentía repugnancia a tratar con ellos. Era corrupto y oportunista,
pero no un asesino cruel, albergaba sentimientos humanos y fue capaz de
mantener un pacto de caballeros con los prisioneros judíos que utilizó.
Era por otra parte muy inteligente y capaz, además de
atractivo, simpático y bon vivant. Cuando Heydrich le encargó la misión
de falsificar dinero inglés –bautizada operación Bernhard, por el nombre
de pila de Krüger– comprendió que no podían realizarla los falsificadores de
las SS, pero encontró dificultades para reclutar personal de la Fábrica de
Moneda o el Banco de Alemania. Entonces tuvo una idea insólita en un nazi,
recurrir a los despreciados judíos. Con la etiqueta de “trabajador altamente
esencial”, sacó de los campos de exterminio a 142 expertos en artes gráficas en
todas sus facetas, dibujantes y fotógrafos, pero también a delincuentes
comunes, monederos falsos.
Krüger ofreció a sus judíos buenas condiciones de vida
y librarlos de la muerte a cambio de un perfecto trabajo, sin embargo, Himmler
no estaba de acuerdo con el trato. El jefe de las SS estableció un término de
tres años para la operación Bernhard; en ese plazo debería fabricarse el
dinero inglés suficiente para los planes alemanes, y luego los judíos dejarían
de ser “altamente esenciales” y regresarían a los campos de la muerte.
Los falsificadores se instalaron en el campo de
concentración de Sachsenhausen, cerca de Berlín, aunque su bloque, el número
19, estaba absolutamente aislado del resto del campo, con una vigilancia propia
de personal escogido de las SS. Se les proporcionó la mejor maquinaria de
impresión de la industria alemana, y un papel fabricado por una acreditada
empresa que reproducía fielmente el de los billetes ingleses.
Pronto estuvo en marcha la llamada fábrica Krüger,
y enseguida alcanzó una capacidad notable. Aunque desde 1939 el servicio de
inteligencia británico tenía noticias del plan de falsificación alemán, los
billetes falsos pasaron por la prueba de ser llevados por un agente secreto a
un banco en Inglaterra, solicitar su autentificación y obtenerla. Sin embargo
el comandante Krüger era demasiado listo para ensoberbecerse con el éxito.
Sabía que si cumplía el programa de Himmler en tres años sus judíos
irían a la cámara de gas y, aún peor, se veía a sí mismo en el frente ruso, en
un puesto arriesgado, pues Himmler no lamentaría la desaparición de un testigo
como él. De manera que decidió ralentizar la producción.
Pese a ello la fábrica Krüger produjo casi 9
millones de billetes por valor de 135 millones de libras esterlinas. Había
libras de sobra, pero para que Himmler no cerrase el proyecto Krüger le tentó
con la fabricación de dólares. Es más, tuvo la habilidad de convencerlo para
trasladar su fábrica de Berlín a la Galería 16, un túnel en Redl Zipf, cerca
del lago Toplitz, más próximo a Suiza, donde Krüger pensaba escapar cuando
llegara lo inevitable. Lo haría, pero antes cumplió con su deber de oficial y
su palabra de caballero.
Arrojó al lago la maquinaria y las magníficas planchas
de impresión, así como muchas cajas de billetes empaquetados, algunas de las
cuales han sido recuperadas. Otras se dispersaron en camiones y él mismo se
llevó unas maletas de libras falsas a Suiza, donde huyó con su amante. Los
judíos fueron enviados al campo austriaco de Ebensee con la recomendación de no
exterminarlos, y se salvaron.
Krüger pasaría por lo que se llamaba “proceso de
desnazificación” y sus antiguos prisioneros judíos declararon a su favor. Salió
libre y, ¡sorpresa!, encontró trabajo en la empresa que había fabricado el
papel de la operación Bernhard y vivió feliz hasta 1989. Un final
plácido que contrasta con el marco siniestro donde quedó, oculta bajo el agua,
la obra de Bernhard Krüger.
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home