500 años del descubrimiento del Pacífico
(Un artículo de Gonzalo Ugidos en El Magazine de El Mundo
del 13 de enero de 2013)
Huyendo de sus acreedores, buscando el oro y sin
mostrar visos de piedad con los indios, el hidalgo extremeño Vasco Núñez de
Balboa se convirtió e125 de septiembre de 1513 en el primer europeo que divisó las
aguas del mayor océano de la Tierra. Fue, con las de Colón y Magallanes, la
hazaña más importante de la conquista de América.
El Pacífico es el mayor océano de la Tierra. Tanto que
en su cuenca caben 328 Españas. Llegó a llamarse
el "lago español" porque hasta principios del siglo XVII solo lo
surcaron nuestros barcos navegando hasta las Filipinas y explorando algunas de
sus 25.000 islas, que son más de las que tienen el resto de los océanos juntos.
También fue un español el primer europeo que lo vio,
hace 500 años. Se llamaba Vasco Núñez de Balboa y le puso el nombre de Mar del
Sur. Fue Magallanes quien, ocho años después, en su viaje de circunnavegación de
la Tierra, lo rebautizó como mar Pacífico porque creyó que sus aguas eran más
tranquilas que las del Atlántico Sur (no tenía ni idea el portugués de sus
tifones, de sus huracanes, de sus tsunamis).
El 25 de septiembre de 1513 Vasco Núñez de Balboa avistó
"una enorme extensión de agua" desde una cumbre del istmo de Panamá.
No fue una casualidad, llevaba años obsesionado con ese mar, porque le habían
dicho que en sus orillas abundaba el oro. Balboa descubrió el Pacífico buscando
riquezas por las que mató a destajo y se jugó la vida decenas de veces: o killer
y
rico, o muerto.
Seis años después de protagonizar el acontecimiento más
importante de la conquista de América después de la hazaña de Colón, Balboa
perdió la cabeza. No es un decir, su propio suegro -el gobernador de
Centroamérica-lo mandó ejecutar y vio cómo el verdugo le segaba el pescuezo con
un hacha. No era nada personal, solo era el oro.
Su azarosa vida la cuentan los cronistas de Indias y
decenas de biografías; Stephan Zweig las resume todas en una intensa miniatura
titulada Fuga hacia la inmortalidad, contenida
en Momentos
estelares de la humanidad. No oculta las matanzas, pero
ilustra la banalidad del mal con una épica lírico-bailable.
Todo pasó en Darién; en la actualidad, una de las
nueve provincias de Panamá y un topónimo que ha llegado a tener resonancias de
leyenda: heroico, vagamente estimulante y tan remoto como el de Avalón, Xanadú
o Tombuctú. Darién fue la primera colonia establecida sobre el continente americano
y la base de todas las inútiles búsquedas de Eldorado, que, al final, resultó
que no era un lugar con calles pavimentadas de oro, sino un indio al que
revestían de polvo de oro en un ceremonial en la laguna de Guatavita.
El oro era el poder; enloqueció a Lope de Aguirre y
fue el motor de las conquistas de Pizarra, Cortés, Orellana e tutti
quanti. Al regresar de su primer viaje a América, Colón
exhibió en su marcha triunfal por las atestadas calles de Sevilla y Barcelona
rarezas varias: hombres cobrizos, papagayos polícromos, plantas y frutas
extrañas. Pero lo que más emocionó a los Reyes Católicos fueron unos cofrecitos
llenos de oro.
No eran gran cosa, pero el gran engatusador Colón
prometió carabelas repletas. Por miles llegaron a América los hombres dispuestos
a encontrar Eldorado. La mayoría eran chusma: ladrones y bandoleros,
vagabundos, deudores acosados y maridos desesperados. Existencias fracasadas, derrotados
dispuestos a cualquier crimen para enriquecerse de golpe.
Vasco Núñez de Balboa no era exactamente uno de
ellos, solo un hidalgo de 24 años sin un chavo, pero sobrado de ingenio y
testosterona. Nacido en Jerez de los Caballeros (Badajoz) en 1475, anduvo de
marinero por el Caribe y se instaló en La Española como colono, hasta que lo
asfixiaron las deudas y se embarcó como polizón en un barco armado por el bachiller
Martín Fernández de Enciso, que iba a Tierra Firme en socorro de una colonia
establecida en lo que los españoles de entonces llamaban Castilla del Oro, un
área comprendida entre las actuales Colombia y Panamá. Balboa iba metido en un barril,
pero lo delató su perro Leoncico.
El bachiller Enciso no era un romántico. Como
alcalde y jefe de policía de la nueva colonia, le anunció sin miramientos que lo
abandonaría en la siguiente isla que avistaran, habitada o no. Pero Balboa, un
hombre de recursos, dio esquinazo a ese destino cuando dijo conocer un pueblo
llamado Darién, sobre la ribera de un río aurífero y habitado por indígenas hospitalarios.
Toda la tripulación babeó y a Enciso no le quedó
otra que tomar el rumbo a Darién, en el istmo de Panamá. Tras una matanza de
aborígenes, entre los avíos desvalijados se encontró oro y los desesperados
resolvieron fundar allí una nueva ciudad a la que dieron el nombre de Santa
María la Antigua del Darién.
En pocas semanas Balboa era el amo y señor. Enciso
huyó para salvar el pellejo y, cuando para establecer el orden finalmente
apareció Diego de Nicuesa, uno de los gobernadores de Tierra Firme
designados por el rey, Balboa ni siquiera lo dejó desembarcar. El desdichado Nicuesa
se ahogó durante el viaje de regreso. Balboa ya no tenía marcha atrás: era un proscrito
y su vida no valía nada. Salvo que...
Salvo que acumulara tanto oro que apaciguara a la
Corona. Tenía que conseguir oro. En compañía de Francisco Pizarro, expolió a
los indígenas después de las habituales batallas desiguales y feroces. Uno de los
caciques locales le ofreció como prenda de fidelidad a su propia hija. Extrañamente,
Balboa fue fiel a aquella muchacha india.
Otro cacique, Comagre, no solo le regaló 4.000 onzas
de oro, sino que le contó que más al sur, al otro lado de las montañas, había
un gran mar y en sus orillas, oro hasta decir basta. Era un camino peligroso,
porque los indios le impedirían el paso; pero se podía cubrir en unos pocos
días.
Balboa por fin había encontrado los rastros de
Eldorado, con el que soñaba desde hacía años y años. Creía que si llegaba vivo
al Mar del Sur le perdonarían la vida. Y sería rico y famoso. O el cadalso o la
inmortalidad. Había empujado a la muerte al legítimo gobernador del rey, solo
le quedaba una forma de fuga, "la fuga a la inmortalidad", como, no
sin prosopopeya, la llamó Stephan Zweig. La marcha comenzó el 6
de
septiembre de aquel 1513. Fue un camino de
exterminio de nativos, de fiebre, ciénagas, jungla venenosa y mosquitos. Y de
aguaceros como huracanes. La víspera de su día de gloria, Balboa dejó que su horda
de sabuesos hambrientos despedazara a decenas de prisioneros indios, atados e
indefensos. Esa matanza repugnante deshonró el prólogo de su hazaña inmortal.
Después de aquella carnicería, uno de los aborígenes
le señaló una cima cercana y le anunció que desde allí podía avistarse el
desconocido Mar del Sur. Balboa subió solo, no quería compartir con nadie la
primera visión del mar legendario. Trepó con la bandera en una mano y la espada
en la otra. Desde la cumbre vio un inmenso espejo de metálico fulgor: el mar
desconocido cuyas aguas alcanzaban las costas de la India y la China. Después,
el escribiente Andrés de Valderrábano redactó el acta que registraba el momento
solemne. Era el 25 de septiembre del año 1513.
Uno de los caciques señaló el sur. Le explicó que
allí había un país de tesoros cuyos amos comían en platos de oro. Su nombre sonaba
melódicamente como "Birú". Perú: ese nombre reavivó la codicia de
Balboa, quien durante años intentó llegar. Pero no sería él quien lo
conquistara.
De España llegó un nuevo gobernador, un hombre rico,
noble, distinguido, de 60 años, don Pedro Arias Dávila, comúnmente llamado
Pedrarias. Tenía la misión de imponer el orden en la colonia, hacer justicia y
castigar los crímenes cometidos.
Cuando desembarcó se enteró de la hombrada de
Balboa, la más colosal desde el descubrimiento de América. No podía
llevarlo hasta el patíbulo como a un criminal de medio pelo, debía felicitarlo
de todo corazón. Para no indisponer a los colonos antes de tiempo tenía que disimular.
Pero Balboa era hombre perdido.
Se aplazó la investigación judicial e incluso Pedrarias
comprometió a su hija en matrimonio con Balboa, a quien escribió una carta
cordialísima en la que le invitaba a que se encontrara con él en Acla, una
ciudad de Darién.
A las puertas del poblacho, un grupo de soldados se adelantó,
aparentemente para saludar al héroe del Mar del Sur. Núñez de Balboa corrió a
su encuentro para abrazar al capitán que los comandaba, un viejo camarada que
lo había acompañado en el descubrimiento del Mar del Sur: Francisco Pizarro. Pero
Pizarro lo declaró preso. También él ambicionaba el oro -el poder que da el
oro-, también él quería conquistar el país de Jauja y no le incomodaba eliminar
a un competidor tan audaz.
El gobernador Pedrarias acusó a Núñez de Balboa de
rebeldía. A los pocos días el reo marchaba hacia el cadalso. Corría enero de 1519,
cinco
años y cuatro meses después de su subida a aquella loma que le indicara un
indígena. En un segundo se cerraron para siempre los primeros ojos europeos que
simultáneamente vieron los dos océanos que abrazan la Tierra.
Solo dos descubrimientos pueden competir con el de
aquel decapitado: cuando Colón avistó la silueta de Guanahani desde la proa de
la Santa María y cuando Fernando de Magallanes, tras seis meses de
periplo, supo que había navegado alrededor de lo desconocido para encontrar lo
conocido. Pero en el momento de Balboa hay una grandeza singular: estaba solo.
Durante unos instantes el océano más grande la Tierra fue suyo
y solo
suyo.
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home