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martes, marzo 19

Dumas se inspiró en su padre negro



(Un artículo de Gonzalo Suarez en El Mundo del 23 de septiembre de 2012)

Era la mañana del 26 de febrero de 1806. Un toctoc en la puerta despertó al pequeño Alejandro Dumas en su casa de Villers-Cotterêts (Francia). Era un pariente que le traía malas noticias: «Tu padre ha muerto de cáncer esta noche... No vas a verlo de nuevo». 

-¿Por qué no lo veré más?
- Porque Dios se lo ha llevado.
-¿Y dónde vive Dios?
-En el cielo...
-¡Pues me voy al cielo! Voy a matar a Dios, que mató a papá...

Aquella fatídica mañana, Dumas tenía tres años y siete meses. Desde entonces, el futuro novelista no paró de rumiar la muerte de su padre. Día tras día, pedía a su madre que le contara las andanzas de su progenitor. De estas charlas extrajo el material para las obras que, años después, lo convertirían en un escritor de talla mundial: Los Tres Mosqueteros, El Conde de Montecristo... 

Lo que pocos saben es que las aventuras de su padre, Alex Dumas, hacen palidecer a las de los protagonistas de sus novelas. Hijo de una esclava caribeña, fue el primer negro que alcanzó el rango de general de un ejército occidental. En su apogeo, llegó a comandar el asalto a los Alpes de más de 50.000 soldados napoleónicos. Tan sonadas fueron sus hazañas que, en Los Tres Mosqueteros, su hijo tuvo que repartirlas entre varios personajes: si se las hubiera atribuido a uno solo, la narración habría resultado inverosímil. 

Nacido de un noble en el exilio y su sirvienta, Thomas-Alexandre Davy de la Pailleterie (Santo Domingo, 1762) se crió en un modesto poblado de campesinos de caña de azúcar, en el actual Haití. Su vida dio un giro radical en plena adolescencia, cuando su padre decidió regresar a París y recuperar su patrimonio y título de marqués. Para pagarse el pasaje, vendió a su madre y sus tres hermanos. Sin embargo, decidió quedarse con Alex, su hijo predilecto, quien gozó de una juventud privilegiada en el París prerrevolucionario: estudió filosofía, teatro, esgrima, baile, equitación, literatura, gastronomía...
Esta idílica rutina apenas le duró una década. En 1786, su padre se casó con su asistenta y le cortó su asignación mensual. Indignado, Alex se alistó en el Ejército bajo el apellido de su madre, Dumas. De inmediato, lo destinaron a La Légion Américaine, un batallón formado por negros y mulatos. No tardó en llamar la atención de sus superiores por su destreza con las armas, su valentía sin límites y su capacidad para salir victorioso de las situaciones más complicadas. 

Aún era soldado raso cuando, en una sola batalla, capturó a 12 enemigos. Poco después, lideró el asalto de cuatro jinetes a una fortaleza protegida por medio centenar de soldados. Él solito se encargó de liquidar a seis hombres del ejército rival y de capturar a otra quincena. «Mi querido Dumas, me haces temblar cada vez que te veo montar un caballo y galopar al frente de tus dragones», le escribió uno de sus comandantes tras una de sus hazañas. «¿Qué pasaría conmigo si consigues que te maten?». 

Una de sus primeras misiones, en agosto de 1789, en pleno furor revolucionario, fue proteger la región de Villers-Cotterêts, a 80 kilómetros de París. Allí conoció a su futura esposa, Marie-Louise Labouret, una joven blanca de familia acomodada con quien vivió un amor de película. Cuando pidió la mano de su amada, el padre sólo le puso una condición: que, antes de la boda, tenía que ascender de soldado raso a sargento. 

Alex cumplió este requisito con creces. Tres años después, cuando regresó a Villers-Cotterêts para casarse, ya era coronel. Compró una granja, se hizo con 30 acres de terreno y tuvo tres hijos junto su querida Marie-Louise. El benjamín de la familia, Alejandro, futuro escritor de éxito, fue el único varón que tuvo la pareja. 

Tras su matrimonio, Alex siguió su meteórico ascenso. A los 31 años se convirtió en el primer negro de la historia en alcanzar el rango de general. El siguiente tardó más de siglo y medio en igualar su hazaña. «Fue un pionero de su raza en una sociedad de blancos, […] pero 200 años antes», reflexiona Tom Reiss, que ha publicado esta semana la biografía The Black Count (en castellano, El Conde Negro, Editorial Crown). 

A esas alturas, Alex Dumas ya era comandante en jefe del Ejército francés en los Alpes. Él, de origen tropical, apenas había visto la nieve en su vida. Aun así, lideró el asalto de 53.000 soldados, sin apenas equipo, contra las tropas de montaña mejor preparadas del planeta. Triunfó gracias a sus tácticas de guerrilla: una noche, se calzó sus botas de clavos y, junto a un pequeño grupo de sus mejores hombres, tomó el Monte Cenis, la pieza clave de la cordillera. «Por sus hazañas, podría considerársele el padrino de las fuerzas especiales de los ejércitos modernos », concluye Tom Reiss. 

En la campaña de Italia, ya bajo las órdenes de Napoleón, Dumas apuntaló su fama. Alto, apuesto y dueño de una prodigiosa técnica militar, lo apodaban el Diablo Negro por la ferocidad de las tropas que comandaba. Con un puñado de soldados, evitó que todo un pelotón enemigo cruzara el río Adigio, crucial para la guerra. «Levantaba su sable como un campesino eleva su mayal y cada vez que caía la espada tumbaba a un hombre», escribió un testigo de sus hazañas. 

Alex era un duelista consumado. En un solo día, derrotó a tres adversarios, pese a que sangraba por un profundo corte en la sien. Este episodio inspiró una de las escenas más célebres de Los Tres Mosqueteros, en la que D'Artagnan desafía a un duelo a Porthos, Athos y Aramis en una sola tarde. Sólo la repentina aparición de las tropas de Richelieu fuerza a los cuatro a dejarse de piques para aliarse contra el verdadero enemigo: «¡Todos para uno y uno para todos!». 

Durante los años del Terror Jacobino, Dumas se jugó la vida al desobedecer órdenes de sus superiores. Vio con horror cómo los revolucionarios cometían todo tipo de atrocidades en nombre de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Pero él se negó a unirse a este festín sanguinolento: por ejemplo, prohibió que sus hombres saquearan los pueblos que conquistaban, una costumbre tolerada -e incluso incentivada- por otros generales. El Comité de Salvación Pública llegó a acusarlo de «incivismo», pero el mulato sobrevivió porque la caída de Robespierre supuso el abrupto final del Terror. 

Sin embargo, la carrera militar de Dumas tocaría techo a medida que Napoleón Bonaparte fue haciéndose con el poder. Era demasiado valiente, garboso y popular para el frágil ego del diminuto general. Llegó a considerarlo un rival en potencia, así que no tardaría en buscarse una excusa para deshacerse de él. Su caída definitiva se produjo durante la campaña de Egipto. Napoleón estaba empeñado en conquistar la zona, pese a que Dumas, comandante de la misión, creía que era un sinsentido. No tenía suficiente armamento, le insistía... El calor era insoportable... Sus hombres morían a miles por misteriosas enfermedades... Hasta que, harto de tantas estrecheces, el general pidió volver a Francia. «Podría sustituirle fácilmente con un brigada», fue la displicente respuesta de Napoleón Bonaparte. 

Dumas preparó su retomo a su granja de Villers-Cotterêts para febrero de 1799. Vendió sus muebles, alquiló un barco de mercancías y adquirió una decena de caballos árabes y 4.000 libras de café que pretendía revender a su llegada a Francia. Sin embargo, una tormenta forzó a la nave a desviarse a la costa de Taranto, al sur de Italia. 

Allí esperaban ser bienvenidos por los republicanos que controlaban la zona, pero los monárquicos acaban de recuperar la ciudad. Nada más pisar tierra firme, fue apresado en nombre del rey de Nápoles, que estaba en guerra con Francia. Dumas acabó en prisión, en manos de un grupúsculo reaccionario conocido como el Ejercito de la Fe Sagrada. 

El general pasó dos años encerrado en una mazmorra, sin que nadie se molestara en informarle de qué se le acusaba. Apenas comía, sufrió todo tipo de enfermedades y, en su delirio, llegó a creer que su médico trataba de envenenarlo con arsénico. Medio siglo después, esta trágica experiencia inspiraría las páginas de El Conde de Montecristo.
 
En 1801, a Dumas lo soltaron con tan pocas explicaciones como cuando lo arrestaron. En apenas dos años de encierro, el apuesto general se había convertido en un despojo: ciego de un ojo, sordo de un oído, con medio cuerpo paralizado y la mente machacada por el trauma. Para redondear su mala fortuna, el Gobierno francés regateó la pensión al general que tanta gloria le había proporcionado. 

Alex Dumas vivió sus últimos años en su granja de Villers-Cotterêts junto a su querida Marie-Louise. Poco después de su retorno a Francia, tuvo a su tercer hijo, el futuro novelista Alejandro. Pero su alegría fue fugaz: el 26 de febrero de 1806 murió víctima de un cáncer de estómago, a los 43 años. 

En aquella época, la propaganda napoleónica se empeñó en sepultar sus hazañas en un rincón de la Historia. Tal era la inquina de Napoleón que encargó que repintaran un cuadro sobre la campaña de Egipto para borrar su rostro de la escena. En su lugar; colocaron a un apuesto oficial de pelo rubio y ojos azulísimos: cuanto menos se pareciera al mulato, muchísimo mejor. Un siglo después, los nazis harían algo parecido: tras tomar París, destruyeron un busto en su honor en las Plaza Malesherbes, puesto que conmemoraba a un hombre de raza mixta. 

Sólo su hijo Alejandro -«¡Mataré a Dios!»- se preocupó de mantener el legado de su progenitor. «Adoro a mi padre», escribiría luego en su libro de memorias. «Lo quiero con un amor tan tierno y profundo y verdadero como si me hubiera acompañado durante mi juventud y hubiera pasado de niño a hombre asido a su poderoso brazo». 

Durante años, el joven Alejandro acosó a su madre para que le contara las hazañas de aquel misterioso hombre al que apenas conoció. También se reunió con decenas de militares que le relataron más aventuras del valeroso general mulato que nunca conoció el miedo. Gran parte de aquellas historietas acabarían años después en las páginas de sus novelas: un camino a la inmortalidad que ni el vengativo Napoleón consiguió liquidar.

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