El último testimonio de Núremberg
(Un
artículo de Rosalía Sánchez en El Mundo del 21 de noviembre de 2010)
«Trataban de exculparse,
pero no mostraban pesar por lo ocurrido y mucho menos arrepentimiento». Así recuerda
Siegfried Ramler, traductor simultáneo durante los Juicios de Núremberg, los
testimonios y alegatos de defensa de los jerarcas nazis. Cuando se cumplen 65
arios de la apertura de aquellos procesos, salen a la luz las memorias de uno de
los últimos testigos vivos del juicio que marcó las bases de lo que hoy se
conoce por Corte Penal Internacional. Ramler, judío de origen austriaco de 22
años, se encontraba realizando tareas de logística para las tropas británicas
cerca de Núremberg cuando pasó a formar parte del grupo de traductores.
Presenció, a pocos metros de los acusados, sus alegatos de defensa y recuerda que
«no pidieron nunca perdón porque pedir perdón no formaba parte de su forma de
entender el mundo».
«De sus testimonios se
deducía que no consideraban a las víctimas como seres humanos. Matar seres inferiores
era algo diferente... Era su educación antisemita la que hablaba desde el fondo
de su mente y nuestra misión, además de traducir, era evitar que el juicio se
convirtiera en un acto propagandista nazi», recuerda Ramler en una entrevista
con el diario austriaco Der Standard.
El mando americano se tomó muy en serio la proyección de aquellos juicios en el
mundo. «Nos advirtieron que sería el mayor hecho mediático de la II Guerra
Mundial», señala. Los traductores recibieron instrucciones para evitar
estructuras lingüísticas propias de la propaganda nazi.
La mayoría de los
acusados se declararon inocentes. El ministro de Asuntos Exteriores, Joachim von
Ribbentrop, o militares como Wilhelm Keitel o Alfred Jodl eran «seres humanos
comunes y corrientes» que «revelaron sus debilidades en el banquillo de los
acusados», dice. «Sólo querían explicar cuál no era su función. Se trataba de
decir: yo no tenía nada que ver, no era mi competencia, no firmé eso, y si lo
firmé, entonces lo hice de forma automática», señala. Pero a Ramler, que hacía
traducción simultánea del alemán al inglés, le fue adjudicada una de las traducciones
más delicadas del proceso, la del Mariscal del III Reich: Hermann Göring.
Ramler lo recuerda como un hombre «sobre todo, orgulloso y vanidoso», que sí se
sintió afectado cuando le reprocharon su estilo lujoso de vida, pero no mostró emoción
alguna ante la acusación de haber lanzado una guerra. «Göring se veía como el
líder del banquillo de los acusados. Escribía notas a todos los defensores
diciéndoles a quién tenían que citar como testigos, algo que luego se le
prohibió hacer», comenta. El testimonio de Göring fue el más peligroso desde el
punto de vista propagandístico, puesto que en ningún momento se desligó de los objetivos
del nazismo y no se esforzó por defenderse de la acusación de crímenes, sino
que su estrategia fue encamar la defensa del acusado no presente, Adolf Hitler.
«No hablaba para la corte, sino para la Historia. Su alegato de defensa fue el
último de los altivos y prepotentes discursos de la Alemania nazi», dice Ramler,
que asegura que no se sorprendió cuando supo que la noche antes de que se
cumpliese la sentencia de muerte en la horca Göring se suicidó en su celda con
una píldora de cianuro de potasio.
Albert Speer, el
'buen' nazi
Ramler destaca que el único
de los imputados que asumió su posición fue Albert Speer, el ministro de Armamento
de Hitler. Fue «el más inteligente de los acusados principales», el único de
ellos que se declaró culpable y el único condenado solamente a 20 años de
cárcel, a pesar de que la Unión Soviética pedía la pena de muerte.
La estrategia de la
defensa de Speer fue, efectivamente, distinta a la del resto del banco de los
acusados, pero Ramler destaca que lo más diferente fue su forma de expresarse
ante la corte. «Reconoció la autoridad de la Corte, y mientras los demás rechazaban
su responsabilidad en todas las atrocidades con frases que venían a decir ‘toda
Alemania se ha hecho culpable, pero yo no podía hacer nada', Speer, en cambio,
respondía: 'yo también soy culpable, junto con el resto de los alemanes', y fue
capaz así de conmover y seducir a Occidente.
«Eso es una locura», le advirtió
Hans Flachsner (su abogado), «probablemente te costará la vida». Pero Speer fue
inflexible: «Así sea... Nunca más debe existir el culto a Hitler y lo que pueda
hacer para evitarlo lo haré».
«El momento clave de su
juicio fue cuando presentó pruebas de que había desobedecido a Hitler en una de
sus últimas órdenes, la de destruir toda la infraestructura de Alemania, algo que
de haberse cumplido hubiese atrasado por decenios la reconstrucción del país»,
añade.
Speer fue el único de
los acusados que mostró remordimientos y su estrategia encajó en la necesidad
de los aliados de que alguno de los acusados renunciara al nazismo
públicamente. «Consiguió labrarse una imagen de buen nazi», dice Ramler sin rencor.
Speer recibió una sentencia relativamente indulgente comparada con todas las
demás. Después de pasar 20 años en la prisión de Spandau, obtuvo la libertad en
1960.
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