La excomunión de Enrique VIII (I): Un buen católico
(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 7 de
septiembre de 2007)
Un divorcio empujó a Enrique VIII a seguir el camino inverso
de Tony Blair y convertirse al protestantismo, aunque era católico de corazón.
En sus primeros años Enrique VIII era un bastión del
catolicismo. Persiguió a los luteranos con la saña habitual en la época, lo que
le valió que el Papa León X le otorgase el título de Defensor Fides, Defensor
de la Fe, que curiosamente han conservado los monarcas protestantes ingleses.
Como tenía veleidades intelectuales se atrevió incluso a lo
que Carlos V, campeón del catolicismo, no osaba: enfrentarse teológicamente con
Lutero escribiendo de su mano –se supone que con “asesoramiento”- la Assertio
Septe Sacramentorum (Defensa de los Siete Sacramentos). El Papa le llamó
entonces Inclitissimus, el más ilustre. Todo iba bien hasta que se le cruzó una
mujer...
Extraña pasión
Más que una mujer era casi una niña: Ana, la hermana pequeña
de su amante, María Bolena. Fue una extraña pasión. Ana no era hermosa ni tenía
la experiencia amatoria que apreciaba él. Dado que se había encaprichado y era
un rey absoluto que no toleraba contrariar su voluntad, podía haber hecho de
Ana su concubina, como había hecho con tantas otras... Pero quiso hacerla su
reina.
Enrique VIII tenía en realidad sensatas razones para querer
una nueva esposa. Llevaba cerca de veinte años casado con Catalina de Aragón,
la hija menor de los Reyes Católicos, y no había conseguido un príncipe
heredero. Catalina había tenido cinco hijos que nacieron muertos o murieron
enseguida, y muchos abortos, pero sólo una niña sobrevivió, la futura reina
María Tudor.
Inglaterra había pasado hacía poco por una terrible guerra
dinástica, la de las Dos Rosas, y no era generalmente aceptado que una mujer
pudiese reinar. La razón de Estado exigía, por tanto, que Enrique tuviese un
heredero varón que asegurase la paz sucesoria, y Catalina parecía agotada. Era
razonable buscar una nueva esposa. Que ésta fuera la adolescente Ana Bolena era
ya capricho real. Enrique envió embajadores a Roma para negociar la anulación
de su matrimonio, algo que no era raro. Los soberanos, a poca influencia que
tuvieran con el Papa, solían alcanzar ese privilegio. Además, cuando se planteó
el matrimonio de Enrique con Catalina de Aragón, joven viuda de su hermano
mayor, el Papa Julio II lo había desaconsejado, aunque al final cedió a la
presión de Fernando el Católico.
Sin embargo, cuando los negociadores ingleses llegaron a
Roma, no ocupaba la sede de San Pedro el poderoso Julio II, sino el baqueteado
Clemente VII, que hacía poco había sufrido el Saco de Roma a manos del ejército
del Emperador. El castigo del Saco (véase “Tiempo” nº 1.307) había sido tan
traumático que Clemente VII temblaba ante un posible enfado de Carlos V,
sobrino de Catalina y jefe de la Casa Real española a la que ésta pertenecía.
El Papa se había convertido en una marioneta de Carlos V, y
de hecho, los hombres de confianza del Emperador en la Corte pontificia
boicotearon a los embajadores ingleses impidiendo prácticamente que se
entrevistaran con el Papa. Clemente VII no podía actuar en contra de la
voluntad del rey de España y emperador, pero tampoco quería que se enfadara “el
Defensor de la Fe”. Tuvo una astuta ocurrencia: ¿Por qué no se metía a monja
Catalina de Aragón? Si la reina de Inglaterra decía que quería entrar en un
convento, el Papa anularía el matrimonio sin que nadie se sintiera ofendido.
Pero Catalina no quiso hacerse monja. Es más, lo rechazó de plano y dijo que a
una hija de los Reyes Católicos no le quitaba nadie la condición de reina.
El cardenal Wolsey, canciller del rey, pretendía evitar una
ruptura con Roma y maniobró hábilmente para abrir el proceso de nulidad
matrimonial en Londres, aunque bajo la presidencia de un legado papal, el
cardenal Campeggio.
Vacaciones
Pero la maniobra no funcionó. Presionado por el Rey
Católico, Clemente VII utilizó un recurso procesal, las vacaciones de la Curia
romana, para suspender el proceso en Londres con la intención de que jamás se
reiniciase. Nunca unas vacaciones tuvieron mayores efectos en la Historia de
Europa. Al fracasar su plan, Wolsey cayó en desgracia, lo que en tiempos de
Enrique VIII suponía una mazmorra en la Torre de Londres y el tajo del verdugo.
El anciano cardenal tuvo la prudencia de morirse antes de llegar a la prisión,
pero con su fallecimiento desapareció la infl uencia política que pretendía
evitar a toda costa el cisma con Roma. Ascendieron entonces en el favor de
Enrique VIII consejeros de talante protestante que lo animaban a la ruptura
(ver recuadro). Sin embargo, Enrique VIII era un católico de corazón, un
antiluterano convencido, y no quería salirse de la Iglesia Católica. Intentó
una estrategia de presiones sobre el Papa, políticas y económicas. Al fin y al
cabo, muchos soberanos católicos se había enfrentado con Roma sin salirse de la
Iglesia y Carlos V era el más claro ejemplo de ello.
Pero el tour de force de Enrique VIII le metió en un
callejón sin salida. La política de “cuanto peor, mejor”, le llevaría a la
excomunión.
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia, s. XVI
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home