Amenábar, en el club de los fusilables
(La columna de Arturo Pérez Reverte en el XLSemanal del 6 de octubre de 2019)
Hace unos días vi Mientras dure la guerra, la
película de Alejandro Amenábar sobre Miguel de Unamuno y la Salamanca
de 1936. Y debo decir que me gustó mucho, sobre todo porque me parece un
intento irreprochablemente honrado de ser ecuánime al abordar un asunto
como ése. No digo equidistante, ojo, pues Amenábar sabe muy bien dónde están él y cada cual, sino ecuánime:
palabra que define a quien tiene, o procura tener, imparcialidad de
juicio. A la hora de teclear esta página la película aún no está en
salas comerciales, y no sé cómo será recibida. Me temo que no dejará
satisfechos, ya que de Unamuno hablamos, a los hunos ni a los otros. La noble y benéfica influencia de Manuel Chaves Nogales (ese prólogo de A sangre y fuego que
debería estudiarse en los colegios) sitúa el relato por encima de las
convenciones habituales del género. O, por decirlo en plan
chavesnogalesco, hace ingresar a Alejandro Amenábar, con todos los
honores, en el club de los españoles perfectamente fusilables por un
bando y por el otro.
Después
de ver la película, pasando revista a lo que de cine sobre la Guerra
Civil conoce uno, me quedé pensando en lo mucho que el tiempo cambia las
cosas: Raza, El santuario no se rinde, Sin novedad en el Alcázar –italiana
pero en sintonía con el ambiente de la época– y algunas otras encajan
en un cine franquista, maniqueo, donde el combatiente nacional solía ser
guapo, honrado y elegante, y sus adversarios rojos, groseros, sucios,
desalmados y criminales. Excepto en una obra maestra –maldita para el
Régimen– como la extraordinaria Rojo y negro de Carlos Arévalo,
todas esas películas pintaban con trazo grueso; y los únicos límites
consistían en que, al tratarse de algo que los espectadores conocían por
haberlo vivido, ciertos detalles eran imposibles de falsear o
manipular.
Hoy,
aunque no falta quien parece lamentarlo, estamos lejos de todo aquello.
Y quizá precisamente por eso, con la excepción de Amenábar y de algún
otro director solvente, el cine sobre la Guerra Civil y el primer
franquismo incurre en los mismos vicios que el de entonces, sólo que con
un punto de vista opuesto. Desde hace ya décadas, los varones
republicanos en el cine y la televisión casi siempre son intelectuales
educados o proletarios de nobles sentimientos, valientes, guapos o
agradables, afeitados o con barba de tres días, de habla grave y
mesurada, mientras que los nacionales, casi todos con bigote y peinados
con gomina, incapaces de articular un razonamiento inteligente, hablan a
gritos y se pasan el día diciendo Viva España. Lo que precisamente,
dicho sea de paso, hace tan singular y formidable la interpretación
llena de matices del general Millán Astray que logra el gran Eduard Fernández en la película de Amenábar.
Pero
es que, además, la injustificable ignorancia de algunos directores,
guionistas y directores artísticos o de vestuario sobre nuestra Guerra
Civil suele empeorar las cosas: actores con el pelo increíblemente largo
para la época, a los que sientan la gorra y el uniforme como una patada
en los huevos; guardias civiles que en el año 40 se llamaban Jordi y
Aitor; ropa limpia recién planchada en vez de caqui arrugado o monos
azules; botas en lugar de alpargatas; curas sudorosos que bendicen a
pelotones de fusilamiento mientras que nunca se alude a los miles de
religiosos ejecutados por los otros… Entre los falangistas y carlistas
hay cuadrillas de asesinos, naturalmente, como así fue en la realidad;
pero raro es que se muestre a milicianos rojos de retaguardia dándole el
paseo a nadie, o matándose entre ellos cuando comunistas, trotskistas y
anarquistas ajustaban cuentas. Por no hablar de la palabra cheka,
que parece proscrita del cine como si esas cárceles y centros de
tortura republicanos no hubieran existido jamás. En cuanto a las
mujeres, las fieles a la República suelen ser sobrias, sensatas y hablan
con grave conciencia de clase; mientras que las del otro lado son
aristócratas o burguesas enjoyadas, frívolas, piadosas y tratan mal a
las sirvientas. Y tampoco perdamos de vista a esas milicianas
politizadas y heroicas, siempre fusil al hombro, siempre dispuestas a
combatir en las trincheras y en las calles, siempre respetadísimas y
valoradísimas por los compañeros de lucha. Tanto, que le hacen lamentar a
uno que su madre o su abuela, incluso su hermana o su propia hija, no
fueran una de ellas.
Amenábar,
como digo. Créanme. Lo ha intentado con mucha dignidad y mucho
atrevimiento. Su Unamuno ambiguo, contradictorio, asustado por rojos y
nacionales, desbordado por la tragedia –extraordinario Karra Elejalde–
merece que le echen un vistazo. Y después, como debe ser, que cada cual
saque sus propias conclusiones.
Etiquetas: Tardes de cine y palomitas
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