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sábado, diciembre 19

El cantal de Degollao

 (La columna de Alberto Serrano Dolader en el Heraldo de Aragón del 1 de marzo de 2015)

Algo me atrae y sobrecoge en Sinués, uno de esos pueblos desconocidos de la Jacetania. En el valle de Aísa el misterio lo siento más profundo que un reflejo, quizá por eso me gusta volver. Al fondo del paisaje veo La Collarada, que con sus más de dos mil ochocientos metros es cumbre del Pirineo asociada a los aquelarres. Las casas del casco urbano exhiben magníficos ejemplos de las típicas chimeneas troncocónicas, genuinas, no recreadas; se coronan con remates que algunos interpretan como motilones protectores, a modo de espanta brujas.

Por cierto, para rechazar las tormentas que pilotaban estos seres maléficos, se colgaba un caldero en la cadena del hogar y se dejaba que el fuego calentara el agua, o se plantaba en cualquier ventanuco un cuchillo con la punta mirando al cielo, amenazando al mal.

Visito la iglesia y encuentro un relicario de santa Orosia de más de dos palmos. Orosia es una de las santas más sorprendente de todo Aragón: sanadora de posesos, su culto estuvo muy consolidado por el Pirineo en la Baja Edad Media, resultando significativamente intensa la devoción en el siglo XVII. El relicario forma pareja con otro de san Simeón, que no es un mártir más del santoral: la tradición lo considera pariente cercano de Jesucristo y obispo de Jerusalén en aquel siglo inicial de nuestra era.

En resumidas cuentas, que estamos ante dos ejemplos de primera división. Encuentro tiempo para pasear por los alrededores del pueblo. Del monasterio medieval de San Salvador de Puyó apenas quedan en el campo unas pocas ruinas de lo que se mantuvo como ermita hasta el XIX. Me intereso por la historia de este complejo religioso y me entero de que, en el año 1030, Sancho el Mayor de Navarra lo donó a San Juan de la Peña; décadas después, el monje Galindo de Arbós enseñó aquí gramática al futuro Alfonso I el Batallador... «Dicen que si solo estuvo tres meses, pero debió de llevarse gratos recuerdos», me cuenta un paisano. Efectivamente, porque en 1108 otorgó al cenobio algunos privilegios reales, que siempre son signo de distinción.

Cerca de los mínimos restos que quedan en pie de San Salvador de Puyó está el cantal del Degollao: «Es una piedra como una mesa de grande. Y el nombre tiene una explicación, según contaban los abuelos. Resulta que hasta allí se llevaban las ovejas para que pastaran. Como el terreno era propiedad de los monjes de San Juan de la Peña, cuando entraban se les tenía que decir el número exacto de animales que iban en el rebaño. Cuando se traían de regreso, los monjes las contaban y todas las que pasaban del número que se había declarado eran degolladas en el cantal en cuestión. Así que lo mejor era no hacerles trampa», me explican Felipe Luna (74 años) y Eloy Bordanaba (que tiene 68).

Ahora, al hilvanar estos recuerdos atesorados en mi último viaje a Sinués, me da por darle vueltas a una frase del escritor Antonio Muñoz Molina: «Nada es más irreal que el pasado: nada es más inquietante, porque indagar en él también nos vuelve irreales a nosotros». 

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