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miércoles, abril 5

Crítica musical: retablo de ilustres mentecatos



(Extraído de un texto de Luis Algorri en la revista Tiempo del 12 de junio de 2016)

Un libro reúne las barbaridades que han dicho los críticos sobre los grandes músicos durante 150 años.
Quienes hemos ejercido la crítica musical nos hemos preguntado en silencio, más de una vez (espero que más de una vez), por qué nos pagaban en realidad. Qué derecho teníamos a poner en un periódico nuestro individual parecer sobre un concierto o una ópera, y por qué eso era necesario, y por qué nuestra opinión tenía dos gramos más de valor que la de cualquiera que nos leyese. Vamos, que por qué rayos nos pagaban.

–Usted olvida, caballerete –dirá el crítico veterano al que le regalan las entradas y le tratan como al archiduque de Austria en cuanto pisa el Auditorio o el Real– que nosotros, los críticos, hemos estudiado mucho, tenemos grandes conocimientos, un criterio basado en años de experiencia; y por eso somos ecuánimes y nuestra opinión es fiable y útil para los lectores.

Sí, ¿eh?

“Rechazo a Brahms con todo mi desdén. Su música es un vacío ruidoso y lleno de reverberaciones. No pretendo, de ninguna manera, decir que Brahms fuera un idiota; era mucho más que eso (...). Como tengo la desgracia de ser músico, no puedo apreciar a Brahms; no hay en el mundo una sinfonía más insoportablemente aburrida que la Sinfonía en Mi menor”. Esto lo escribía J. F. Runciman, crítico de música del Musical Record de Boston, en los últimos años del siglo XIX. Hoy nadie sabe quién coño fue ese Runciman. Pero todos sabemos quién es, y sigue siendo, Brahms.

“Carmen debe juzgarse por sus propios méritos, que son muy escasos. No es más que una compilación de coplas y canciones. Como obra de arte, es inexistente”. Esa claridad de juicio tenía el crítico de The New York Times ante el estreno en la ciudad de la ópera de Bizet, que hoy se sigue representando con todo éxito en el mundo entero. Del crítico no queda ni el nombre.

“Es como una pelea primitiva, casi carente de forma y sin una tonalidad definida, salvo por los ritmos insistentes que hacen que las melodías de los tambores de las amables tribus del Congo parezcan supersofisticadas (...). Si no hubiese habido una explicación en el programa, podría haberse creído que la obra representaba una juerga de Nochevieja de una pandilla de adictos al aguardiente casero y los sencillos pasatiempos de un grupo de jóvenes y señoritas, vestidos prudentemente con hojas de higuera”.
Así juzgaba en 1922 el crítico musical de The North American, de Filadelfia, La Consagración de la Primavera, de Igor Stravinsky. Es una de las más emocionantes composiciones para orquesta de todos los tiempos. Del crítico tampoco se conserva el nombre. Por fortuna para sus nietos.

Todo esto que leen son pasajes de un libro que se acaba de publicar en España y que escribió el fallecido director de orquesta, compositor y pianista norteamericano Nicolas Slonimsky. El libro se titula Repertorio de vituperios musicales (Taurus) y es exactamente eso: una antología exhaustiva de las colosales sandeces que escribieron los críticos sobre grandes compositores y sobre obras maestras absolutas –hoy sabemos que lo son–, desde los tiempos de Beethoven hasta hace más o menos cincuenta años.

Suerte que tenemos
La suerte se ha posado sobre el cráneo pelado de los críticos actuales porque ya apenas se hace crítica de obras; nos limitamos casi solo a las interpretaciones, que es algo menos resbaladizo porque si un tenor desafina o cala, pues desafina o cala y no hay más que hablar, lo ve todo el mundo. Ya no es fácil que aparezca un cernícalo como Louis Spohr que ponga por escrito que el último movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven le parece “tan feo, tan de mal gusto y tan trivial que ni siquiera puedo entender cómo Beethoven pudo escribirlo (...). Carecía del sentido de la belleza”.

Ya no es de temer que alguien escriba: “Es la obra más pobre de Verdi. Carece de melodía. Esta ópera tiene escasas posibilidades de pasar a formar parte del repertorio”, y eso lo dijo el lumbreras del crítico de la Gazette musicale de Paris de la ópera Rigoletto, que es, junto con Traviata, la más representada de todos los tiempos.

La lectura de este libro nos lleva a una conclusión: el crítico tiene una tendencia irreprimible al conservadurismo. Le gusta lo que conoce y aborrece lo que no conoce. El futuro, para él, es repetición, no creación. El merluzo de L. Rellstab, que escribía en Iris (Berlín, 1833), lamentaba profundísimamente que Chopin inventase cosas y no hiciese lo que ya habían hecho otros: “Donde Field sonríe, Herr Chopin hace una mueca burlona; donde Field suspira, Herr Chopin gruñe; Field se encoge de hombros y Herr Chopin arquea el lomo como un gato (...). Si se pusieran los encantadores romances de Field ante un espejo deformante, de modo que cada uno de sus hermosos rasgos resultara exagerado, se verían las obritas de Chopin”. Ante esa muestra de clarividencia musical, lo primero que el lector se pregunta es: pero ¿quién rayos era ese Field? Y, sobre todo, ¿cuánto le pagaban al tal Rellstab por hacer el ridículo de manera tan desvergonzada?

Los hay con cierto talento, eso es verdad. Como el crítico que decía de una obra de Franz Liszt que “quizá dentro de veinte o veinticinco años, esta música le guste a la gente. Nos alegramos de no vivir para verlo”. Confianza por confianza: nosotros también nos alegramos.

Del mismo modo que la peor enemiga de los políticos es la hemeroteca, el peor enemigo de los críticos es aquello que escriben (que escribimos) sintiéndonos más importantes que una boñiga en un solar. Y no lo somos. Ni siquiera tenemos claro por qué nos pagan. 

Ese judío oriental
El crítico del Musical World de Londres explicaba que las horribles composiciones de Chopin, disonantes, ruidosas, desagradable al oído (¡¡Chopin!!) se debían a que el compositor estaba liado con la “archihechicera Jorge Sand”. Pero Rudolf Louis escribía en la Alemania de 1909 sobre Mahler: “Habla un lenguaje musical alemán, pero con el acento, con el tono y, sobre todo, con los gestos de un judío oriental, demasiado oriental. Por lo tanto no puede comunicar nada”. Luego habla de la “vacuidad absoluta” de su arte y le llama “modistilla”. Lo que se llama un caso de pre nazismo puro…

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