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viernes, abril 5

La Biblia del resucitado Lincoln



(Un artículo de María Ramírez en el suplemento Crónica de El Mundo del 28 de octubre de 2012)

El 23 de agosto de 1864 Abraham Lincoln se levantó y escribió una nota que empezaba así: «Esta mañana, como en los últimos días, parece extremadamente probable que esta Administración no será reelegida. Entonces será mi deber cooperar con el presidente electo y salvar la Unión entre las elecciones y la toma de posesión». Escribió unos párrafos más, dobló el manuscrito y llamó a sus ministros para que firmaran el papel sin leerlo. Estaba casi seguro de que perdería las elecciones y quería que su gabinete aceptara a ciegas que el plan de guerra contra los secesionistas y esclavistas no se interrumpiría tras su derrota.

En contra de sus miedos, el 8 de noviembre el presidente ganó los comicios con el 55% de los votos contra un ex general suyo de la guerra civil, George McClellan. Lincoln venció aunque una parte de su propio partido lo consideraba incompetente (creó uno nuevo con sus fieles) y sus intentos de liberación de los esclavos dividían a la opinión pública. Los panfletos demócratas aseguraban que estaba dirigiendo experimentos para que blancos y negros se mezclaran y nacieran más mulatos. Los caricaturistas se cebaban contra un político que no llevaba bien las críticas. A menudo, Lincoln decía sentirse herido.
«Hizo muchas cosas buenas y era muy admirado en vida. Pero también era una persona muy odiada en los estados sureños. No era el gigante que conocemos hoy», explica a Crónica Joan Chaconas, historiadora y miembro de la Lincoln Society. Ella atribuye parte de su mito al asesinato y el legado interpretado después, pero el presidente tuvo que hacer muchos equilibrios sólo para que le aceptaran.

«Ningún presidente en la Historia ha sido más demonizado en su presidencia que Lincoln», proclamó en febrero de 1974 Richard Nixon, quien había interiorizado a ese líder desde la infancia: cuando tenía 12 años recibió como regalo un cuadro de Lincoln para colgar encima de la cama.

Nixon, como otros presidentes de ambos partidos, admiraba a su predecesor. Theodore Roosevelt tenía un retrato de Lincoln encima de su mesa de trabajo en la Casa Blanca y solía buscar inspiración en su recuerdo: «Cuando tengo un gran problema miro hacia su retrato y hago lo que creo que habría hecho él», dijo en una ocasión. Dwight Eisenhower se sentaba hasta en el mismo banco de la iglesia presbiteriana que un día ocupó el líder mítico. El año pasado, en la ceremonia del décimo aniversario del 11-S, George W. Bush leyó la carta de Lincoln a Lydia Bixby, una viuda que perdió varios hijos en la guerra civil (es la misiva que también aparece en Salvar al soldado Ryan).

En 2007, Barack Obama anunció su candidatura delante del mismo capitolio en Springfield donde Lincoln empezó la suya. Tras la victoria, el primer afroamericano presidente insistió en recrear el viaje en tren a Washington de Lincoln para su toma de posesión y quiso jurar el cargo con la misma Biblia sobre la que posó la mano su predecesor el 4 de marzo de 1861 (el ejemplar se compró para Lincoln y ningún presidente lo había vuelto a usar hasta que Obama lo pidió en 2009). «No sólo Lincoln es uno de mis héroes políticos, sino que como él serví durante siete años en Springfield en el Senado del Estado y ahí es donde aprendí a legislar. Es donde desarrollé muchas de mis ideas políticas», explicaba Obama en su primera campaña presidencial.

La referencia funcionaba para el electorado en un país donde el ex mandatario es parte de la cultura popular. En Halloween, niños y adultos se siguen poniendo la chistera y la barbita del presidente número 16 de Estados Unidos. Desde que en 1908 se hizo la primera película sobre él, ha habido docenas. Al menos quedan 40 sólo de cine mudo. Y ahora Steven Spielberg estrena este mes Lincoln, su nuevo clásico con Daniel Day-Lewis. El director cuenta a Crónica que Lincoln es «el mejor político y presidente de toda la Historia americana» y que las elecciones de este año son «demasiado actuales» para que le inspiren un rodaje. «Prefiero que ése sea mi mensaje político. En lugar de hacer películas como Todos los hombres del presidente», dice Spielberg.

Pero lo cierto es que el director ha retrasado el estreno de su película para evitar las elecciones del 6 de noviembre y que se utilice al presidente que considera su héroe. Lincoln se estrena en Estados Unidos el día 9 y sólo en unos pocos cines antes de su difusión masiva. «No dejemos que caiga en el juego político», dijo hace unas semanas Spielberg en el Festival de Cine de Nueva York. El director subrayó, además, que su filme podría «confundir» en plenos comicios porque los partidos políticos actuales no se corresponden a los de la época de Lincoln, cuando los izquierdistas eran los republicanos. La película también podría dar ideas a algunos.

Lincoln, presidente en 1860 y 1864, es mítico por su defensa de la abolición de la esclavitud, su tenacidad en la guerra y sus discursos inspiradores, pero para los políticos es también un ejemplo de cómo se hace campaña. Aquel final de verano de 1864 en que tenía todas las de perder, la evolución de la guerra le empezó a acompañar tras una batalla triunfal para los unionistas en Atlanta. Pero no se trató sólo de un golpe de suerte. Lincoln, acostumbrado a maniobrar en la política local, también recurrió a viejas tácticas, como el soborno con sus promesas de dinero o influencia. Todo el que quisiera seguir recibiendo ayuda del Gobierno, tenía que apoyar al presidente, movilizar a los suyos y contribuir a la campaña, según Lincoln se encargó de transmitir a periodistas y empleados públicos con la ayuda del director y fundador del New York Times, Henry Jarvis Raymond.

Los tratos eran una especialidad de Lincoln. Tras su segunda victoria, empujó la decimotercera enmienda de la Constitución que abolía la esclavitud en todo el país convenciendo a un congresista terrateniente de Misuri de que recibiría favores a cambio de conseguir los votos necesarios en la Cámara de Representantes. Para sumar apoyos, y con la ayuda de un ex periodista, no dudó en prometer cargos públicos o en ayudar a que algún republicano en peligro mantuviera su escaño en contra de peticiones de recuento por lo ajustadas que habían sido las elecciones en algunas circunscripciones. Él mismo se definía como un pragmático con un instinto político natural.

«Si pudiera salvar la Unión sin liberar ni a un solo negro, lo haría. Si pudiera salvarla liberando a todos los negros, lo haría. Si pudiera hacerlo liberando a unos pocos y dejando a otros atrás, también lo haría», dijo al New York Tribune en agosto de 1862, cinco meses antes de firmar la orden ejecutiva que declaraba hombres libres también a los esclavos de los 10 estados rebeldes del sur.

Pese a instruir a sus aliados para que cerraran los pactos necesarios para ganar apoyos o las elecciones, su mayor arma política era su imagen de honrado. Cuando trabajaba de adolescente en una tienda, su mote era, de hecho, honrado Abe. Si se equivocaba al devolver el cambio a un cliente era capaz de recorrer kilómetros para encontrarlo y darle lo que era suyo. Y lo solían elegir como árbitro en carreras de caballos y otras competiciones.

Hasta sus críticos reconocían que infundía respeto y así logró imponerse en el enfrentamiento con su propio partido. En las elecciones de 1864, ganó como líder de una facción que se llamaba Partido de Unión Nacional, donde había incorporado a republicanos y demócratas no racistas. Su primer Gobierno ya era una amalgama ideológica: cuatro de sus siete miembros originales eran antiguos demócratas. Un secretario personal de la Casa Blanca resumía así a sus ministros: «Deseaba combinar la experiencia de Seward, la integridad de Chase y la popularidad de Cameron; mantener el oeste con Bates y atraer a Nueva Inglaterra con Welles; contentar a los whigs con Smith y convencer a los demócratas con Blair». William Seward, su secretario de Estado y ex senador de Nueva York, había sido su rival en el partido para la Casa Blanca.

El consenso era una de las claves que explicaban el ascenso de Lincoln, que ganó por un ajustado 40% las elecciones de 1861 cuando aún era un político poco conocido. Apenas había recibido una educación formal y todo lo que sabía lo había aprendido pidiendo libros prestados, pero su inteligencia y su gusto por la negociación lo encumbraron desde que con 23 años se presentó a su primer cargo público en Illinois. Gracias a su ambición, no sólo llegó a ser líder del partido, sino que lo reconstruyó como uno nuevo. «La política era su cielo», decía un viejo amigo y compañero abogado, William Herndon.
Al presidente le encantaba negociar y conversar con otros políticos. No quería perderse fiestas ni reuniones porque decía querer su «baño de opinión pública». Lo último que hizo antes de ir al Teatro Ford en Washington, donde fue asesinado en abril de 1865, fue organizar una tertulia con colegas de Illinois.

Le gustaba hacer contactos y mantenerlos, y simpatizaba con quienes luchaban por conseguir un cargo porque él había sufrido las dificultades de estar a las puertas del poder. Los pasillos y las escaleras que llevaban a su despacho en la Casa Blanca solían estar llenos de generales, jueces, secretarios o granjeros que aspiraban a conseguir un puesto. Le gustaba hablar con todos, pero habitualmente sólo confiaba en su criterio.

Un amigo cercano, Leonard Swett, describía así su manera de actuar: «Escuchaba a todo el mundo, pero raramente, tal vez nunca, pedía opinión. Como político y como presidente, llegaba a todas sus conclusiones a partir de sus propias reflexiones y una vez que se había formado su opinión, nunca dudaba de que tenía razón».