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jueves, marzo 21

Simenon, el hielo delgado

(Un artículo de Patricio Pron en el suplemento cultural del ABC del 23 de septiembre de 2012)

No es habitual que los escritores vivan las experiencias de sus personajes (Kafka no se convirtió jamás en un horrible insecto, Nabokov nunca escapó con una jovencita, etcétera), pero, por alguna razón, sí es frecuente que los autores de literatura policiaca y de misterio no carezcan de enigmas. James Ellroy es hijo de una mujer asesinada cuya muerte (que investigó en Mis rincones oscuros, de 1996) nunca fue esclarecida. Agatha Christie desapareció en diciembre de 1926 y solo fue encontrada tras once días de intensa búsqueda en un hotel en el que se había alojado bajo el nombre de la amante de su marido y en un estado cercano a la amnesia; la escritora inglesa ficcionalizó lo sucedido en esos días de 1926 en una novela titulada Unfinished Portrait [Retrato inacabado]. Georges Simenon fue un enigma a lo largo de toda su vida, comenzando por el 13 de febrero de 1903, día que nació en Lieja (Bélgica); al parecer, por aversión a ese número, su madre dijo siempre que había nacido el día anterior: aunque esto podría ser una mentira.

No es el único enigma en la vida de este escritor huidizo y a menudo contradictorio (de hecho, Fenton Bresler tituló su biografía de 1983 The mystery of Georges Simenon): buena parte de sus lectores nunca supo que uno de los autores más leídos del siglo XX abandonó la escuela a los quince años; otros, que, no siendo particularmente agraciado, fue un amante voraz que alguna vez admitió haberse acostado con diez mil mujeres (aunque su segunda mujer diría más tarde que «solo» fueron mil doscientas, y la mayoría prostitutas); además, nunca quiso hacer pública su ideología, lo cual, en la escena politizada de su época, fue visto por una intelectualidad principalmente de izquierdas como un síntoma de derechismo. En realidad Simenon fue claramente antisemita, se benefició de su relación con las autoridades alemanas de la ocupación y debió escapar a Estados Unidos para no ser fusilado por colaboracionista.

Pero el misterio central en su vida es el de su extraordinaria productividad: el escritor belga publicó setenta y seis novelas policiales y ciento veinte novelas «duras» (que es como llamaba a sus obras «serias»), alrededor de mil cuentos, ciento cincuenta y cinco novelas breves o nouvelles, doscientas novelas populares, veinticinco obras autobiográficas, veintisiete grandes reportajes y miles de artículos periodísticos. Al misterio de cómo se las arregló para escribir tanto (su obra reunida alcanza las veinticinco mil páginas) se le suma el de por qué una producción tan extensa fue soslayada mayoritariamente en detrimento de unos textos policiacos que no constituyen ni siquiera la mitad de esa obra. 

Una explicación plausible, desde luego, es que los textos policiales de Simenon son muy buenos y su personaje, el comisario Jules Maigret, uno de los más logrados del género. No es suficiente, sin embargo: a pesar de los sustanciosos dividendos que le proporcionaban sus libros de género, Simenon no parece haberse enorgullecido particularmente del hecho de que estos fueran sus libros más vendidos; la forma misma en que la prensa hablaba de él como «el autor de las novelas de Maigret» lo colocaba en un lugar subsidiario, como si el escritor de libros extraordinarios como En casa de los Krull y El hombre que miraba pasar los trenes fuera la creación del detective y no al revés. Hacia el final de su vida (murió en Lausana en septiembre de 1989), su decepción por no haber sido tomado nunca «en serio» como escritor era evidente. 

Simenon produjo una obra singularmente oscura cuyos personajes intentan escapar permanentemente de un mundo agresivo y absurdo; un mundo que carece de certezas y en el que alguien como Kees Popinga, el protagonista de la segunda novela mencionada, puede abandonar a su familia y convertirse en el asesino más buscado de Francia después de que quiebre la empresa en la que trabajaba. Popinga es un hombre que sencilla-mente desea que se lo deje tranquilo, y la facilidad con la que se sumerge en el mundo del hampa es incómoda por dos razones: porque obliga a los lectores del libro a revisar las visiones morales con las que estos juzgan incluso a los personajes de ficción (y no solo a ellos) y porque apunta a que estos también podrían convertirse en Popinga si el mismo número de circunstancias que confluyen en su caso (y no son muchas) se repitiera.

El primero de estos aspectos es posiblemente el más antipático de la obra de Simenon para aquellos lectores habituados a tener un juicio moral inflexible. Al igual que en el caso de Popinga todos los personajes de Simenon parecen deslizarse sobre una delgada capa de hielo a punto de romperse: la fragilidad del suelo moral que pisan lleva al lector a tener que admitir que el límite entre lo que se encuentra sobre la superficie y lo que está sumergido es tan inestable que incluso podría hablarse de que no existe ningún límite en absoluto. El alcalde de Furnes, por ejemplo, es una persona autoritaria a la que el suicidio de un empleado arrastra a la angustia y al sinsentido; su fortaleza se trastoca en debilidad en la relación con su madre (que, de acuerdo a Pierre Assouline, autor de la biografía de 1994 Simenon: Maigret encuentra a su autor, sería un trasunto de la despótica y fría madre del propio autor) y, en líneas generales, allí donde las personas a las que tiraniza deciden que su momento ha llegado. 

Alguna vez Simenon afirmó que solía bajar algo menos de un kilo de peso por capítulo y unos cinco por novela, y que los recuperaba en un mes; también afirmó (refiriéndose a su estilo, duro y preciso) que escribir de esa forma le impedía expresar ideas complejas para «mantener el estado de gracia, un estado completo de vacío de sí mismo para ser el otro». Toda su obra apunta a minar la convicción de que existe algún tipo de diferencia entre la normalidad y el desastre; también, la de que es posible conocer a los demás de alguna forma. «Desde los quince o dieciséis años, tuve curiosidad por el ser humano y por la diferencia que existe entre el hombre vestido y el hombre desnudo; es decir, entre este tal como es y cómo se muestra en público, e incluso como se mira al espejo. Mis novelas no han sido más que una búsqueda de ese hombre desnudo», afirmó. Pero él mismo procuró que, en su caso, el hombre desnudo que era permaneciese en el misterio.  

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