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miércoles, julio 24

La Primera Guerra Mundial: la guerra que nadie ganó

(Un texto de Juan Eslava Galán en el XLSemanal del 4 de noviembre de 2018)

La Primera Guerra Mundial, que los generales y políticos anunciaron como corta y gloriosa, duró cuatro años y se saldó con millones de muertos. Un conflicto cerrado en falso que dio paso a una masacre aún mayor.

La llamaron la Gran Guerra y los ufanos pueblos de Europa que dominaban el mundo (y saqueaban sus recursos) fueron a ella con inconsciente alegría. «Para Navidad, en casa», auguraron los mandatarios. Y el pueblo los creyó. La juventud vistió el uniforme entusiasmada, la cabeza llena de ideas románticas, para esta guerra que presumían corta y gloriosa y, a la postre, se convirtió en un matadero.

Generales de cuidados bigotes, las botas lustradas por asistentes que oficiaban como mayordomos, se inclinaban sobre los mapas de sus estados mayores, casi siempre instalados en lujosos chateaux, lejos del frente, para aplicar tácticas obsoletas heredadas de las guerras napoleónicas. Tarde comprendieron que la ametralladora, la alambrada, la letal artillería, la aviación y los gases asfixiantes exigían nuevas ideas y una radical renovación del pomposamente denominado ‘arte de la guerra’.

Mientras lo comprendieron, siguieron enviando a la muerte a cientos de miles de jóvenes para recuperar unos kilómetros de tierra que al mes siguiente cederían de nuevo. Se sucedían las Navidades y nadie volvía a casa como no fuera mutilado. La pugna a topa carnero se prolongó durante cuatro interminables años.

En la Navidad de 1918, la mayoría de las familias alemanas viste sus holgados trajes de fiesta (todos han adelgazado debido al hambre) para compartir una triste patata cocida en un sopicaldo ersatz (‘sucedáneo’) hecho con una pastilla terrosa que vagamente recuerda a la carne.

En la calle, masas obreras hambrientas reclaman una revolución como la bolchevique que recientemente ha liberado a Rusia de la guerra.

Los alemanes combaten en suelo francés, lo que teóricamente significa que llevan las de ganar, pero el bloqueo marítimo al que los someten los ingleses impide la entrada en Alemania de alimentos o materias primas. Por otra parte, desde que EE.UU. entró en la guerra la balanza se ha inclinado inexorable a la parte del bando aliado.

Los técnicos exponen la situación al general Ludendorff, virtual dictador de Alemania. el pueblo se muere de hambre, en las fábricas las mujeres se desvanecen sobre las máquinas. No podemos suministrar más armas ni más raciones. O sea, hemos perdido la guerra. Ludendorff es consciente de que ha rebañado el fondo del caldero. Las famélicas tropas alemanas están a punto de amotinarse. No queda otra que rendirse, pero para que el honor del Ejército quede a salvo devuelve el poder al Parlamento. Que los civiles soliciten el armisticio y carguen con el deshonor de la rendición.

Arrogantes en la victoria, feroces en la guerra, cobardes en la derrota, los generales prusianos dejan que el Parlamento burgués y obrero cargue con la responsabilidad de la rendición. De este modo podrán justificarse ante la historia. «Que conste que cuando depusimos las armas estábamos ganando la guerra, puesto que ocupábamos suelo extranjero en todos los frentes».

La depauperada población se entera por los periódicos de que Alemania se ha convertido, de la noche a la mañana, en una democracia parlamentaria. El orgulloso imperio que pretendía extender su dominio por Europa y parte de Asia se transforma en una prosaica república socialdemócrata.

El presidente americano Wilson, el pacifista que entró en guerra forzado por los acontecimientos, exige antes de firmar nada que Alemania deponga las armas y se convierta en un estado constitucional.

El canciller germano aprueba en pocos días profundas reformas para democratizar la nación. Demasiado tarde. Estalla la revolución que se estaba gestando entre la población.

El 7 de noviembre de 1918, en el bosque de Compiègne, cerca del frente, se reúnen la delegación francesa y alemana para tratar el armisticio. El mariscal Foch, el francés, observa un momento a los alemanes sin esforzarse en disimular el desprecio. «Pregúntele a estos caballeros qué desean», ordena al intérprete. Erzberger, el alemán, titubea. «Creo que estamos aquí para discutir los términos del armisticio». Foch se dirige nuevamente al intérprete. «Haga saber a estos caballeros que no hay nada que discutir. Y léales el pliego de condiciones».

Retirada inmediata de los territorios ocupados en Francia y Bélgica, devolución de las disputadas provincias de Alsacia y Lorena, desmilitarización de una franja de treinta kilómetros a lo largo del Rin. Además, Alemania debe entregar las armas pesadas y reducir su Ejército a cien mil hombres.

El armisticio se fija el 11 de noviembre a las once de la mañana. En los frentes reina una quietud glacial. Oficiales y tropa están pendientes del reloj. Al dar las once, un clamor se eleva de las trincheras. Gorros al aire. Abrazos. Lágrimas que dejan regueros claros al deslizarse por rostros atezados de mugre e intemperie. Los camiones de la munición acarrean vino y raciones suplementarias. A lo largo de todo el frente, los uniformes caquis se mezclan con los grises en tierra de nadie y se abrazan bailando y saltando.

El presidente Wilson pronuncia unas palabras históricas. «Les prometo que esta va a ser la última guerra, la guerra que acabará con todas las guerras».

El 28 junio de 1919, quinto aniversario del asesinato de Sarajevo que lo empezó todo, los representantes de los aliados se reúnen en el Salón de los Espejos del palacio de Versalles (París) para ajustarle las cuentas a Alemania. El alma de las deliberaciones es Clemenceau, apodado el Tigre, e impone condiciones draconianas. Alemania cederá sus colonias y parte del territorio nacional. Además, tendrá que abonar a los vencedores una enorme indemnización.

Los aliados creen haberse asegurado de que la vencida Alemania no volverá a levantar cabeza para disputarles los mercados internacionales, pero el desproporcionado castigo y la humillación llevarán al pueblo alemán a aceptar el liderazgo revanchista de Hitler, lo que conducirá fatalmente a la Segunda Guerra Mundial, aún más mortífera y destructiva que la Primera.

En realidad, globalmente consideradas, las dos guerras fueron una misma con un descanso intermedio o, en otros términos, el suicidio de Europa.

La voz de las mujeres
La movilización masiva de los hombres dejó vacantes millones de puestos de trabajo en fábricas, oficinas, escuelas y servicios que ocuparon las mujeres. Gracias a ellas, los países siguieron funcionando y la industria generó las inmensas cantidades de material que la guerra demandaba. Al término de la contienda, muchas mujeres que habían aprendido a ganarse la vida por sí mismas, sin depender de un hombre, se resistieron a regresar a casa. habían descubierto que el trabajo remunerado las liberaba de la servidumbre del hogar. Pronto consiguieron el derecho a votar en Gran Bretaña, Alemania, Estados Unidos, Turquía y Rusia.

Notas:
Más de siete millones de soldados fueron hechos prisioneros de guerra.

Murieron más de nueve millones de soldados y otros trece millones de civiles.

Matar de hambre a Alemania. Ese era el fin del bloqueo británico económico-militar a Berlín. Cerca de 500.000 alemanes murieron de hambre.

La batalla de Verdún fue la más larga de la guerra y la segunda más sangrienta, tras el Somme.

La guerra produjo millones de mutilados, más de la mitad de los heridos. El desastre propició, de hecho, el mayor salto tecnológico en el campo de las prótesis.

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