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lunes, noviembre 6

John Ford, el titán del cine



(Un artículo de Luis Reyes en la revista Tiempo del 3 de marzo de 2017)

El benjamín de una docena de hijos de emigrantes irlandeses tenía que espabilar en la vida. Con solo 17 años, John Martin Feeney, Jack para los amigos, abandonó su Maine natal para ir justo a la otra punta de Estados Unidos, al sur de California. Corría el año 1913 y tiró de él su hermano mayor, Frank, que se había abierto camino en el mundo del cine, en un anodino lugar recién escogido por algunas productoras para abrir sus estudios: Hollywood.

El joven Jack tenía un buen cuerpo, era jugador de fútbol americano y en Portland le llamaban el Toro por su violenta acometida, de modo que llegó a Hollywood dispuesto a embestir contra lo que le pusieran por delante. Recién llegado su hermano, que había disimulado su estirpe irlandesa adoptando el nombre artístico de Francis Ford, lo metió en una película que él protagonizaba –Francis era actor y director–, El honor del regimiento. Una premonición, pues durante su larga y densa carrera el honor y la milicia iban a ser un tema obsesivo para John Ford.

Como era hermano de Francis Ford todos le llamaban “Jack Ford”, el nombre artístico de sus primeros diez años de carrera. Desde el inicio de esta, Jack Ford mostró una gran versatilidad, era el chico para todo, lo mismo encarnaba un papel protagonista que hacía de extra, se encargaba del atrezo, manejaba una cámara o era ayudante de dirección, y por supuesto contaban con él para que hiciera de doble en las escenas peligrosas.

Durante el rodaje de El nacimiento de una nación, la obra maestra de Griffith, Jack era uno de los jinetes del Ku Klux Klan que se lanzaban a salvajes cabalgadas. Esos papeles tenían su riesgo, Jack se cayó del caballo y se lesionó. No pudo seguir trabajando, pero se quedó en el rodaje, fascinado por la forma de hacer cine de Griffith. Durante toda su vida, eso fue lo más cerca de una escuela de cine en la que estuvo John Ford, que reconocería en Griffith a un maestro.

Al decir que Jack Ford era el chico para todo no hay un ápice de exageración. Un día que la Universal dio una gran fiesta en los estudios para agasajar a su fundador, Carl Laemmle, le pidieron a Jack que trabajase de camarero. No que actuase de camarero, sino que sirviera bebidas. Lo hizo y como la fiesta terminó muy tarde, se quedó a dormir en los estudios. Al día siguiente volvió Laemmle, pero en visita de trabajo. Era temprano y no había llegado ningún director, por la resaca de la fiesta, así que un directivo le pidió a Jack que montase un rodaje para el gran jefe. Jack encontró a un grupo de vaqueros con sus caballos y decidió dar una cabalgada como las de El nacimiento de una nación. Se puso al frente del escuadrón y recorrió los estudios a galope tendido, lanzando gritos de guerra como si fuera un indio salvaje. Muchos años después, cuando Ford era un director de culto y cualquier frase suya se registraba como una genialidad, diría: “Dos de las cosas más bellas del mundo son un caballo galopando y una pareja bailando un vals”. Realmente ningún director ha sacado tanto partido a un caballo corriendo, y por supuesto metía bailes en sus películas a la menor excusa. Pero lo que nos interesa es que a Laemmle le llamó la atención su galopada y dijo que le encargasen dirigir una película a aquel chico “que sabía gritar tan bien”.

Su primera película

Así se convirtió Jack Ford en director en 1917, cuando le encomendaron The Tornado, un western hoy perdido donde además de dirigir hacía de protagonista, saltando desde un caballo al galope a un tren en marcha, y luego del tren al caballo. Lo más curioso es que Ford no se acordaría de cuál fue su primera película, y siempre dijo que empezó como director con The Soul Herder (“El pastor de almas”), que en realidad fue la cuarta. Hay que tener en cuenta que en ese primer año de director realizó nueve películas.

Ha habido mejores directores que John Ford, genios deslumbrantes, innovadores revolucionarios o analistas profundos del alma humana, pero seguramente nadie ha aportado tanto al cine en términos de cantidad y calidad combinadas. En cuanto a sus cifras, dirigió 146 películas y tocó todos los palos, todos los géneros, desde el musical al drama, desde el western a la comedia, por no hablar de su faceta documental, que le llevó a la batalla de Midway –donde fue herido mientras manejaba una cámara– o al desembarco de Normandía. Desempeñó además todas las tareas importantes que hay alrededor de una película, guionista, productor, operador de cámara o montador, por no hablar de su carrera de intérprete en todos los escalones: figurante, especialista, doble, actor de reparto y protagonista.

En cuanto a su calidad, si decimos que ganó cuatro Oscar al mejor director –además de uno de documental y muchas otras estatuillas y nominaciones para películas suyas– no decimos nada, porque lo importante de sus premios es con quién compitió para ganarlos. Los auténticos triunfos, esos que permitían a un romano sentirse un dios al desfilar por Roma, tienen que ser frente a grandes adversarios, como en 1942, cuando Qué verde era mi valle le arrebató los premios como mejor película y dirección a Ciudadano Kane, de Orson Welles, que muchos críticos consideran la mejor película de la historia. Las uvas de la ira tuvo que medirse y ganar a Rebeca, de Hitchcock, Historias de Filadelfia, de Cukor, y El gran dictador, de Chaplin. Su último Oscar de dirección por El hombre tranquilo lo ganó compitiendo nada menos que con Cecil B. de Mille, John Huston y Joseph L. Mankiewicz...

Solo una vez se quedó nominado pero sin premio, en 1940 con La diligencia, que con siete nominaciones (incluidas mejor película y dirección) tuvo que competir con la mejor añada de la historia, la Ninotchka de Greta Garbo dirigida por el genial Lubitsch, la fascinante fantasía de El Mago de Oz, el soberbio melodrama Tú y yo, o Cumbres borrascosas, de William Wyler... aunque ese año hubo una tormenta que lo arrasó todo, Lo que el viento se llevó. Pese al huracán del Sur, La diligencia ganó dos estatuillas.

Joseph August, su veterano operador de cámara en muchas películas, contaba que rodando un plano muy largo de El delator, en el que el actor avanzaba por una larga calle, de pronto vio todo negro. Ford había puesto la mano delante del objetivo; al poco la quitó. “¡Estaba haciendo el montaje mientras rodábamos!”, reconocía admirado el operador. Con El delator Ford ganó su primer Oscar, 20 años después de saltar de un caballo a un tren mientras dirigía The Tornado. 

La obsesión por los autorretratos ha llevado al ser humano a demostrar su estupidez sin importar el lugar, la altura o las consecuencias: cualquier cosa vale para tener el selfie más original y sorprendente.

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