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viernes, agosto 7

Lunáticos tras pisar la luna

(Ahora que se han cumplido cuarenta años de la llegada del hombre a la Luna, es curioso leer algunas de las pequeñas historias que hubo detrás y qué pasó con los astronautas que dieron tal paso. Este artículo lo escribió Ferrán Viladevall en el suplemento Crónica de El Mundo el pasado 14 de junio)

Fueron sólo 12, como los apóstoles. Hombres aguerridos -algunos dirían que sin nada en la cabeza-, que desafiaron a la naturaleza y consiguieron poner los pies en la luna. Ese satélite a la vez arisco y romántico que nos mira desde tiempos inmemoriales. Sólo doce. De los cuales tres ya han fallecido. Todos, sin excepción quedaron marcados. Algunos se volvieron místicos y fundaron organizaciones pseudo-religiosas, otros se escondieron, los menos se refugiaron en el alcohol y hasta hubo quién empezó a pintar cuadros con la misma temática, una y otra vez. ¿Qué pasó en la luna para afectar a ese grupo de pioneros de una forma tan dramática? Muchas cosas. No todas tangibles. El autor Andrew Smith dice haberlo averiguado en su libro Lunáticos (Editorial Berenice), en el que narra sus intentos por contactar a cada uno de los supervivientes de esa experiencia para preguntárselo.

Pero vayamos por partes. Primero hay que entender quiénes eran esos hombres. Primordialmente pilotos de pruebas de élite -en su día la NASA hasta se planteó reclutar gente del circo-, con una licenciatura (al menos) y cuyas vidas eran, llegado el caso, prescindibles. No por casualidad, en la base de la Fuerza Aérea que hay en el desierto Mojave se les conocía con el apodo de carne enlatada. Es decir, eran hombres especiales, acostumbrados a tomarse unas cañas con la muerte y a despedirse no con un firme «hasta luego» sino calculando el tanto por ciento de posibilidades de volver. Tem ple, ésa era la clave. Todos lo tenían más grande que el mismísimo John Way ne en sus fantasías heroicas.

MITCHELL, EL ALUCINADO. A pesar de eso, ninguno quedó indemne de su paso por el satélite de la Tierra. Desde el primero en pisarlo -el histórico Neil Armstrong, jefe del Apolo 11-, hasta el último, el comandante del Apolo 17, Gene Cernan. «Allí arriba pasaron muchas cosas», escribe Smith. «Todos describían haber tenido una sensación casi mística de la unión de la humanidad al ser vista desde lo lejos».

Edgard Mitchell, piloto del módulo lunar del Apolo 14, quizás fuera el que vivió el momento con más intensidad. «Atisbó una inteligencia en el universo y se sintió conectado a ella. Estaba fascinado con aquello, con aquel sentimiento de trascendencia, que de forma intuitiva relacionó con los estados eufóricos que otras civilizaciones habían conjurado gracias a rituales, drogas, la contemplación», explica Smith. En otras palabras, Mitchell -un cerebrito con dos licenciaturas de ciencias y un doctorado por el MIT-, tocó el cielo. Y eso que sólo permaneció en la superficie 33 horas.

Al volver, dejó la NASA y creó el Instituto de Ciencias Noéticas, nombrado así por la palabra derivada del griego que significa «de, relacionado con o basado en el intelecto», según detalla el autor. ¿Su objetivo? Reconciliar la ciencia y la religión y el punto donde se encuentran: la propia conciencia.

Tanta trascendencia rompió su matrimonio. Una constante entre los que fueron a la luna. Integrarse con los terráqueos no es fácil. En la década de los 80 la organización de Mitchell dio un giro hacia el extremismo y fue cesado como presidente, aunque siguió vinculado a la organización. Durante estos años ha escrito varios libros y se ha dedicado a la investigación «más filosófica». Actualmente revela ser capaz de explicar los fenómenos paranormales, «lo oculto y el inconsciente colectivo de Jung; puede explicar las experiencias cercanas a la muerte y la telequinesia, de Sheldrake, Geller, y otros». Tal como resume Smith, la teoría de Mitchell para justificarlo todo es pensar que hay «un enorme disco duro en el cielo, al que nos podemos conectar, con el que podemos resonar, si sabemos cómo. Y ese disco duro es lo que hemos llamado Dios».

IRWIN Y SU RARA FE. Como Mitchell, hubo dos astronautas más -James Irwin y Charlie Duke-, que sintieron la llamada del cielo. Irwin oyó a Dios, literalmente. Estaba recogiendo rocas igual que sus otros compañeros de aventuras anteriores cuando recibió la comunicación divina. Al volver, también abandonó la NASA y empezó su periplo por el mundo de la fe.

Fundó lo que Smith llama «el ministerio de Vuelo Alto», una organización proselitista -sin afiliación alguna a una religión organizada-, a través de la cual pretendía explicar su devoción. Un año más tarde -hacia 1972-, empezó otro proyecto imposible: la búsqueda del Arca de Noé. Hizo varias expediciones al monte Ararat en Turquía sin éxito. Un accidente en uno de esos viajes estuvo a punto de costarle la vida. Era el año 1982, nueve años antes de que su corazón le fallara.

DUKE: COUNTRY DIVINO. En cuanto a Charlie Duke, un hombre «que había perdido los estribos y había sido incapaz de asentarse; que había aterrorizado a sus hijos y atormentado a su mujer», según detalla Smith, llegó de su viaje en el Apolo 16 hecho un hombre nuevo. La visión de ese paisaje árido y rocoso, irónicamente, le suavizó. Encontró, por fin, la paz y pudo resolver «los problemas con su mujer a través de la fe en Dios». Se retiró de la NASA en el año 1975 y se dedicó al negocio de la cerveza, y compuso canciones que él mismo describe como «de una especie de atmósfera country-and-western sobrenatural». Ac tualmente, regenta -junto a su mujer Dotty-, una iglesia en las afueras de New Braunfels, Texas.

Alan Bean -del Apolo 12-, cambió el casco y las porciones liofilizadas por los pinceles. Pero antes, el que fuera compañero de misión de Charles Pete Conrad -fallecido a principios de los 90 en un accidente de moto-, participó en el Skylab, la precursora de la base espacial permanente. En una de las misiones, dejó destellos de su cordura al «hacer el pino fuera de la nave durante toda una órbita terrestre de noventa minutos». A los 49, en los albores de los primeros vuelos del transbordador, abandonó su carrera de astronauta para dedicarse a la pintura.

Pero no como un pintor corriente. El hombre siempre retrata escenas variadas de las misiones Apolo donde, a veces, «mezcla fragmentos de una insignia o condecoración que llevó a la luna», detalla Smith. Y, ¿por qué (lo de pintar lo mismo)? «Intento preservar esa gran aventura», se defiende el antiguo viajero del espacio consciente de que han pasado más de 35 años desde que pusiera la bota en la arenilla gris de la luna. Será por los 50.000 dólares que cobra por sus visiones.

ALDRIN, BORRACHO. Buzz Al drin, el que acompañara a Armstrong en el primer paseo lunar, no tuvo la fortuna de encontrar el camino de la espiritualidad ni el arte. Volvió hecho un trapo. Sufrió una profunda depresión y se aficionó a la bebida antes de «lanzarse a proponer ideas espaciales extravagantes», como dice Smith. Admitió sus problemas y pasó por el diván, donde seguramente comentarían la extraña pero fascinante coincidencia en la que la realidad imitó a la ficción.

Dice Smith que Aldrin leyó de niño una historia de ciencia ficción que le había provocado pesadillas. ¿La trama? «Unos viajeros iban a la luna pero se volvían locos». Buzz seguramente sucumbió al temor kármico, al verse tan cerca de un sueño imposible. Lo cierto es que tras volver a tierra firme, tuvo que abandonar su carrera militar -pasar por el loquero tiene esas cosas-, y «desarrolló miedo a dormir en la oscuridad». Sulfurizado -o quizás aliviado de poder descargar sus obsesiones-, escribió el libro Return to Earth en el 73, donde aireó sus experiencias dentro de ese traje espacial.

Hoy día, comenta Smith, «ya no vive con la que fue su esposa, lleva muchos años sobrio y pasa el tiempo promoviendo la vuelta a la exploración espacial tripulada, luchando por conseguir inversiones para sus proyectos futuristas, haciendo lucrativas apariciones y, últimamente, escribiendo novelas».

Otro que no ha parado en su intento de volver a poner al hombre en el espacio ha sido John Young. Y, en su caso, desde una plataforma inmejorable, trabajando desde dentro ya que nunca abandonó la carrera espacial. De hecho fue el único de este grupo selecto de hombres que permaneció ligado a la NASA. Un caso curioso. Parece que para él, ir a la luna fuera como acercarse al súper para comprar unas galletitas de importación.

EL «CUERDO» YOUNG. Smith le visitó -tras una ardua tarea de búsqueda, pues el hombre no tiene muchas ganas de socializar con los medios o gente ajena a su círculo-, cuando todavía era director adjunto del Centro Espacial Johnson. Se encontró con un tipo que fue el encargado de seleccionar a los tripulantes del fatídico Challenger que explotó en 1986 -tuvo pesadillas durante meses-, y cuyos conocimientos técnicos y científicos eran de altísimo nivel...

Afirmando, con estadísticas en la mano que «las posibilidades de que ocurra un suceso que acabe con la civilización en los próximos cien años son de una entre cuatrocientas cincuenta y cinco». ¿Perdón? Smith quedó atónito. Young le aseguró que sus cálculos salen de la suma de las posibilidades de un impacto contra la Tierra de un cuerpo extraterrestre de gran magnitud y la de la explosión de un supervolcán.

Como solución sugiere -lleva más de 15 años con esa idea-, la necesaria construcción de una base lunar. Él sabría dónde, por supuesto. «Desde donde se podría enviar electricidad solar no contaminante hasta la Tierra». Y posiblemente servir de refugio apocalíptico, ¿no?

RETRAÍDO ARMSTRONG. Quien necesitó un refugio, pero en Ohio, fue Neil Armstrong. El sambenito de pionero, leyenda y otras palabras grandilocuentes le producían urticaria (eso que pronunció una de las frases que han pasado a la Historia: «Este es un pequeño paso para un hombre pero un gran salto para la humanidad»). Una de las razones que esgrime Smith es porque su éxito se debió a la casualidad. Gus Grissom y Ed White -primer estadounidense en dar un paseo espacial-, tenían que ser los primeros en poner el pie en el satélite terrestre, pero murieron en el accidente del Apolo 1.

Así que al llegar de los cielos, buscó ambiciosamente el anonimato. Se hizo profesor de Ingeniería Aerospacial en Cincinnati (hasta el año 79), y se metió en el mundo de los negocios. Smith lo localizó y consiguió dialogar con él. Muy pocas palabras, eso sí. Sigue siendo un ser retraído y misterioso. Se sabe que en 1994 se divorció y que a pesar de lo que se dice, «las pocas personas que se pueden contar como (sus) amigos insisten en que es cálido, leal y simpático». Ah, y que además toca ragtime al piano durante las reuniones familiares. «Algo que nadie parece poder confirmar o desmentir», apunta Smith. Es lo que tiene la luna.