La locura de amor de Man Ray
(Un artículo de Lucy Davies en el XLSemanal del 7 de agosto
de 2011)
En 1929, dos semanas después de cumplir 22
años,
Lee Miller se disponía a zarpar de Nueva York hacia París mientras sus dos
amantes se jugaban a cara o cruz quién iría a despedirla al muelle. Llegado el
día, mientras observaba cómo el transatlántico se alejaba río Hudson abajo, el
ganador descubrió, azorado, que su rival sobrevolaba el barco en un biplano que
de pronto se acercó a la cubierta para lanzar sobre ella una lluvia de rosas en
honor de la muchacha. Que una mujer tan joven despertara semejantes pasiones explica
en buena parte la historia que sigue.
Al abandonar Nueva York, Miller estaba en la cima de
su fama como modelo. Protagonista habitual de las portadas de Vogue,
era
considerada como una de las mujeres más deslumbrantes de su época. Modelo preferida
de los grandes fotógrafos Edward Steichen y Arnold Genthe, llevaba el pelo
rubio tan corto que, en palabras de Cecil Beaton, llevaba a pensar en «un joven
pastor de cabras de la vía Apia tostado por el sol».
Pero la belleza y el ángel de Miller resultaron
problemáticos para la propia Lee y para quienes la amaron. Siempre asediada por
hombres decididos a poseerla como fuera, Miller empujó a la vez a incontables
artistas a la cima de su creatividad. Cocteau le dio un papel en su filme La
sangre de un poeta.
Picasso le dedicó hasta seis retratos... Sin embargo, en ningún artista
despertó tanta pasión como en Man Ray.
Durante tres años intensos, Miller y el célebre
fotógrafo surrealista trabajaron codo a codo en su estudio, primero, como
creador y aprendiz; después, como amantes e iguales artísticos; y, por último,
como enconados adversarios. Al separarse en 1932, Ray
se hallaba a las puertas de una locura de la que precisaría décadas para
recuperarse.
[…] Lee y Man se
conocieron en el piso superior del bar Bateau Ivre, en el Boulevard Raspail, a
un paso del estudio de Ray en Montparnasse. «Lo hice aposta, pues andaba
buscándolo», confesó ella en una entrevista en 1975.
Lee se sentó entonces a esperar en el bar. «Y de pronto Man Ray
entró;
Su aspecto era el de un toro, tenía un torso extraordinario y las cejas y el
cabello
muy oscuros. Le dije: 'Me llamo Lee Miller y soy su nueva alumna'. Man dijo:
'Yo no acepto alumnos' y agregó que al día
siguiente se marchaba a Biarritz. 'Pues yo también', respondí. ¡Y así empezó
todo!».
El viaje a Biarritz fue el principio de una
aventura. Ambos habían llegado a París desde Nueva York, deseosos de
reinventarse en el plano personal. Ray la fotografió en la carretera, con la espalda
apoyada en su elegante Voisin descapotable, tocada con una boina idéntica a la
que llevaba puesta él mismo. Nada más volver a París, Lee envió un telegrama a
su padre informándolo de que había alquilado un apartamento en el Boulevard Montparnasse,
pues se quedaba en la ciudad para estudiar fotografía.
«Montparnasse por entonces era el centro del
universo», recordaría ella muchos años después. «En el barrio había unos
restaurantes estupendos en los que te tropezabas con James Joyce, Hemingway y
otras figuras semejantes; todas, acompañadas por sus propios
círculos de amigos. El intercambio de ideas resultaba refrescante y estimulaba
el trabajo de los demás».
Lee, al principio, trabajó como ayudante y
recepcionista, y su belleza excepcional no tardó en cautivar a los visitantes.
Madge Garland, del Vogue británico,
describió cómo estos «de pronto se encontraban ante una figura tan hermosa que
terminaban por olvidarse del propósito de su visita».
Ray dio a Miller una pequeña cámara Kodak plegable y
empezó a enseñarle todo cuanto sabía. Al poco tiempo, ella abandonó el cercano
apartamento y se mudó a vivir con él. Ambos se convirtieron en integrantes de
un círculo social tan reducido como interesante y pasaban
las vacaciones en el sur de Francia con Picasso y la fotógrafa surrealista Dora
Maar. Si andaban cortos de dinero, Miller volvía a trabajar como modelo para el
fotógrafo George Hoyningen-Huene.
Pronto resultó palmario que Lee tenía verdadero
talento para la fotografía y el papel de ayudante se le quedaba corto. Pese a
que Ray tenía 17 años más que ella, su asociación artística era recíproca por
entero. «Trabajando, veníamos a ser una misma persona», diría él. Esa asociación
alcanzó su cénit en 1930, cuando accidentalmente descubrieron la solarización,
una técnica que aportaba un aura plateada a las fotos. La solarización se
convirtió en el hallazgo de la época y contribuyó a que la fotografía dejara de
ser una ocupación artesanal para convertirse en una de las bellas artes por
pleno derecho.
Tan estrecha relación profesional por fuerza tenía
que causar problemas, que empezaron en 1931. Lee estaba cansándose de su
función de subalterna. Era cada vez más conocida, y sus ansias de independencia
crecían, como expresaba con cada vez menor reparo. Ray se sentía dividido entre
el proyecto de ayudarla profesionalmente y el deseo de retenerla a su lado.
«Tienes que hacer lo posible para convertirte de una
vez en mi mujer, estemos o no casados -le escribió él-. No puedo imaginarte de
otro modo. Estoy pasando por serios problemas a causa de tanta disipación y
tanto mal gasto de energías, y uno de estos días voy a
venirme abajo. Es la última vez que me retiro de tu lado porque así me lo
pides. Con amor, Man». En su condición de grupo
bohemio, los surrealistas eran defensores acérrimos de l'amour fou,
'el
amor libre', pero si bien todos convenían en que había que ponerle fin a los
celos amorosos, de las mujeres esperaban otra clase de comportamientos...
La amistad que Lee estableció con Cocteau durante el
rodaje de La sangre de un poeta provocó
los recelos de Man Ray, quien ya se puso totalmente fuera de sí cuando más
tarde Miller no hizo ascos a las atenciones del ruso Zizi Svirsky, una figura
muy conocida en la sociedad parisina del momento.
Este clima tempestuoso empeoró una noche que Miller
recuperó de la papelera un negativo descartado por Ray y empezó a transformarlo
en una obra de cosecha propia. Enfurecido, Man la expulsó del estudio. Cuando
días más tarde regresó, Lee se encontró una copia de la fotografía clavada en
la pared. Ray había sajado con una navaja la imagen del cuello de Miller y
cubierto el estropicio con tinta escarlata. Miller respondió comprándose un
billete de regreso a Nueva York. Al darse cuenta de lo que había hecho, Ray
compró una pistola y dijo a todos quienes quisieran oírlo que no sabía si
pegarle un tiro a Lee o pegárselo él mismo.
La pistola está en la mano del fotógrafo en un
autorretrato donde Ray aparece con una soga al cuello y un frasco de veneno
ante él. La imagen fue escenificada una madrugada, después de que él se hubiera
pasado la noche entera gritando bajo la lluvia a dos pasos de la ventana del
estudio de ella.
En los meses posteriores a la ruptura, Ray creó dos
de sus obras más conocidas. Primero pegó al péndulo de un metrónomo una
fotografía de uno de los ojos de Miller y envió una imagen de la composición a
la revista de los surrealistas, con las instrucciones: «Córtese el ojo de una
persona que hemos amado, pero a la que ya no vemos más. Péguese el ojo al
péndulo de un metrónomo y regúlese el peso hasta que se ajuste al tempo
deseado.
Continúese hasta el límite. Apunten bien con un martillo y traten de hacerlo saltar
todo por los aires a la primera».
Hora
de observatorio: Los amantes, un lienzo con los
rojos labios de Lee Miller suspendidos en el cielo de París, también iba
acompañado de un poema: «Te encuentro en el espacio vacío y la luz débil y -es
mi única realidad- te beso». Más tarde, cambió de opinión y fotografió el
lienzo colgado sobre un sofá en el que yacía una decapitada figura femenina de
yeso. Fueron necesarios cinco años para que llegara el cese de las
hostilidades. Lee Miller y Man Ray volvieron a encontrarse en 1937, en una
fiesta de los surrealistas, y su antiguo amor se convirtió en una profunda
amistad que perduró hasta la muerte del fotógrafo, en 1976.
«En nuestra casa había un montón de obras de Man
Ray», explica Antony Penrose, el hijo que Miller tuvo durante su último
matrimonio, con Roland Penrose. Durante su niñez y adolescencia, Antony nunca
llegó a saber cuál había sido la verdadera relación entre ambos. Pero en 1977, tras
la muerte de su madre, Penrose se tropezó en un desván con los retratos que Man
había hecho de ella. «Eso me obligó a replantearme muchas cosas -cuenta-. Yo
solo la había conocido como una alcohólica patética y sin remedio y de pronto
me entraron ansias de saber más de ella. Todo aquello iba más allá de la simple
historia del arte; también era una historia de amor». Uno de los regalos más
conmovedores que Penrose encontró fue una caja de madera de cigarros puros
cubanos en cuyo interior había una lente de ojo pez -extraída de la mirilla de
una puerta- que había sido taladrada. Ray sabía que Miller sufría de terribles
depresiones -fruto de su posterior desempeño profesional como corresponsal de
guerra para Vogue- y
esperaba que aquella caja pudiera aportarle una nueva perspectiva.
Lee y Man se vieron por última vez en 1974, en una
retrospectiva sobre Ray en el ICA londinense cuando él tenía 85 años. Lee le
proporcionó una silla de ruedas, de la que Man no tardó en escabullirse para
aventurarse por una gran instalación de tubos que había en otra sala. Lee se
metió en ella por el otro lado y ambos se encontraron en el centro. Luego
retrocedieron, entre risas, cada uno por su lado. Durante la estancia de Ray en
Londres, ella fue a visitarlo a su hotel todos los días. «Siempre estaban
sentados en la cama el uno junto al otro -recordaría la secretaria del
fotógrafo-. Entre ellos había mucha ternura. Se diría que Lee era su esposa».
¿Qué pensó Penrose al saber de la intimidad y las turbulencias que su madre
compartió con Man? «Me sirvió de inspiración y ejemplo -dice-. Me ha sido de
gran ayuda en la vida saber que una relación tan difícil al final culminó en un
afecto tan profundo como duradero».
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