El misterio de los barcos perdidos
(La columna de Arturo Pérez Reverte en el XLSemanal del 8 de octubre de 2006)
En cierta ocasión vi un barco fantasma. Tienen ustedes
mi palabra de honor. Curiosamente no lo avisté en el mar, sino en
tierra, o desde ella. Fue hace ocho o nueve años. Era un día de
temporal terrible de levante en el estrecho de Gibraltar, y me
encontraba sentado dentro de un coche en la costa de Tarifa, bajo la
lluvia que caía casi horizontal, admirando el aspecto del mar, la
espuma que el viento levantaba y el batir de las feroces olas en las
rocas, a mis pies. Y entonces, al mirar hacia el horizonte gris, lo vi
pasar a lo lejos, entre las turbonadas y rociones. Salí del coche a
observarlo, admirado. Empapándome. Calculé que navegaba a menos de una
milla de la costa. Era un velero muy grande, de tres palos, parecido a
los clippers que todavía surcaban el mar a principios del siglo pasado.
Se movía despacio de este a oeste, entre la lluvia y los espesos
jirones de espuma, empujado por un viento de popa que aquel día rondaba
el temporal duro, con fuerza diez en la escala de Beaufort. Lo vi salir
lentamente de un chubasco espeso y pude contemplarlo durante dos o tres
minutos antes de que su esbelta silueta tenaz, impávida, desapareciera
tras una nube baja que se confundía con el oleaje y la lluvia. Y lo que
me erizó la piel no fue que un velero antiguo navegara en tan extremas
condiciones, sino el detalle inexplicable de que llevase sus velas
desplegadas, tensas al viento, cuando ningún buque real, ningún barco
tripulado por marinos de carne y hueso, por hombres vivos, podía
soportar ese viento y esa mar con todo el trapo izado a la vez. Lo
conté: ocho velas cuadras, tres foques y una cangreja, todo arriba. Por
eso sé lo que vi. Y aquel barco era lo que era.
Durante un tiempo, de niño, creí en barcos fantasmas. Me criaron con esas leyendas y otras muchas del mar, aunque acompañadas
de explicaciones racionales: la antigua superstición e ignorancia de
los marinos, sus fantasías sobre fenómenos que tienen justificación
seria, científica: espejismos náuticos, auroras boreales, fuego de
Santelmo, calima, neblina, formas caprichosas del hielo flotante,
enfermedades tropicales que mataban a tripulaciones enteras, piratas...
Todo eso, causas concretas y probadas, podía convertirse fácilmente en
visión fantástica en una taberna de puerto, en una conversación de
castillo de proa. Retornaba así la vieja historia del barco fantasma,
condenado a vagar por la inmensidad del mar, cuyo avistamiento solía
anunciar desgracia. Como la leyenda más famosa, la del capitán Van
Straten, inspirador de Heine y de Wagner y recientemente recuperado,
por enésima vez, para el cine por Piratas del Caribe: el
holandés que, a causa de una blasfemia -largó amarras en Viernes
Santo-, fue castigado a vagar después de muerto hasta el Juicio Final,
él y su tripulación, a la altura del cabo de Buena Esperanza,
intentando una y otra vez, sin conseguirlo, una virada por avante.
Cuando crecí un poco, me volví escéptico. Dejé de creer en el junco espectral del río Yangtsé, en el bergantín de
New Haven, en el hombre y la mujer que, abrazados en la popa de un
velero sin nombre, rondan la costa de Canadá. Dudé de la maldición del María Celeste -uno de los pocos navíos espectrales cuyo misterio fue desvelado-, y del viaje de veintitrés años sin tocar tierra que hizo el Malborough con un esqueleto amarrado al timón. Hasta albergué serias dudas sobre el San Telmo,
único barco fantasma español digno de ese nombre, que después de
esfumarse sin dejar rastro fue avistado varias veces, fundido con un
iceberg, con sus tripulantes congelados en cubierta; y al que, siendo
aún niño y crédulo, oí al capitán de un petrolero, amigo de mi padre,
jurar que lo había visto con sus propios ojos. Los años me hicieron,
como digo, perder la fe en esos barcos imaginarios o reales, anónimos o
con sus nombres y tripulaciones detallados en los registros navales,
que según las leyendas surcan los mares y aún excitan la imaginación de
algunos marinos. Y supongo que la parte racional que hay en mí -la que
sonríe mientras tecleo estas líneas-, sigue sin creer en ellos. Sin
embargo, insisto: aquel día de temporal, frente a Tarifa, vi pasar un
barco fantasma. Yo también puedo jurarlo, como el capitán amigo de mi
padre. Por mil millones de mil rayos. La prueba es que desde entonces,
cuando estoy en el mar y arrizo las velas porque empeora el tiempo,
siempre me sorprendo buscándolo, con los ojos del niño que fui, en el
horizonte gris.
Etiquetas: Pensamientos varios
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