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viernes, junio 29

Ajos

(La columna de Martin Ferrand en el XLSemanal del 24 de julio de 2011)

Asegura un viejo refrán castellano que «no hay campana sin badajo ni sopa buena sin ajo». Algo hay de cierto en eso, pero frente al ajo no hay neutrales. Unos lo adoran y otros lo detestan. Hipócrates de Cos, el gran médico del siglo de Pericles que suprimió las supersticiones como arte terapéutico, era un devoto del ajo. Hace 25 siglos lo utilizaba como medicina, aunque prevenía sobre las flatulencias que pudiera producir este condimento, asiático en su origen, al que los cristianos partícipes en las Cruzadas llevaban en su zurrón como panacea incuestionable.

Los enemigos del ajo son feroces. El más notable de todos ellos fue Quinto Horacio Flaco, el máximo poeta lírico y satírico de la lengua latina. Horacio, rabioso contra la liliácea presente en buena parte de los platos de su tiempo, el último medio siglo antes de Cristo, llegó a escribir: «Si algún criminal con mano impía hubiera cortado la cabeza de su anciano padre, condénesele a comer ajos, más ponzoñosos que la cicuta». Sin embargo, el ajo es el sabor dominante del Mediterráneo, uno de sus signos de identidad.

En España gozan de merecida fama los ajos morados de Las Pedroñeras, que toman el nombre de ese pueblo conquense y se expanden por La Alberca del Záncara, Mota del Cuervo, El Provencio, San Clemente y Santa María del Campo. En Las Pedroñeras sientan sus reales Manuel de la Osa, uno de los grandes cocineros españoles, y su restaurante Las Rejas (General Borreros, 49). En estos días, ya terminada la cosecha nueva, ofrecen uno de sus platos geniales, la sopa de ajo fría servida en una copa con una clara de huevo al fondo, caldo de cocido helado, jamón, pan tostado y ajo frito. Una maravilla más apetecible para Hipócrates que para Horacio.

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