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sábado, enero 9

Walter Nurnberg, el hombre que retrataba ordenadores

(Un texto de Carlos Manuel Sánchez en el XLSemanal del 12 de mayo de 2019)

El fotógrafo alemán Walter Nurnberg convirtió en arte los retratos de computadoras y máquinas. Huido del nazismo, mamó de las fuentes de la Bauhaus antes de exiliarse en Inglaterra. Allí se convirtió en el gran retratista del desarrollo industrial de la segunda mitad del siglo XX.
 
Walter Nurnberg, como todo buen pionero, sentó cátedra en su campo. Empezó a fotografiar máquinas allá por los años treinta, y durante cuatro décadas inmortalizó el desarrollo de la tecnología industrial desde los primeros ordenadores hasta la automatización digital. Trabajando al servicio de los empresarios, humanizó la imagen fría y desalmada de las computadoras y la maquinaria fabril, a las que Nurnberg proporcionó vida con unas técnicas que incluso hoy siguen siendo referencia en los manuales de fotografía.
 
Lo consiguió, por supuesto, innovando. «Soy uno de esos fotógrafos chalados que se cuelgan bocabajo desde lo más alto de una grúa para conseguir una perspectiva dinámica», dijo de sí mismo este berlinés nacido en 1907, que huyó del nazismo, se nacionalizó británico y desarrolló su carrera en el Reino Unido.
 

Curiosamente, no iba para artista, sino para banquero, como su padre. Llegó a trabajar en la Bolsa. «Me aburría mucho», confesó. Durante una visita a la escuela de arte Reimann, en Berlín, para solventar unos asuntos financieros, descubrió su vocación y se despertó su creatividad.

Hizo un curso de fotografía y redacción publicitaria, y su obra comenzó a beber de dos grandes referencias contemporáneas. En primer lugar, la obra de Albert Renger-Pratsch y Selmar Lerski, capaces de presentar de manera sorprendente los objetos más corrientes y mundanos gracias a una iluminación dramática, con acentuados claroscuros y ángulos inusuales. Su otra gran influencia intelectual y artística de la Bauhaus, la escuela alemana que revolucionó el diseño y la arquitectura durante la república de Weimar, cerrada por orden del Partido Nazi tras acusarlo de «arte degenerado».

¡Paren las máquinas! Con este bagaje bajo el brazo, Nurnberg emigró a Londres en 1934 y montó allí un pequeño estudio y agencia de publicidad. Tenía buen ojo y también labia. Era tan convincente que más de una vez consiguió detener una cadena de producción para mover unos centímetros sus lámparas de tungsteno y mejorar sus tomas, pese a las protestas del gerente de la fábrica.

Al estallar la Segunda Guerra Mundial, el fotógrafo fue detenido a causa de su nacionalidad. Le confiscaron las cámaras y lo declararon «enemigo extranjero». Tras unos meses de pesadilla burocrática, sin embargo, le devolvieron el equipo e incluso fue nombrado ‘británico honorario’ y se enroló en el Ejército, hasta licenciarse en 1944 por enfermedad.

En la posguerra, Nurnberg se volcó en la fotografía industrial en un momento crítico para el sector, exhausto por el esfuerzo bélico y destrozado por los bombardeos. Las grandes compañías lo contrataron, precisamente, para proyectar optimismo con sus imágenes, una idea de renacimiento que respondía a sus intereses y a la política del Gobierno. No en vano, tras desactivar las luchas obreras invocando la necesidad de unir fuerzas frente a Hitler, ahora debía hacer frente a las reivindicaciones sociales aplazadas.

 

Nurnberg era extremadamente meticuloso. «Trabajé según la filosofía de la Bauhaus, procurando no imponer mi personalidad, dando un paso atrás para analizar el objeto con claridad», explicó. No obstante, su estilo no era frío en absoluto. Envolvía en una aureola poética objetos tan gélidos como el panel de control de un supercomputador, un martillo neumático, la rueda de una locomotora, el alambique de una destilería, un horno de acero hirviente… ayudado siempre por la complicidad de los hombres y mujeres que los manejaban.

En sus imágenes, los operadores informáticos, soldadores, ferroviarios, mecánicos, trabajadores de la industria química o de la incipiente industria electrónica no parecen abrumados por la monotonía y la fatiga de los turnos, sino concentrados en su labor. Recuerdan más a artesanos, dignos y orgullosos, que a proletarios alienados.

Su gran fascinación, de hecho, eran las manos de los obreros. «Incluso en un mundo dominado por los automatismos y la mecanización, las manos humanas siempre serán útiles -escribió-. Han desafiado siempre a la imaginación no solo porque muestran el carácter y la naturaleza humana sin disfraces, sino porque desde tiempos inmemoriales tienen un significado simbólico».

Fiel a su fórmula, trabajando siempre con grandes formatos e inseparable de su Rolleiflex de 6 por 6 centímetros y doble lente -«no he tocado una cámara de 35 milímetros desde la pubertad», decía-, su prestigio se disparó más allá del sector publicitario y empresarial.

Convertido en docente, enseñó sus técnicas de iluminación en la Politécnica de Londres y publicó dos libros de fotografía que todavía hoy se consideran clásicos y se siguen estudiando en las facultades. Tras su jubilación, en 1974, la reina lo nombró oficial de la Orden del Imperio británico por sus servicios tanto a la industria como a la fotografía. Murió en 1991, a los 84 años.

 

 

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