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lunes, abril 1

Dipsomanía y literatura: el don de la ebriedad

(Un artículo de Gonzalo Ugidos en el Magazine de El Mundo del 27 de noviembre de 2011)



Fueron tan célebres por sus obras como por su alianza con la bebida. Desde Edgar Allan Poe, estereotipo del borracho lúgubre, hasta el vividor Scott Fitzgerald. Una relación que también atrapó a artistas como Modigliani, Mark Rothko y Jason Pollock. 

Bueno es el vino si el vino es bueno y la cantidad la justa. El veneno es la dosis. Fue el vino lo que adensó el estilo de Rabelais, Villon o Joyce y fue la dosis lo que amargó la vida y adelantó la muerte de Allan Poe, de Joseph Roth y de Malcolm Lowry; adalides de los escritores borrachos que ocupan su lugar en el Parnaso a la diestra del dios Baco. 

Aconsejaba Stephen Vicinczey no escribir bajo los efectos del alcohol porque "la lucidez es esencial en un escritor". Mojar la pluma en vino no suele dar páginas memorables, aunque abundan los escritores dipsómanos que destilaron el alcohol en arte puro y alcanzaron la condición de clásicos trastabillando por las avenidas de la gloria a fuerza de mezclar el vino con la tinta.
La literatura, como cualquier arte, es el territorio de la rebeldía como postulaban los románticos y los poetas malditos, aspira a profanar las normas. Por eso el consejo del húngaro admite excepciones: ni El gato negro de Poe, ni La leyenda del santo bebedor de Joseph Roth, ni Bajo el volcán de Lowry serían iguales sin la extraña lucidez que aporta el sopor etílico. Bajo el volcán es una Divina comedia ebria, el descenso a los infiernos de su protagonista refleja la inmolación alcohólica de su creador. En pocas páginas de la literatura universal se transparentan tan bien los influjos del alcohol. Malcolm Lowry escribe con un tempo lento, exasperante, con descripciones obsesivas en las que irrumpe una vida interior trenzada en el remordimiento y la culpa por beber como una holoturia. 

Poco antes de morir en 1939, un alcoholizado Joseph Roth escribió en París La leyenda del santo bebedor. El protagonista es un clochard que vive bajo los puentes del Sena y a través del vino y de la absenta ve la vida como algo extraordinario y milagroso. Pero esa experiencia luminosa la pagará con la muerte. Como su creador que, a los 44 años, pagó ese caro tributo "a modo de gratitud con el destino". Igual que para Shakespeare, para este austrohúngaro melancólico el vino era una invitación al olvido. O acaso se había bebido en vaso largo este elogio de Baudelaire a la cogorza perpetua: "Hay que estar siempre borracho. Para no sentir el horrible fardo del Tiempo hay que emborracharse sin tregua. Pero, ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, a vuestro gusto. Pero emborrachaos". 

No sólo Joseph Roth obedeció sin rechistar, sino también el griego Arquíloco, el romano Horacio, el persa Omar Jayán, el español Gonzalo de Berceo, el inglés Chaucer, el italiano Bocaccio, los peruanos César Vallejo y Bryce Echenique, el americano Bowles o el cubano Cabrera Infante. O el también español Claudio Rodríguez, cuyas páginas imperecederas lo son porque además de virtuosas son sedientas. Las mieles traicioneras del vino al por mayor abren a veces las puertas de la percepción intuidas por William Blake y permiten ver el mundo y sus abismos desde una atalaya diferente. 

"Cual transitoria/jaculatoria/contra el calor/la vinigloria/ circulatoria/ es lo mejor", escribe Rabelais. El autor de Gargantúa y Pantagruel se sentía muy orgulloso de la calidad de los vinos blancos de La Pomardière, la finca de su familia en Gravot. Gargantúa se lavaba las manos con vino frío tras el almuerzo y el caldo corre a torrentes en esas páginas llenas de bebedores desaforados que liban "como tierra seca". 

Como los santos bebedores Juan Rulfo y Juan Carlos Onetti. A Juan Rulfo, el creador de Pedro Páramo, muchas veces lo encontraron durmiendo desnudo en las calles, en su turca colosal no se daba cuenta de que le robaban la ropa mientras dormía la mona. A Onetti, el demiurgo de Santa María, uno de los territorios imaginarios más fértiles de la literatura, lo veían salir de los bares "caminando con falsa dignidad por la vereda". Lo que había trasegado podía hacer palidecer de envidia a las esponjas. Su leyenda de beodo solitario crecía a medida que cumplía libros y, a la intemperie de la angustia, buscaba un cobijo hospitalario en la botella. 

Cuenta Eduardo Galeano que junto a su cama tenía un alambique con un sistema de tubos y serpentinas que le permitían sin el menor esfuerzo beber vino, casi siempre tinto y casi siempre peleón. De sus encuentros con el mexicano Rulfo, Onetti cuenta la siguiente anécdota: "Cuando me encuentro con él nos preguntamos: ¿Qué tal estás tú, Juan?, y él me dice ¿Qué tal estás tú, Juan?, y cada uno se sienta con su botella y nos pasamos horas sin decimos nada". 

Anthony Burgess recomendaba escribir al día siguiente de una borrachera, pero jamás en estado de embriaguez; así lo hacía William Faulkner, que escribía de día en un burdel y de noche se iba de juerga. El novelista irlandés James Joyce, gran bebedor, no apreciaba el vino tinto (lo llamaba “bistec licuefacto''), pero se amonaba en Zurich con el blanco, un Fendant de Sion, mientras escribía el Ulises. Ese vino bien podría ser una de las fuentes de su extraño estilo. Aunque quién sabe, porque tanto más que él libaba el parrandero Hemingway, que escribía con un estilo tan transparente como el mejor riesling. En agosto del 44, cuando cesó el tiroteo en París, el escritor y sus hombres se fueron a "liberar el bar del Ritz". Armado con una Sten, bajó a la bodega a por unas cuantas botellas de Mouton Rothschild, subió al bar y pidió al legendario barman Bertin una ronda para los presentes, entre los que se contaban Robert Capa y J. D. Salinger. Marlene Dietrich no tardó en llegar y acabó cantando en la bañera del escritor corsario. Fue uno de los actos menos heroicos de la Segunda Guerra Mundial, pero uno de los más gamberros. 

Fue largo su historial con el bar del Ritz. Durante los primeros años de su experiencia parisina lo visitaba una vez por semana, no le daba para más. Cuando le llovieron los cheques, Hemingway no tardó en recuperar el tiempo perdido. El bar era el epicentro de un circuito de santuarios alcohólicos que incluía también los cafés de Montparnasse y del Barrio Latino.
Si Poe es el estereotipo del borracho lúgubre; Scott Fitzgerald, el del borracho bon vivant, y Stephen King, el del bebedor desmemoriado, Hemingway es el borracho intrépido. Cuando se amonaba, se volvía heroico e intentaba llevarse a la cama a Simone de Beauvoir después de haber vaciado seis botellas con su amante, Jean-Paul Sartre. O componía un irreverente villancico en honor a la vagina de su mujer, Martha Gellhorn; o le daba una paliza a André Malraux, el futuro ministro francés de Cultura; o regalaba a Picasso una camisa manchada con la sangre de un nazi a quien él mismo había dado el finiquito. La más célebre de sus historias cuenta cómo, cuando una de sus nuevas amantes -Mary Welsh- se cansó de las borracheras del escritor, Hemingway pidió a Bertin que inventara un coctel sin olor. "La condenada de Mary no detectó nada", le dijo después al barman que inventó para él el Bloody Mary. 

Si hubo alguien que lo superara en el tamaño de su sed fue Charles Bukowski, por cuyo sistema alcohólico no corría una gota de sangre. Ante la mirada condescendiente de Bernard Pivot, conductor del programa de la televisión francesa Apostrophes, Bukowski vació de un solo trago una botella de vino blanco. 

Jamás hizo nada con mesura y pensaba que, puestos a beber, tanto pecado hay en un vaso como en una jarra. Publicó más de 40 libros donde a través del obsceno lenguaje de los bares, la autobiografía se enreda en la ficción. Pero Bukowski no era un payaso borrachín, sino un tipo lúcido y rebelde. Ninguna imagen mejor para resumir su obra que la de un borracho desmayado a la sombra del letrero de Hollywood. Beber sin tasa, como los salmones, propicia a veces una visión luminosa e inquietante del mundo.

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