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sábado, noviembre 18

Viajeros peculiares

(Un texto de Elena Castelló en la revista Mujer de Hoy del 30 de julio de 2016)

Como impulsados por un secreto apostolado, nuestros protagonistas convirtieron el mundo en su reino y lo recorrieron incansablemente. Unos para abrir nuevos caminos, fieles a una especie de misión; otros en busca de un equilibrio personal que les fue esquivo. Construían nuevos palacios, en cada rincón del mundo, en busca del hogar que jamás tuvieron, como Barbara Hutton; o surcaban el cielo, siempre más rápido, más alto y más lejos, como el multimillonario Howard Hugues; o decidían perderse, lejos del sufrimiento que les causaba su país, como la escritora Anne Marie Schwarzenbach, pero solo conseguían adentrarse más profundamente en él. Hoy, todavía quedan solitarios para los que el viaje es una religión, como la prodigiosa y jovencísima Laura Dekker, pero quizá lo único que nos queda en un mundo demasiado global son las estrellas del rock, como epítome del viajero que trata de llevar su mundo con él.

Barbara Hutton: un viaje sin retorno

Bárbara Hutton tenía apenas cinco años cuando descubrió el cadáver de su madre en la suite del Hotel Plaza de Nueva York, donde vivía con sus padres. Edna Woolworth, heredera de la fortuna de los almacenes Woolworth, se había suicidado con estricnina, incapaz de seguir soportando las infidelidades de su marido, el financiero Franklyn Hutton. Desde ese momento, la vida de Barbara fue un deambular sin rumbo entre las mansiones de sus tías y tíos en Rhode Island, Palm Beach o Charleston, rodeada de nannies y gobernantas. A los 11 años, cuando murieron sus abuelos, se convirtió en la niña más rica del mundo y añadió a su séquito varios guardaespaldas.

A los 18 años era, además de la más rica, la más odiada de Norteamérica. Eran los años de la Gran Depresión, pero ella había duplicado su fortuna. El año de su puesta de largo, 1930, acudió a 40 bailes, tés y recepciones, y tras amueblar su apartamento de Manhattan por medio millón de dólares, se gastó otros 60.000 en celebrar su presentación en sociedad en el hotel Ritz-Carlton de la Gran Manzana. Asistieron mil personas, que se bebieron miles de botellas de champán, bailaron al son de cuatro orquestas y recibieron costosos regalos de despedida.

La prensa se ensañó con ella, así que su padre, se la llevó a recorrer el mundo. En Bangkok conoció a Alexis Mdivani, un príncipe georgiano sin fortuna, con el que se casó en París, seis meses después. Convertida en princesa, continuó viaje con 70 maletines y baúles, para pasar la luna de miel en el lago Como y en Venecia, donde compró un palacio del siglo XII; y más tarde, recorrer China y Japón. Solo regresó brevemente a París para celebrar su 22 cumpleaños, en el hotel Ritz, junto a 2.000 invitados. Tras la fiesta, hizo una escapada a Nevada, para firmar el divorcio de Medvani, y luego a Londres, donde al día siguiente se casó con el conde danés Court von Hauwitz-Raventlow.

La guerra fue lo único que consiguió que detuviera su peregrinación en California durante unos años, pero inmediatamente después, volvió a ponerse en marcha y se dirigió a Tánger, donde compró otro palacio, llamado Sidi Hosni, la única ancla en su vida. Pasaba allí todos los veranos, que inauguraba con una gran fiesta a la que invitaba a Paul y Jane Bowles, a la princesa Ruspoli o al interiorista Charles Sevigny.

El resto del año lo dividía entre París, Nueva York y Cuernavaca (donde se habia construido una mansión de estilo japonés). Tuvo siete maridos, entre ellos el actor Cary Grant. Viajaba con su chófer, su guardaespaldas, su secretaria personal y su doncella, y todas las pastillas para dormir, para suprimir el apetito y para combatir el dolor y la depresión que su neceser podía contener. Cuando murió en 1979, a los 66 años, pesaba 40 kilos, y solo le quedaban en efectivo 3.600 dólares.

Howard Hughes: el cielo (no) es el límite

Nunca fue un buen estudiante. Prefería construir cosas y montar ingenios mecánicos. Por eso, cuando su madre le prohibió tener una motocicleta, con 12 años, Howard Hughes decidió construírsela él mismo, ensamblando un motor con piezas usadas de la fábrica de su padre, un próspero inventor y empresario mecánico, y añadiéndoselo a su bicicleta.

Pero lo que en realidad le gustaba a Howard era volar. Tomó sus primeras lecciones de piloto a los 14 años y, aunque nunca terminó una carrera universitaria, estudió aeronáutica en el Instituto Tecnológico de California, uno de los más prestigiosos del mundo. Poco después, se quedó huérfano y un juez le autorizó a disfrutar, antes de la mayoría de edad, de la fortuna que había heredado. Hughes decidió que era el momento de cumplir sus sueños y se marchó a California, "para hacer películas y convertirse en el mejor piloto del mundo". No tardaría en cumplir ambos objetivos.

De su conquista de Hollywood como director dan testimonio películas míticas como Ángeles del infierno (1930), dirigida y producida por él y protagonizada por una debutante Jean Harlow (que él descubrió), o Scarface, un clásico sobre la ambición y el poder. Y tampoco tardó en convertirse en uno de los mejores pilotos de la historia.

Fundó la aeronáutica Hughes Aircraft y con 30 años, batió, el record de velocidad, con su avión H-1, un ingenio con alas de madera que él mismo había diseñado. Un año y medio después, se convirtió en el piloto más rápido volando sin interrupción entre Los Angeles y Newark, Nueva Jersey, en siete horas y media. El 14 de julio de 1938, dio la vuelta al mundo en 91 horas: quería demostrar que era posible viajar de una punta a la otra del mundo de forma rápida y segura. Llegó a su destino con la máscara de oxígeno averiada y casi a punto de asfixiarse, pero era un héroe nacional y desfiló por Broadway bajo una lluvia de confeti.

Murió a bordo de un avión, pero como pasajero, el 5 de abril de 1976, cuando le trasladan a Houston en estado terminal desde el hotel en el que vivía, en Acapulco.

Annemarie Schwarzenbach: Ve al fin del mundo y encuentra la tierra prometida

Anne Marie Schwarzenbach tenía 30 años y agotaba, aquel verano de 1937, una más de sus múltiples estancias de desintoxicación en una clínica de lujo cercana a la propiedad paterna de Zurich, donde había nacido, cuando recibió la visita de su compatriota Ella Maillart. Quería hacer un viaje a Afganistán, atravesando Oriente Medio y Anne Marie, poeta y novelista de culto, le pareció la compañera idea.

Hija de una familia de la alta burguesía suiza de simpatías nazis, incapaz de aceptar su singularidad andrógina, su compromiso antifascista y su talento para la literatura, Anne Marie era un ser doliente, adicto a morfina, el alcohol y la velocidad. Su belleza ambigua había fascinado en el Berlín lujurioso de los años veinte, donde descubrió la libertad, pero también la soledad y una tendencia a la depresión, que la llevaría a varios intentos de suicidio.

Anne Marie, armada con su máquina de escribir y su pequeña Leica, recogió el Ford regalo de su familia -un absoluto lujo en aquella época-, y con Ella a bordo, inició en Ginebra su recorrido. Era junio de 1939 y partieron dirección a Estambul. El viaje duró 12 semanas, siempre al volante de su Ford, en medio del polvo, de la lluvia y el calor sofocante. Las viajeras despertaban curiosidad y asombro -a Anne Marie la confundían siempre con un hombre-, y nadie les negó nunca hospedaje o comida.

En Kabul, Anne Marie, gravemente enferma a causa de una bronquitis, insistió en seguir hasta Turkmenistán, pero Ella no podía ya soportar sus adicciones, ni su desesperanza y se marchó rumbo a la India. Volvieron a encontrarse meses después, cuando Anne Marie embarcaba de regreso a Europa. Ella Maillard contó aquel viaje y su difícil relación en un libro de culto, La vía cruel, publicado en 1947. "Creía en el sufrimiento. Lo veneraba como la fuente de toda grandeza", escribió sobre su gran amiga.

Anne Marie murió al caerse de una bicicleta en las montañas cercanas a Saint Moritz, donde se había refugiado a su vuelta a Europa. Tenía 34 años. Hoy es un símbolo de la generación desesperada de entreguerras.

Laura Dekker: el mar era mi reino

La holandesa Laura Dekker se había pasado todos los veranos de su infancia en el mar. A los seis años, sus padres le regalaron su primer Optimist. A los siete realizaba travesías en una tabla de windsurf acompañada por su padre. Y a los 11 cruzó ida y vuelta, desde Holanda, el canal de La Mancha, así que no es tan raro que al cumplir 12 años, en 2009, anunciara que daría la vuelta al mundo sola en su Optimist, al que puso por nombre Guppy, como todas las embarcaciones que había tenido desde niña.

Lo primero que se encontró Laura fue una batalla legal entre sus padres, divorciados, pero dispuestos a que hiciera realidad su sueño, y el estado holandés, dispuesto a impedirlo en nombre de la seguridad y los derechos de la infancia. Las idas y venidas entre los tribunales duraron dos años, pero Laura finalmente pudo emprender su travesía el 21 de agosto de 2010, desde Portimao, en la costa de Portugal.

De allí siguió viaje a Gibraltar, Lanzarote donde pasó varias semanas para evitar la temporada de huracanes, Gran Canaria, Cabo verde, Simpson Bay (en la isla de Saint Martin, Antillas Holandesas), Dominica, Bonaire, el Canal de Panamá, Ecuador, Galápagos, las Marquesas, Tahiti, Bora-Bora, Fidji, Vanuatu, Australia (donde celebró su 16 cumpleaños con su padre), Sudáfrica y Holanda, donde culminó su travesía el 21 de enero de 2013, convirtiéndose en la persona más joven del mundo en circunnavegar el planeta.

Paró en cinco ocasiones para recibir asistencia de un equipo de apoyo familiar, por ejemplo al llegar a Canal de Panamá. Un sistema de monitorización instalado en el barco permitió seguirla durante todo el trayecto desde Holanda. Sin embargo, la ley le impidió de nuevo que su hazaña figurase en el libro Guiness, por ser menor.

A bordo continuó estudiando y escribió un blog que se convirtió en el artículo más seguido de la prensa holandesa. Hoy sigue viajando incansablemente con el Guppy ahora lleva paneles solares. Se casó el año pasado y vive en otro barco, cómo no, en Nueva Zelanda.

JLo, los Stones, Elton John, Madonna... las exigencias del rock

La de las estrellas del rock en sus giras de conciertos es quizá la ultima excentricidad que queda en un mundo donde todo lo asombroso parece devorado al instante. Copan columnas sensacionalistas, blogs de fans y críticos y, por supuesto, son la comidilla de las redes sociales.

En sus viajes, Jennifer Lopez necesita que todo el mobiliario de sus hoteles y camerinos sea de color blanco y solo duerme en sábanas de 250 hilos. Parece que Julia Roberts se baña exclusivamente en agua mineral. Keith Richards y los Rolling Stones sorprenden por su exquisitez puramente británica: una sala para jugar al billar, televisiones por satélite para seguir el críquet y lirios Casablanca para perfumar el ambiente.

Menos refinadas resultan las peticiones de Madonna, que necesita 20 líneas de teléfono y espacio para su equipo de chefs. Eso sí, también pide rosas blancas y rosas, pero siempre cortadas a una medida especial. Para Elton John, la preocupación principal es su piano, valorado en un millón de dólares, que siempre viaja con él, además de alimentos sin proteínas animales. Pero, sobre todo, le preocupa la temperatura: exactamente 19 grados allí donde se encuentre.

Probablemente la mayor extravagancia, hija de una rebeldía cuyo objetivo es apabullar a quien se ponga por delante, haya sido la de Iggy Pop y los Stoodges: una boa constrictor de tres metros y una prostituta vieja y desdentada disponible las 24 horas cuentan que pidieron en uno de sus últimos conciertos en Latinoamérica. Evidentemente, era broma. ¿O no?