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martes, marzo 12

Barkley Marathon: la carrera sádica

(Un texto de Daniel Méndez en la revista XLSemanal del 29 de abril de 2018)

Nada es convencional en esta ultramaratón. Cada año, unos 40 corredores intentan recorrer 161 kilómetros en 60 horas en un endiablado escenario en Tennessee. Solo 15 personas lo han conseguido en más de 30 años. Así es la Barkley Marathons.

“Es mi desafortunado deber informarle de que su nombre ha sido seleccionado para la Barkley Marathons, que tendrá lugar en el parque de Frozen Head, en el estado de Tennessee, Estados Unidos”.

Con esta peculiar carta se informa al solicitante de que ha sido admitido a una de las pruebas deportivas más duras -y peculiares- del mundo. Hay ironía, sí, pero también un aviso a navegantes. «Le anticipo que esta empresa no le llevará más que a un período de sufrimiento indecible, al final del cual probablemente no encuentre más que fracaso y humillación», continúa la misiva. Y no miente. Los participantes tienen 60 horas para recorrer 100 millas (unos 161 kilómetros) en mitad de un tupido bosque y con un desnivel acumulado de 18.300 metros (el Kilimanjaro, por ejemplo, alcanza los 5895 metros).

Los pocos que lo consiguen apenas pueden dormir diez minutos en los dos días y medio que dura la prueba. Cuentan con un mapa y algunos puntos donde deben pasar sí o sí. Lo demuestran arrancando una página concreta de un libro escondido en el bosque. Al final de la prueba, deben entregar cinco páginas. No hay apenas asistencia y la ingesta de líquidos o alimento es casi inexistente. ¿Una locura? Sin duda. Todo en esta carrera es excepcional, irreverente incluso.

El proceso de selección es un secreto. No hay página web oficial del evento y las normas no se explicitan, porque, dicen, si realmente quieres participar ya te encargarás tú de averiguar el modo de que te admitan. La inscripción exige el pago de una cuota de 1,60 dólares y la entrega de una matrícula de coche de la localidad natal del competidor. cuelgan decenas de ellas en el bosque. Los que repiten en el intento pueden ahorrarse la matrícula: basta con que entreguen un par de calcetines. Los que ya han superado el reto pero deciden repetir deben llevar un paquete de Camel para el organizador.

El hombre que maneja el cotarro se llama Gary Cantrell. Él decide quién puede participar y quién no, en parte leyendo la carta de presentación que cada solicitante debe hacerle llegar. «Por qué deberían permitirme correr en Barkley» se titula. Y también define el momento exacto en que comenzará la competición, algo que los participantes no saben: una manera de incrementar la presión, asegura Cantrell. Lo anuncia haciendo sonar una caracola marina y, una hora más tarde, da el pistoletazo de salida encendiéndose un cigarrillo.

Puede ocurrir por la mañana temprano o a la una de la madrugada. Es el momento en que los corredores se lanzan monte arriba. La gran mayoría abandona antes de terminar: la edición de este año, celebrada a finales de marzo, se saldó sin victoria. Ninguno de los 40 participantes logró superar la prueba. Entre ellos había por vez primera un español, el catalán Josep Barberillo. Logró finalizar una vuelta al circuito. Todo un logro. Pero todas las miradas estaban puestas en el canadiense Gary Robbins. Corredor de ultramaratones -como el propio Barberillo y la gran mayoría de los solicitantes- Robbins lo intentaba por tercera vez. El año pasado consiguió llegar a la meta… Pero con seis segundos de retraso. Recibió la noticia tirado en el suelo, incapaz de moverse, mientras su mujer, llorando, lo consolaba.

Minutos más tarde abrazaba a Gary Cantrell. «Gracias por una estupenda carrera», decía con maneras de buen perdedor. Había sufrido alucinaciones durante las últimas horas, se había jugado la vida atravesando un río que estaba fuera de la ruta e incluso había llegado a olvidar quién era la persona que corría delante de él durante las primeras cuatro vueltas. Era otro corredor, John Kelly, que sí consiguió terminar en 55 horas y 30 minutos. Se conocían de sobra, pero el esfuerzo inhumano que se ven obligados a realizar los corredores les hace perder la cabeza, literalmente.

Para muchos es una locura sin más. Para otros, el reto más excitante. ¿Pero de dónde vienen estas estrictas normas? Fue Gary Cantrell -hoy, un fornido señor de 64 años- quien tuvo la idea en 1985. Conoció entonces la frustrante peripecia vivida en 1977 por James Earl Ray, el hombre que había asesinado a Martin Luther King Jr., tras escaparse de la cárcel de Brushy Mountain (que hoy forma parte del recorrido de la Barkley Marathons). Durante las 54 horas que duró su evasión, Ray apenas logró recorrer 13 kilómetros. «Yo podría recorrer 160 kilómetros en ese tiempo», fanfarroneó un corredor local. Era Gary Cantrell, el hombre que puso en marcha el evento un año más tarde, y desde entonces lo dirige con una autoridad algo arbitraria pero aceptada de buen grado por los participantes: entre 35 y 40 personas lo intentan en cada edición… Solo 15 lo han conseguido hasta hoy.

Notas:
The Barkley Marathons. The race that eats Its young. Un documental rodado durante la edición de 2014. Netflix.

Lo abrupto del terreno, la lluvia y los charcos que se deben atravesar destrozan los pies de los corredores, por muy sofisticado calzado que lleven. La mayoría se retira.

En la carrera no hay sendas marcadas, pueden avanzar como quieran mientras alcancen cinco postas determinadas. Para orientarse, solo se pueden llevar un mapa y una brújula. Hay un tiempo límite: 60 horas.

El parque Frozen Head State tiene un terreno tan abrupto y sus colinas son tan empinadas y escabrosas que por eso se instaló allí una cárcel de máxima seguridad. Nadie podría escapar nunca.

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