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domingo, septiembre 28

Sobre Jean Baptiste Salle

(Este fragmento de la Carta del Director de El Mundo del pasado 21 de septiembre contiene una historia cuando menos curiosa.)

[...] no pude por menos que recordar el genio y la figura del diputado Jean Baptiste Salle cuando iba a ser guillotinado el 19 de junio de 1794 en Burdeos.

Vaya por delante que siempre he admirado a los llamados «girondinos» tanto por el racionalismo de sus actitudes políticas como por el espíritu estoico con que afrontaron la muerte en el cadalso. Algo aplicable por igual a los ejecutados en París tras el simulacro de juicio por el Tribunal Revolucionario como a los que optaron por ocultarse tras la proscripción y fueron capturados más adelante. Fue precisamente en su escondite donde Condorcet escribió sin un solo libro
de documentación su obra más ambiciosa: Esbozo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano. Eso sí que era ponerle al mal tiempo buena cara.

El caso de Salle -diputado por el departamento de la Meurthe- fue de los más azarosos pues, tras intentar en vano formar un ejército digno de tal nombre para marchar contra los jacobinos desde Bretaña, prosiguió la huida en barco junto a un grupo de correligionarios del que formaba parte nuestro abate Marchena. Desembarcó cerca de Burdeos y terminó escondido en un hueco oculto bajo el granero de la casa que el padre de otro diputado prófugo, Elie Guadet, tenía en el vinícola pueblo de Saint Emilion, a la sazón rebautizado por los vencedores del golpe de Estado
contra una parte de la Convención como Emilion-la Montagne.

Salle tuvo tiempo de escribir en ese zulo una obra de teatro en elogio de la asesina de Marat Carlota Corday y estaba emprendiendo otra sobre la entrada de su detestado Danton en el infierno, «tenant avec lui sa tête entre ses bras», cuando Guadet y él fueron descubiertos y enviados al cadalso. Sólo le dejaron pergeñar una carta de despedida a su mujer en la que le contaba cómo había intentado suicidarse, pero la pólvora de su pistola estaba en malas condiciones, y cómo subiría «con tranquilidad» los peldaños del patíbulo.

No sólo cumplió esa promesa sino que, cuando iba a caer sobre su cuello la hoja fatídica de la guillotina, el mecanismo se atascó y ello dio lugar a esa inaudita situación cuyo relato no puede dejar indiferente a nadie. Comoquiera que el verdugo no terminara de entender cuál era el
problema e incluso hiciera amago de resolverlo erróneamente, Salle que -fiel al espíritu de la época- aunaba la afición a la mecánica con el amor a la filosofía, se incorporó y explicó tanto lo que fallaba en el sistema de poleas y contrapesos como la manera de arreglarlo. Luego volvió a meter la cabeza en la ventanilla y aguardó su último afeitado con una beatífica expresión. Era la satisfacción de comprobar cómo los hechos le daban la razón, de acuerdo con el principio panglossiano de que «siendo éste el mejor de los mundos posibles… todo problema tiene su
correspondiente solución».

Salle creía haber rendido así un último servicio a la Humanidad, demostrando la superioridad de su método analítico sobre el tosco empirismo del verdugo. [...]

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