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sábado, octubre 21

La ley Sálica



(Un artículo de Luis Reyes en la revista Tiempo del 14 de mayo de 2013)

Madrid, 10 de mayo de 1713 · Felipe V dicta el Auto Acordado, que impide reinar a las mujeres, como en Francia.

España se bañó en sangre durante un siglo por culpa de una ley de nombre arcano que nadie sabía qué quería decir, la Ley Sálica, una norma de origen francés que vetaba a las mujeres para el trono y que fue la excusa de las guerras carlistas.

La había dictado el primer Borbón, Felipe V, rey de España pero francés de nacimiento y familia. Puede pensarse que se la trajo de París en su equipaje, junto a las modas versallescas en el vestir y la etiqueta, que fue una problemática compañera de viaje, como aquella princesa de los Ursinos, agente temible de Luis XIV que se convirtió en la intrigante número uno de la Corte madrileña. Sin embargo el asunto no era un mero afrancesamiento del nuevo rey, sino una jugada política dictada por una prudente razón de Estado.

Felipe V había llegado a España en 1701, en ejecución del testamento del difunto Carlos II de Austria, que no tuvo descendencia. Como siempre sucede en estos casos, hubo varios pretendientes a la sucesión, pero la última voluntad de Carlos II era clara y Felipe fue bien recibido y generalmente aceptado como rey con todas las de la ley, refrendado por las Cortes y el consenso popular. Pero la perspectiva de una alianza dinástica entre Felipe V y su abuelo Luis XIV, España y Francia unidas, crearía una superpotencia que aterraba a Inglaterra, y Londres animó la reclamación del trono español por otro pretendiente, el archiduque Carlos de Austria. Así, en 1702 estalló la Guerra de Sucesión Española.

La guerra fue larga y solo terminaría cuando el agotamiento de todas las partes llevó al Tratado de Utrecht en 1713. Felipe V conservaría España y las Indias, aunque perdería Italia y los Países Bajos. Pero para afianzar más los derechos de la nueva dinastía Felipe V ideó un recurso constitucional.

Ajedrez político.

El archiduque Carlos, que mientras tanto se había convertido en emperador germánico con el nombre de Carlos VI, no tenía hijos, y previendo la posibilidad de tener solo herederas –como de hecho sucedió– dictó una Pragmática Sanción estableciendo el derecho a reinar de las mujeres, lo que luego llevaría al trono imperial a su hija la emperatriz María Teresa.

Felipe V, que tenía varios hijos varones, hizo todo lo contrario, es decir, promulgó una ley sucesoria cerrando el paso a las mujeres, para que las descendientes del archiduque Carlos no pudiesen ser pretendientes a la corona española. En diciembre de 1712 una Real Cédula pidió a las ciudades y villas con voto en Cortes que diesen a sus procuradores poderes para aprobar una ley que regulase “la sucesión de la monarquía por las vías masculinas”. También solicitó dictamen al Consejo de Estado y al Consejo de Castilla, que lo dieron no sin polémica, pues la ley sucesoria española estaba muy clara y acreditada secularmente en las Partidas de Alfonso X el Sabio.

Por fin, en mayo de 1713, las Cortes aprobaron el llamado oficialmente Auto Acordado, apodado Ley Sálica por su paralelismo con la que regía en Francia, aunque en realidad fuese distinta. La norma francesa no solo excluía del trono a las mujeres, sino que negaba la transmisión de derechos dinásticos por vía femenina. La española no era tan radical, no se excluía a las mujeres de la posibilidad de reinar, sino que establecía la preferencia de los candidatos masculinos sobre ellas. Y por supuesto las mujeres podían transmitir derechos, eso era algo obligado, porque el propio Felipe V era rey de España por herencia de sus antepasadas infantas de España.

La Ley Sálica francesa tenía unos orígenes que se perdían en los orígenes de la propia nación francesa. Los salios eran una tribu del pueblo franco, que a su vez era una rama de los germanos. Vivían en el Bajo Rhin, en lo que hoy es Holanda, en una zona de marismas llamada Sallzee (zee en germánico significaba mar) de donde tomaron el nombre. De allí se extendieron por la Galia romana, absorbieron a otras tribus francas, se latinizaron y formaron la primera monarquía francesa, la merovingia, cuyo fundador, Meroveo, se decía que era hijo de un monstruo marino que había poseído a la esposa del rey. Las leyes que traían estos pueblos germánicos se codificaron en lo que se llamó, en latín, Lex Salica, que incluía Derecho civil y penal. Entre los bárbaros era natural que solamente un hombre pudiese asumir la jefatura de la tribu, puesto que tenía que ser un guerrero capaz de defender su puesto con las armas, y así lo reflejaba la Ley Sálica, aunque nunca tendría ocasión de ser aplicada durante casi un milenio.

Fue solamente en 1316, cuando los merovingios estaban enterrados hacía muchos siglos, cuando se puso en vigor efectivo la Ley Sálica. Como en el posterior caso de España, también se debió a una maniobra política. Al morir el rey Luis X de Francia dejó como descendencia una niña, Juana, hija de su primera mujer, mientras que su segunda esposa estaba embarazada. La primera esposa había sido acusada de adulterio y encarcelada, y se dudaba por tanto de la paternidad de la princesa, de modo que fue proclamado el hijo póstumo del segundo matrimonio, con el nombre de Juan I.

Sin embargo el niño murió a los cinco días. Se dice que lo envenenó la suegra del regente Felipe, Matilde de Artois, que era una mujer de armas tomar. Felipe era hermano Luis X, e invocando la vieja Ley Sálica logró que el Parlamento de París le aceptase como rey, en perjuicio de su sobrinita Juana. Desde entonces, la obsoleta norma que excluía a las mujeres de la sucesión real se convirtió en una ley constitucional de la monarquía francesa, todavía hoy invocada por los monárquicos legitimistas del vecino país (la aplicación estricta de la Ley Sálica hace que, tras muchos vericuetos dinásticos, los legitimistas reconozcan como pretendiente al trono de Francia al bisnieto de Franco, Luis Alfonso de Borbón).

Vuelta a las Siete Partidas.

La norma que en Francia parecía una peculiaridad histórica y una tradición de su cultura –aunque Voltaire hacía burlas con ello– resultaba todo lo contrario en España, una nación que debía su existencia a una reina mujer, Isabel la Católica. Desde el siglo XIII es decir, un siglo antes de la existencia real de la Ley Sálica francesa– la Ley II de la Partida Segunda de Alfonso el Sabio establecía el derecho a la corona de las hijas del rey cuando no hubiese hijos varones. Estos tenían preferencia –por eso actualmente es heredero el príncipe Felipe y no sus hermanas mayores–, pero en su defecto las mujeres detentaban el derecho a reinar como titulares y por supuesto transmitían los derechos.

A finales de 1788 subió al trono un nieto de Felipe V, Carlos IV. Los años habían hecho pasar de la política a la Historia la Guerra de Sucesión, y una de las primeras medidas del nuevo rey fue acabar con la foránea Ley Sálica. A través de su primer ministro Campomanes se lo planteó a las Cortes, que no solo respaldaron el proyecto real, sino que solicitaron que se restableciese el viejo derecho sucesorio español de las Siete Partidas. Siguiendo los usos de entonces, Carlos IV consultó también el asunto con los prelados de la Iglesia. No había forma de obtener un consenso nacional más general y legitimado en aquella época, de modo que el rey ordenó a su Consejo que expidiese una Pragmática Sanción anulando el Auto Acordado de Felipe V y restableciendo la sucesión femenina. Sin embargo faltó un formulismo legal, la Pragmática Sanción no fue publicada.

No lo sería hasta mucho después, al final del reinado de Fernando VII, cuando en marzo de 1830 las Cortes votaron y el rey sancionó la derogación de la Ley Sálica. Estaba a punto de nacer Isabel II, que de esta forma tendría derecho a subir al trono. El hermano de Fernando VII, don Carlos, que según la ley francesa habría ceñido la corona en vez de su sobrina y tenía el apoyo de los ultraconservadores, no aceptó la pérdida de sus aspiraciones, y así comenzaría el sangriento pleito dinástico que provocaría tres guerras civiles en el siglo XIX y aún tendría un rebrote en 1936, cuando una residual pero potente milicia carlista se sumó a la rebelión militar contra la República.

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