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lunes, julio 9

Cádiz, donde todo empieza

(Un artículo de Mabel Caballero en el XLSemanal del 20 de junio de 2010)

Hace doscientos años empezaba el asedio a Cádiz. La ciudad se resistió con fiereza y en 1812, pocos meses antes de la retirada de las fuerzas de Napoleón, proclamó la primera Constitución Española. [...]


Cuentan que la gente subió a las azoteas, armada con anteojos y catalejos, para ver la llegada de los franceses. No hubo ni chistes ni chirigotas y la gente bajó con el corazón encogido. Era febrero de 1810. Empezaba el asedio a Cádiz, al que la ciudad se resistió con todas sus fuerzas y que duraría dos años, hasta agosto de 1812. Pocos meses antes de la retirada de las tropas de Napoleón se proclamaría la primera Constitución Española, por la que los españoles (incluidos los de los territorios americanos) pasarían a ser ciudadanos en vez de súbditos. La fiesta, como se sabe, no duró mucho y se acabó definitivamente con la vuelta del absolutismo patrocinado por Fernando VII. Pero fue suficiente para paladear la democracia y mitificar para siempre una época, la de las Cortes de Cádiz, y su espíritu liberal. Han pasado 198 años y la ciudad se prepara para celebrar el bicentenario de esa gesta política y social.

[...]

Cádiz quiere recuperar la importancia que tuvo en el debate político nacional y europeo y también sus lazos con América. A pesar de que en la época de las Cortes ya se vivía un declive de esas prolíficas relaciones, el contacto con el continente prosiguió porque no hay que olvidar que en aquella época, desde Cádiz, se tardaba casi lo mismo en llegar a La Habana que a Madrid.

Con las independencias americanas y el Desastre de 1898, Cádiz pasa a ser una capital de provincia más, pero conserva ese aire americano inconfundible. Prueba de ello es que Hollywood ha puesto sus ojos en la ciudad en varias ocasiones para recrear paisajes de Cuba –como en la película Muere otro día, de la saga de James Bond, o Havana, de Robert Redford– o México, como en la de Manolete (pendiente de estreno).

La idea del Ayuntamiento de la ciudad es no quedarse en esa alianza momentánea, sino establecer relaciones duraderas con ciudades ‘hermanas’ como Montevideo, México Distrito Federal, Bogotá y Lima, entre otras.

Los baluartes y defensas de la ciudad ofrecen la mejor foto fija del Caribe y no hay ni que cerrar los ojos para sentir que aquellos muros podrían ser los de Cartagena de Indias, Santo Domingo o Veracruz.

Más allá de los rincones de postal, Cádiz ofrece una buena muestra de que es una ciudad diferente, con una personalidad propia, que sobrepasa el tópico y la etiqueta andaluces. Es verdad que tiene la que hasta hace poco ha sido calificada como la mejor playa urbana de España (y una de las mejores de Europa), pero quedarse sólo con la imagen de un atardecer en La Victoria (en Extramuros) o en La Caleta (la del casco antiguo) es perderse la mitad del viaje. Lo mejor para conocerla es olvidar la guía de viaje en la maleta y dejarse llevar por sus callejuelas. Asomarse a un patio de vecinos, donde se puede oír el zumbido de una olla exprés y alguna canción de fondo, pero también respirar la paz y aspirar el olor a muros viejos.

Adentrarse en el barrio más flamenco, el de Santa María, con sus calles estrechas y empinadas que puede que lo lleven al antiguo mercado, hoy convertido en centro de flamenco La Merced. O por el barrio más carnavalero, La Viña, para disfrutar de un buen pescaíto frito o de una tapa antes de zambullirse en La Caleta.

Si el que le pide alimento es el espíritu, siempre puede pasarse por el Oratorio de la Santa Cueva, donde se conservan obras de Goya. O por la Torre Tavira, una de las atracciones más visitadas de la ciudad, para disfrutar de su cámara oscura. Si se inclina más por lo contemporáneo, una buena idea sería llegar hasta el Centro de Arte Reina Sofía, en cuya tercera planta se exhibe una magnífica selección de piezas de Vasallo. Una colección que dentro de poco encontrará acomodo en el Centro de Arte Contemporáneo que el Ayuntamiento está habilitando en los antiguos cuarteles militares de Carlos III. ¿No quiere encerrarse entre las cuatro paredes de un museo mientras el sol lo invita a darse unos baños de vitamina C? Entonces puede hacer una combinación de ambas tareas: contemplar una buena exposición en el castillo de Santa Catalina, un recinto amurallado al borde del mar desde el que también se observa una inolvidable puesta de Sol que en verano se ameniza con actuaciones musicales. Los aplausos y los vítores son voluntarios.


Lo mejor, no hay que olvidar, es no tener plan preconcebido. Perderse, en el sentido literal del término, para poder parar a un gaditano por la calle y preguntarle por una dirección. Puede que se decida a acompañarlo hasta su destino (no sería la primera vez), aunque lo más probable es que reciba una sonrisa o una palabra amable tras la explicación. No lo dicen los locales, sino los turistas en las encuestas que evalúan su grado de satisfacción tras la visita.

El fuerte vínculo de la ciudad con el comercio hizo que buena parte de la riqueza que se obtuvo con el intercambio con las Indias se invirtiese en las casas. Cádiz nunca tuvo campo (y si lo hubo, en Extramuros, su extensión era insignificante). Por eso, la nobleza tuvo que remangarse y ponerse a trabajar. Por esa misma falta de espacio, las clases sociales se mezclaron aquí como en ningún otro lugar de España. Y no sólo las clases: gentes llegadas de todos los puntos de Europa y América vinieron para quedarse y dejaron su huella en esta tierra. Hoy, no es raro encontrarse apellidos genoveses, malteses o escoceses en la guía de teléfonos. Todo eso hizo que la gente viviera sin complejos. Era la ciudad antipalurda por excelencia, cuando incluso la Villa y Corte no se libraba de ese apelativo.

Cuando todo lo que queda de la España libre se muda a Cádiz, la ciudad es un bullir de intelectuales, nobles –con y sin rentas–, burgueses, miembros del Gobierno en retirada, diputados, voluntarios y locos de todos los signos (incluidos una monja iluminada que dice que para remediar todos los males de España hay que nombrar a María Santísima de los Dolores generalísima de los ejércitos). Una ciudad llena de cafés, donde se editaban decenas de periódicos, se vestía a la última moda inglesa y las mercancías (hasta las más exóticas) estaban disponibles por la continua llegada de buques al puerto. Si lo que quiere es revivir todos esos acontecimientos, se han establecido rutas que explican paso a paso los escenarios y los hechos, algunas incluso con animación. Merece la pena detenerse en la plaza de España ante el monumento al primer centenario y de paso contemplar la Aduana vieja, que albergó la sede de la regencia, más tarde fue cárcel de Fernando VII (durante el Trienio Liberal) y hoy es la sede de la Diputación. Es probable que se sorprenda del elevado número de bustos, estatuas y placas colocadas en calles y plazas. Van dando fe de los personajes importantes que pasaron por la ciudad: desde Lord Byron (que le dedicó un poema) hasta Fernán Caballero (cuya madre, doña Frasquita Larrea, acogía la tertulia más famosa de la ciudad). Pero también notables políticos, nacidos en Cádiz y foráneos. Todos tenían curiosidad por conocer cómo era esa ciudad que había sabido resistir al invasor sin perturbar su vida diaria, sin que cesaran las funciones teatrales ni las corridas de toros, las fiestas patronales, los bailes populares y hasta la vida monótona de la época. El duque de Wellington fue uno de ellos. Con los franceses ya en retirada, el general británico llegó a la ciudad y se alojó en una casa de la calle Veedor y para recibirlo se preparó un banquete de lujo en el hospital de la Misericordia. Fue ese baile memorable que Cecilia Böhl de Faber (Fernán Caballero) recuerda en sus memorias. Todo un acontecimiento para la nobleza de la época. El pueblo, en cambio, se lo tomó con bastante guasa. Cuentan que cuando fueron a desalojar a los locos que residían allí, uno de ellos dio la siguiente explicación: «Es que vienen unos locos muy principales».

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