John Ford, el titán del cine
(Un artículo de Luis Reyes en la revista Tiempo del 3 de
marzo de 2017)
El benjamín de una docena de hijos
de emigrantes irlandeses tenía que espabilar en la vida. Con solo 17 años, John
Martin Feeney, Jack para los amigos, abandonó su Maine natal para ir justo a la
otra punta de Estados Unidos, al sur de California. Corría el año 1913 y tiró
de él su hermano mayor, Frank, que se había abierto camino en el mundo del
cine, en un anodino lugar recién escogido por algunas productoras para abrir
sus estudios: Hollywood.
El joven Jack tenía un buen cuerpo,
era jugador de fútbol americano y en Portland le llamaban el Toro por su
violenta acometida, de modo que llegó a Hollywood dispuesto a embestir contra
lo que le pusieran por delante. Recién llegado su hermano, que había disimulado
su estirpe irlandesa adoptando el nombre artístico de Francis Ford, lo metió en
una película que él protagonizaba –Francis era actor y director–, El honor
del regimiento. Una premonición, pues durante su larga y densa carrera el
honor y la milicia iban a ser un tema obsesivo para John Ford.
Como era hermano de Francis Ford
todos le llamaban “Jack Ford”, el nombre artístico de sus primeros diez años de
carrera. Desde el inicio de esta, Jack Ford mostró una gran versatilidad, era
el chico para todo, lo mismo encarnaba un papel protagonista que hacía de
extra, se encargaba del atrezo, manejaba una cámara o era ayudante de
dirección, y por supuesto contaban con él para que hiciera de doble en las
escenas peligrosas.
Durante el rodaje de El
nacimiento de una nación, la obra maestra de Griffith, Jack era uno de los
jinetes del Ku Klux Klan que se lanzaban a salvajes cabalgadas. Esos papeles
tenían su riesgo, Jack se cayó del caballo y se lesionó. No pudo seguir
trabajando, pero se quedó en el rodaje, fascinado por la forma de hacer cine de
Griffith. Durante toda su vida, eso fue lo más cerca de una escuela de cine en
la que estuvo John Ford, que reconocería en Griffith a un maestro.
Al decir que Jack Ford era el chico
para todo no hay un ápice de exageración. Un día que la Universal dio una gran
fiesta en los estudios para agasajar a su fundador, Carl Laemmle, le pidieron a
Jack que trabajase de camarero. No que actuase de camarero, sino que sirviera
bebidas. Lo hizo y como la fiesta terminó muy tarde, se quedó a dormir en los
estudios. Al día siguiente volvió Laemmle, pero en visita de trabajo. Era
temprano y no había llegado ningún director, por la resaca de la fiesta, así
que un directivo le pidió a Jack que montase un rodaje para el gran jefe. Jack
encontró a un grupo de vaqueros con sus caballos y decidió dar una cabalgada
como las de El nacimiento de una nación. Se puso al frente del escuadrón
y recorrió los estudios a galope tendido, lanzando gritos de guerra como si
fuera un indio salvaje. Muchos años después, cuando Ford era un director de
culto y cualquier frase suya se registraba como una genialidad, diría: “Dos de
las cosas más bellas del mundo son un caballo galopando y una pareja bailando
un vals”. Realmente ningún director ha sacado tanto partido a un caballo
corriendo, y por supuesto metía bailes en sus películas a la menor excusa. Pero
lo que nos interesa es que a Laemmle le llamó la atención su galopada y dijo
que le encargasen dirigir una película a aquel chico “que sabía gritar tan
bien”.
Su primera película
Así se convirtió Jack Ford en
director en 1917, cuando le encomendaron The Tornado, un western hoy
perdido donde además de dirigir hacía de protagonista, saltando desde un
caballo al galope a un tren en marcha, y luego del tren al caballo. Lo más
curioso es que Ford no se acordaría de cuál fue su primera película, y siempre
dijo que empezó como director con The Soul Herder (“El pastor de
almas”), que en realidad fue la cuarta. Hay que tener en cuenta que en ese
primer año de director realizó nueve películas.
Ha habido mejores directores que
John Ford, genios deslumbrantes, innovadores revolucionarios o analistas
profundos del alma humana, pero seguramente nadie ha aportado tanto al cine en
términos de cantidad y calidad combinadas. En cuanto a sus cifras, dirigió 146
películas y tocó todos los palos, todos los géneros, desde el musical al drama,
desde el western a la comedia, por no hablar de su faceta documental, que le
llevó a la batalla de Midway –donde fue herido mientras manejaba una cámara– o
al desembarco de Normandía. Desempeñó además todas las tareas importantes que
hay alrededor de una película, guionista, productor, operador de cámara o
montador, por no hablar de su carrera de intérprete en todos los escalones:
figurante, especialista, doble, actor de reparto y protagonista.
En cuanto a su calidad, si decimos
que ganó cuatro Oscar al mejor director –además de uno de documental y muchas
otras estatuillas y nominaciones para películas suyas– no decimos nada, porque
lo importante de sus premios es con quién compitió para ganarlos. Los
auténticos triunfos, esos que permitían a un romano sentirse un dios al
desfilar por Roma, tienen que ser frente a grandes adversarios, como en 1942,
cuando Qué verde era mi valle le arrebató los premios como mejor
película y dirección a Ciudadano Kane, de Orson Welles, que muchos
críticos consideran la mejor película de la historia. Las uvas de la ira
tuvo que medirse y ganar a Rebeca, de Hitchcock, Historias de
Filadelfia, de Cukor, y El gran dictador, de Chaplin. Su último
Oscar de dirección por El hombre tranquilo lo ganó compitiendo nada
menos que con Cecil B. de Mille, John Huston y Joseph L. Mankiewicz...
Solo una vez se quedó nominado pero
sin premio, en 1940 con La diligencia, que con siete nominaciones
(incluidas mejor película y dirección) tuvo que competir con la mejor añada de
la historia, la Ninotchka de Greta Garbo dirigida por el genial Lubitsch,
la fascinante fantasía de El Mago de Oz, el soberbio melodrama Tú y
yo, o Cumbres borrascosas, de William Wyler... aunque ese año hubo
una tormenta que lo arrasó todo, Lo que el viento se llevó. Pese al
huracán del Sur, La diligencia ganó dos estatuillas.
Joseph August, su veterano operador
de cámara en muchas películas, contaba que rodando un plano muy largo de El
delator, en el que el actor avanzaba por una larga calle, de pronto vio
todo negro. Ford había puesto la mano delante del objetivo; al poco la quitó.
“¡Estaba haciendo el montaje mientras rodábamos!”, reconocía admirado el
operador. Con El delator Ford ganó su primer Oscar, 20 años después de
saltar de un caballo a un tren mientras dirigía The Tornado.
La obsesión por los autorretratos ha llevado
al ser humano a demostrar su estupidez sin importar el lugar, la altura o las
consecuencias: cualquier cosa vale para tener el selfie más original y
sorprendente.
Etiquetas: Grandes personajes, Tardes de cine y palomitas
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