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miércoles, mayo 23

La excomunión de Enrique VIII (I): Un buen católico


(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 7 de septiembre de 2007)

Un divorcio empujó a Enrique VIII a seguir el camino inverso de Tony Blair y convertirse al protestantismo, aunque era católico de corazón.

En sus primeros años Enrique VIII era un bastión del catolicismo. Persiguió a los luteranos con la saña habitual en la época, lo que le valió que el Papa León X le otorgase el título de Defensor Fides, Defensor de la Fe, que curiosamente han conservado los monarcas protestantes ingleses.

Como tenía veleidades intelectuales se atrevió incluso a lo que Carlos V, campeón del catolicismo, no osaba: enfrentarse teológicamente con Lutero escribiendo de su mano –se supone que con “asesoramiento”- la Assertio Septe Sacramentorum (Defensa de los Siete Sacramentos). El Papa le llamó entonces Inclitissimus, el más ilustre. Todo iba bien hasta que se le cruzó una mujer...

Extraña pasión

Más que una mujer era casi una niña: Ana, la hermana pequeña de su amante, María Bolena. Fue una extraña pasión. Ana no era hermosa ni tenía la experiencia amatoria que apreciaba él. Dado que se había encaprichado y era un rey absoluto que no toleraba contrariar su voluntad, podía haber hecho de Ana su concubina, como había hecho con tantas otras... Pero quiso hacerla su reina.

Enrique VIII tenía en realidad sensatas razones para querer una nueva esposa. Llevaba cerca de veinte años casado con Catalina de Aragón, la hija menor de los Reyes Católicos, y no había conseguido un príncipe heredero. Catalina había tenido cinco hijos que nacieron muertos o murieron enseguida, y muchos abortos, pero sólo una niña sobrevivió, la futura reina María Tudor.

Inglaterra había pasado hacía poco por una terrible guerra dinástica, la de las Dos Rosas, y no era generalmente aceptado que una mujer pudiese reinar. La razón de Estado exigía, por tanto, que Enrique tuviese un heredero varón que asegurase la paz sucesoria, y Catalina parecía agotada. Era razonable buscar una nueva esposa. Que ésta fuera la adolescente Ana Bolena era ya capricho real. Enrique envió embajadores a Roma para negociar la anulación de su matrimonio, algo que no era raro. Los soberanos, a poca influencia que tuvieran con el Papa, solían alcanzar ese privilegio. Además, cuando se planteó el matrimonio de Enrique con Catalina de Aragón, joven viuda de su hermano mayor, el Papa Julio II lo había desaconsejado, aunque al final cedió a la presión de Fernando el Católico.

Sin embargo, cuando los negociadores ingleses llegaron a Roma, no ocupaba la sede de San Pedro el poderoso Julio II, sino el baqueteado Clemente VII, que hacía poco había sufrido el Saco de Roma a manos del ejército del Emperador. El castigo del Saco (véase “Tiempo” nº 1.307) había sido tan traumático que Clemente VII temblaba ante un posible enfado de Carlos V, sobrino de Catalina y jefe de la Casa Real española a la que ésta pertenecía. 

El Papa se había convertido en una marioneta de Carlos V, y de hecho, los hombres de confianza del Emperador en la Corte pontificia boicotearon a los embajadores ingleses impidiendo prácticamente que se entrevistaran con el Papa. Clemente VII no podía actuar en contra de la voluntad del rey de España y emperador, pero tampoco quería que se enfadara “el Defensor de la Fe”. Tuvo una astuta ocurrencia: ¿Por qué no se metía a monja Catalina de Aragón? Si la reina de Inglaterra decía que quería entrar en un convento, el Papa anularía el matrimonio sin que nadie se sintiera ofendido. Pero Catalina no quiso hacerse monja. Es más, lo rechazó de plano y dijo que a una hija de los Reyes Católicos no le quitaba nadie la condición de reina.

El cardenal Wolsey, canciller del rey, pretendía evitar una ruptura con Roma y maniobró hábilmente para abrir el proceso de nulidad matrimonial en Londres, aunque bajo la presidencia de un legado papal, el cardenal Campeggio.

Vacaciones

Pero la maniobra no funcionó. Presionado por el Rey Católico, Clemente VII utilizó un recurso procesal, las vacaciones de la Curia romana, para suspender el proceso en Londres con la intención de que jamás se reiniciase. Nunca unas vacaciones tuvieron mayores efectos en la Historia de Europa. Al fracasar su plan, Wolsey cayó en desgracia, lo que en tiempos de Enrique VIII suponía una mazmorra en la Torre de Londres y el tajo del verdugo. El anciano cardenal tuvo la prudencia de morirse antes de llegar a la prisión, pero con su fallecimiento desapareció la infl uencia política que pretendía evitar a toda costa el cisma con Roma. Ascendieron entonces en el favor de Enrique VIII consejeros de talante protestante que lo animaban a la ruptura (ver recuadro). Sin embargo, Enrique VIII era un católico de corazón, un antiluterano convencido, y no quería salirse de la Iglesia Católica. Intentó una estrategia de presiones sobre el Papa, políticas y económicas. Al fin y al cabo, muchos soberanos católicos se había enfrentado con Roma sin salirse de la Iglesia y Carlos V era el más claro ejemplo de ello.

Pero el tour de force de Enrique VIII le metió en un callejón sin salida. La política de “cuanto peor, mejor”, le llevaría a la excomunión.

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