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lunes, diciembre 23

Mujercitas: ¿Por qué seguimos queriendo ser Jo March?

(Un artículo de Lola Fernández en la revista Mujer de Hoy del 15 de diciembre de 2018)

A 150 años de la publicación de Mujercitas, perdura la magia que el personaje de Jo March obró en las lectoras adolescentes, fascinadas por la indomable aspirante a escritora que nos mostró que otras maneras de ser mujer eran posibles.

Algo maravilloso sucede cuando, en cualquier conversación entre mujeres, sale a relucir el nombre de Jo March. Se activa una corriente de simpatía instantánea, un reconocimiento mutuo capaz de diluir las diferencias más inabarcables. Como Proust al olor de su magdalena, volvemos a ese momento en el que nos soñamos rebeldes, aventureras, independientes, “distintas”. ¡Incluso escritoras! No conozco a ninguna lectora de Mujercitas, la novela que Louisa May Alcott (Filadelfia, 1832-Boston, 1888) publicó hace 150 años, que recuerde de la misma manera a Meg, la maternal hermana mayor; a Beth, encarnación de la bondad; o a Amy, tan bella como terrenal en sus aspiraciones. Si Mujercitas permanece lo hace por Jo y sus circunstancias: es la tensión entre su idealismo romántico y la cruda realidad lo que la convierte en inolvidable.

Todas tenemos en mente la peripecia argumental de Mujercitas, un cuento moral destinado a guiar el tránsito de niñas a mujeres de las jovencitas del finales del siglo XIX. A lo largo de un año, entre las Navidades de 1863 y 1964, las March sobreviven a sus estrecheces económicas y esperan el regreso del cabeza de familia de la Guerra Civil.

Las lecturas canónicas de la novela inciden en su tono conservador: la narración defiende los valores victorianos de la familia, la importancia de la honradez y el decoro, la dignidad de la pobreza y, sobre todo, un concepto de la feminidad basado en “la dulzura de la abnegación y el dominio de una misma”, en palabras de Marmee, la madre. Sin embargo, la mirada feminista ha encontrado matices que son la clave de su duradero poder de seducción y a Jo como prometedor anuncio de la inminente mujer moderna. Probablemente por eso, el cine ha confiado su personaje a actrices con una feminidad, al menos, traviesa: Katherine Hepburn (en 1933), June Allyson (en 1949), Winona Ryder (en 1994) y Saoirse Ronan, en la versión de Greta Gerwig que se estrena [en 2019].

Jo no se aviene a encajar en el estrecho molde de la feminidad de la época: corre, salta, ironiza, lee sin parar, no se deja alcanzar por las ansiedades de la vanidad ni se traiciona a sí misma por agradar. No es que se distinga por su inteligencia, sino que no la esconde. Cuando Alcott hace que venda su melena para llevar dinero a casa, muestra lo que le importa su valoración en el mercado matrimonial al que las mujeres estaban destinadas. Más aún: remarca que no se lee a sí misma bajo la narrativa única de lo femenino. Aunque llora secretamente por su “única belleza”, su impulso es el del héroe épico. Cómo esperar menos de una letraherida que devora Ivanhoe igual que muchas leímos a Julio Verne o a Stevenson. La literatura pudo expulsar a las mujeres del universo de lo heroico, pero no liquidó a la heroína que podemos llevar dentro.

Un primer momento épico de Jo tiene que ver con su deseo de autonomía a través del trabajo: quiere ganarse la vida y empieza a hacerlo acompañando a su malhumorada tía March. Escribe Alcott: “El pensamiento de que trabajaba para ganarse su vida, aunque ganara poco, la hacía feliz”. Muchas décadas antes de que las mujeres rompiéramos la mística de la feminidad y defendiéramos nuestro derecho a realizarnos a través del ejercicio de una profesión, ella ya experimentaba el efecto emancipador de la independencia económica. Cuando vendió su primer cuento, “derramó algunas lágrimas ingenuas, porque ser independiente y ganar las alabanzas de las personas que amaba eran los deseos más ardientes de su corazón”. De hecho, en el desenlace de la historia, la única condición que pone al que se convertirá en su marido no es seguir escribiendo, sino seguir trabajando como maestra.

Jo, nos lo dice a las claras su creadora, no es una muchacha particularmente agraciada. Su disidencia del modelo de mujer dulce, bella y sumisa que ordenaba el canon victoriano es central. La insumisión de Jo aún producía un efecto sanador en los años 50, cuando Patti Smith leyó el relato de Alcott. “Ningún libro me sirvió mejor como guía, cuando empecé a recorrer mi camino de juventud, que Mujercitas –escribe en el prólogo de la edición que conmemora el 150 aniversario de su publicación–. Yo era una soñadora flacucha de solo 10 años. La vida ya empezaba a plantear retos para un chicazo torpe que crecía en los 50”.

Muchas niñas de los 80 aún nos refugiamos en Jo para vindicar nuestro imperfecto acomodo en los femenino y seguramente muchas seguirán haciéndolo: no importan tanto qué requisitos debamos reunir las mujeres, como la persistencia de los mismos. Susan Sarandon, la última actriz que ha dado vida a Marmee (la madre), resumió el argumento de la novela dando en el clavo de su triste vigencia: “Trata de unas mujeres jóvenes que deben decidir su destino en un mundo que limita sus opciones”. Susan Cheever, autora de la última biografía de Alcott, coincide al explicar su duradera magia: “Lo deprimente del éxito de Mujercitas es que confirma qué poco han cambiado las cosas para las mujeres”.
El corsé de lo femenino, esa sombra mutante que aún nos persigue, es la que nos hace conectar con heroínas victorianas como las March o las Bennet, las hermanas protagonistas de Orgullo y prejuicio, escrita por Jane Austen en 1813. A través de ellas, sucesivas generaciones de mujeres seguimos haciendo catarsis de las imposiciones varias de la feminidad, desde el cultivo de la belleza, el silencio o la docilidad hasta la conveniencia social y económica de emparejarse. “Ser amada y distinguida por un hombre bueno es lo mejor que puede ocurrirle a una mujer”, confiesa Marmee a sus hijas.
Tanto Elizabeth Bennet como Jo March representan la independencia de carácter, la individualidad que se niega automáticamente a las mujeres, pastoreadas por lo social para cultivar el guion único de la esposa y madre (las idénticas, en definición de la filósofa Celia Amorós). Por eso Jane Austen y Louisa May Alcott concedieron a sus criaturas maridos de ficción que les permitieran persistir mínimamente en su diferencia. La decisión fue especialmente dura para Alcott: quería que Jo fuera, como ella misma, solterona declarada, pero las fans la inundaron de cartas pidiéndole que la casara.

Otra gran heroicidad de Jo tiene que ver con su deseo de escribir, una manera de crear un mundo que ha sido vedado a las mujeres, a las que se nos supone ya privilegiadas gracias a la maternidad. La vocación autoral de Jo es subversiva aún hoy, de ahí la impresionante nómina de escritoras que citan a la joven March como inspiración: Doris Lessing, Margaret Atwood, Cynthia Ozick, J.K. Rowling, Ursula K. Le Guin, Joyce Carol Oates... En La amiga estupenda, la misteriosa Elena Ferrante hace que Lila y Lenú se junten cada día durante meses para leer Mujercitas. “Tantas veces –explica Lenú– que el libro se empezó a hacer jirones y a ensuciar con el roce de las manos; perdió el lomo, se descosió, y hasta se le salieron hojas. Sin embargo, era nuestro libro, lo queríamos con todo el corazón”.

“Después de leer Mujercitas era imposible no querer ser escritora, leer en voz alta, vender el pelo y entregar el dinero a una buena causa”, ha confesado la escritora Pilar Adón. La poeta Elena Medel decía en el prólogo a la edición ilustrada de Lumen (2014): “Jo March y su tesón te enseñan a confiar en los objetivos que te propones”. Marta Sanz se confiesa alérgica al moralismo religioso y el tono sensiblero de Mujercitas, pero reconoce en Jo un anuncio de algunas de las propuestas de Virginia Woolf: “Jo es capaz de hacerse con esa independencia y con ese cuarto propio sin los que la escritura, desde el punto de vista de la autora de Orlando, se convierte en una especie de vómito de emociones domésticas –explicó en Revista de libros–. Jo March trabaja para su tía, vende algún cuento, gana un poco de dinero y escribe en el desván, el cuarto propio que la aleja de la costura y de los efluvios de la cocina”.

En su relato autobiográfico Memorias de una joven formal (1958), Simone de Beauvoir escribió: “Hay un libro en el que creí ver reflejado mi futuro: Mujercitas, de Louisa May Alcott. Yo quería a toda costa ser Jo, la intelectual. Compartía con ella el rechazo a las tareas domésticas y el amor por los libros. Jo escribía y, para imitarla, empecé mis primeros cuentos cortos”. La distancia con la que Jo miraba la feminidad al uso pudo prender de alguna manera en la filósofa francesa: Anne Boyd Rioux observa en El legado de Mujercitas (Ed. Ampersand) que Alcott “demostró que la feminidad no nace contigo, sino que es algo que aprendes y cultivas” décadas antes de que Beauvoir escribiera “la mujer no nace, se hace”.

En la continuación de Mujercitas, lo que la autora hace no gustó. Asistimos a la domesticación de la escritura de Jo, quien abandona su gusto por lo popular para adaptarse al canon literario, y de Jo misma, seducida intelectualmente por un profesor. Este matrimonio no contentó ni a fans, quienes esperaban su unión con su amigo Laurie, ni a las intérpretes académicas, para quienes resultaba una figura demasiado paternal y poco sexual. Tras la boda, Jo abandona la búsqueda de una voz literaria para dedicarse a la enseñanza, renuncia que suele leerse como el principio de su conversión en otra Marmee.

Por suerte, las ambivalencias de la novela siguen produciendo interpretaciones que no conducen necesariamente a la melancolía. En el prólogo a la edición de Penguin Classics de 1989, la crítica feminista Elaine Showalter sugiere que, en realidad, Jo renuncia al modelo romántico y androcéntrico de la genialidad que “obliga a sacrificar lo femenino o a trabajar constantemente con la sensación de una infinita inferioridad artística” y opta por un modelo “basado en la formación, la experimentación y la realización personal. Jo no es la genio femenina, la “hermana de Shakespeare” imaginada por Virginia Woolf que redimirá la escritura de las mujeres”.

Aún así, cuesta asumir esa renuncia a la escritura. ¿Por qué decidió la autora arrebatársela tras escribir este párrafo? “Jo no creía tener un don pero, cuando la inspiración la visitaba, se entregaba por entero a la escritura y su vida le parecía feliz, ajena a las necesidades, las preocupaciones, al mal tiempo; se sentía a salvo y dichosa en un mundo imaginario repleto de unos amigos tan reales y queridos como los de carne y hueso. Sus ojos renunciaban al descanso del sueño, no probaba bocado, los días y las noches eran demasiado cortos para disfrutar de la felicidad que solo experimentaba en tales momentos y hacía que la vida valiese la pena, aunque no hiciese nada más”.

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