Felipe II, rey de Portugal (I)
(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 18 de
diciembre de 2006)
Felipe II perdió un palote y ganó un reino. Con Felipe II
los reinos de España y Portugal se unifican, culminando un siglo después la
aspiración de los Reyes Católicos.
Felipe II perdió un palote y ganó un reino. Las Cortes
portuguesas, reunidas en el monasterio de Tomar, le proclamaron rey Felipe I de
Portugal un 16 de octubre de 1581. Era la culminación de la estrategia
matrimonial de los Reyes Católicos para unificar la Península Ibérica.
Y también era el final de la más brillante jugada de
la política exterior española, que tuvo a la vez algo “de herencia, de
conquista y de compra”.
La política de enlaces de los Reyes Católicos logró unir
las coronas de Castilla, Aragón y Navarra, pero querían más, reunir a la
Hispania romana, y echaron sus redes nupciales en el vecino Portugal. Harían
falta un siglo, ocho bodas y un considerable embrollo de parentescos (véase el
árbol genealógico, muy simplificado) para recoger la pesca.
La tercera generación, Felipe II y Juana, hijos de
Carlos V y de Isabel de Portugal, se casaron con los hijos de João III de
Portugal, María y Juan.
Desamor
No fueron muy felices estos matrimonios. María no era
precisamente guapa ni a los 17 años, y el joven Felipe buscaba fuera de casa lo
que no le satisfacía dentro. La princesa lusa le lloraba a su padre y éste le
escribía a Carlos V –su consuegro, triple cuñado y sobrino– trasladando las
quejas de “desamor”.
“Cuando están juntos, parecía que [Felipe] estaba por
fuerza, y en sentándose, se tornaba a levantarse e irse”, le detallaba enojado
el rey portugués a Carlos V, dándole también noticia de que el joven Felipe se
había echado una amante en Cigales con la que tenía un hijo. María duró poco,
falleció de parto cuando tuvo su único hijo, don Carlos.
Tampoco Juana disfrutó mucho su matrimonio; quedó
viuda cuando estaba embarazada del primer hijo. El niño, don Sebastián, fue rey
de Portugal desde los 3 años, y se pensó incluso en que fuera rey de España, en
vista de la muerte de don Carlos, pero el joven monarca portugués tenía la
cabeza a pájaros, y no se le ocurrió más que irse de cruzada a África.
En Alcazalquivir don Sebastián encontró la épica que
su ardiente corazón le reclamaba, la batalla de los Tres Reyes, la única de la
Historia en la que han muerto tres monarcas, dos marroquíes y uno portugués.
Don Sebastián se convirtió en leyenda –muchos portugueses negaban que hubiese
muerto y periódicamente aparecían seudo-Sebastianes, falsarios o locos que
reclamaban el trono–, pero dejó a la dinastía lusitana en vías de extinción.
Le sucedió un anciano tío que además era clérigo, el
cardenal don Enrique. Como era impensable para don Enrique tener hijos, convocó
a los posibles herederos y nombró una comisión, los Cinco Defensores del Reino,
para que decidiesen quién tenía mejor derecho.
Pleito
En febrero de 1579 Felipe II recibió del rey-cardenal
la “carta de notifi cación” que abría el pleito dinástico. Había cinco “pretensores”,
descendientes del rey Manuel el Afortunado. Dos eran príncipes italianos sin
ningún peso en Portugal. La duquesa de Braganza era mujer, un handicap en la
época. Y el cuarto, don Antonio, era bastardo.
Felipe II era poderoso y vecino, tenía ejércitos y
oro, y era el nieto mayor del Afortunado. La alta nobleza apostó por unir su
carro al de la primera potencia del mundo, que era España. El arquetipo de
ellos fue don Cristóbal de Moura, que realizó una incansable labor convenciendo
y comprando a los diputados de las Cortes portuguesas. Tras la muerte de don
Enrique en 1580 el bastardo don Antonio se autoproclamó rey de Portugal, pero
tres de los cinco Defensores emitieron la Declaração de Castromarim,
estableciendo el mejor derecho de Felipe II.
Paralelamente al apoyo de la legalidad, Felipe dio el
golpe militar, larga y perfectamente preparado. El duque de Alba invadió
Portugal por tierra, y don Álvaro de Bazán por mar. Más que conquista, fue un
paseo militar.
Con el país ocupado y los Defensores apoyando al
español, las Cortes portuguesas, reunidas en el monasterio de Tomar, se vieron
cargadas de razones y doblones para proclamar a Felipe I rey de Portugal.
Empezaba el primer acto del Iberismo.
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia
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