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lunes, mayo 26

Renoir y las mujeres

(Extraído de un artículo de Berta Blanco en el XLSemanal del 10 de octubre de 2010)

«La más hermosa creación divina, para mi gusto personal, es el cuerpo femenino», afirmó el célebre impresionista francés. […] un artista que, aun en los momentos más traumáticos de su existencia, prefirió pintar la belleza del mundo desde una mirada celebratoria de la vida. 

Cuando ya era un anciano famoso y los admiradores que iban a visitarlo desde todos los rincones del mundo le preguntaban por su técnica, Renoir respondía: «Yo pinto como un niño. Pongo delante el objeto y empiezo; sin reglas ni métodos. Cualquiera que me vea trabajar verá que no tengo secretos». Pero, claro está, sí los tenía. Uno es un secreto a voces: su infatigable amor por la vida. Otro, más inadvertido y no menos decisivo, su formación artesana: los años que pasó decorando abanicos y porcelanas. Tenía 14 años cuando su padre, un sastre de Limoges que se había trasladado a París con sus cinco hijos en busca de oportunidades, lo colocó de aprendiz en un taller donde imitaban piezas de Sévres. 'Monsieur Rubens' lo llamaban sus compañeros. Aunque a él los artistas que ya entonces le arrebataban eran Watteau, Fragonard, Boucher, y los 'visitaba' casi a diario en el Louvre, mientras los demás iban a comer.

Toda la fascinación del arte de Renoir -la inocente sensualidad, el suntuoso colorido, la afabilidad de la mirada- arranca de esa admiración y de ese aprendizaje de la delicadeza sobre porcelana que tan bien se ajustaba a su carácter. Pero el progreso se impuso. Su fábrica cerró cuando los diseños rococó empezaron a imprimirse a máquina. Tenía 17 años y unos ahorros. Con ellos se matriculó en la escuela de Bellas Artes y en el estudio de Gleyre para dibujar con modelo del natural. Allí es donde arranca su carrera de pintor y donde su amistad con el rebelde Monet, con Bazille, Pisano y Sisley lo enfrenta por primera vez al dilema que lo atormentará toda su vida: escoger entre la ebriedad de la percepción directa y la austera enseñanza de los clásicos; entre la naturaleza y el museo. Entonces no le cuesta elegir. Contagiado del entusiasmo de sus amigos por retratar la vida al aire libre, deja de pintar oscuro y realista a lo Courbet. Comparte con ellos el desprecio por 'los pintores literatos', que asocian la pintura al relato de un tema. Pero no llega a convertir la pintura a secas en el tema de su obra, como Monet o Cézanne. Para él, el tema siempre será, más allá de los cambios de estilo por los que atravesará, la belleza de la vida.

Con ese objetivo se lanzó con Monet a pintar el animado ambiente a orillas del Sena, donde había un restaurante y un balneario, llamado De las Ranas, no por la abundancia de batracios, sino de jóvenes de moral ligera. Encontraba allí el joven Renoir modelos para sus cuadros; tan bellas como complacientes; entre ellas, Lisa Trelot, su amante de esos años y la protagonista de sus primeras obras impresionistas. Las pinturas sobre el balneario estaban de moda y se vendían bien, pero no las de Monet y Renoir. No eran lo suficientemente anecdóticas. En cambio, operaban a base de manchas inconexas de color que producían una extraña sensación de inacabado. No vendían nada, pero la extrema pobreza no empañaba su determinación estética. «No comemos todos los días. Vivimos de unas pocas invitaciones a cenar, pero estamos de buen humor». En 1874 se celebra la primera muestra del grupo de los impresionistas. Renoir tiene 33 años y expone su primera gran obra, El palco. La vende por los 425 francos que le debe al casero, frente a los 45.000 que se pagaban por las de estilo académico. «Yo pinto por placer. Si encima me cubrieran de oro, sería demasiado», escribe. A la segunda exposición del grupo lleva obras maestras como Desnudo al sol, La lectora, Primera fiesta, El Moulin de la Galette... Las críticas arrecian y una, la que lo acusa de pintar a la mujer como un plato de carne en descomposición -a él, que ama por encima de todo el esplendor de la belleza femenina- le hiere en especial.

En cualquier caso, sólo hacia 1880, cuando ya había cumplido 40 años y tenido innumerables modelos a su disposición, decide abordar el desnudo femenino. A partir de entonces será para él el tema con mayúsculas. Igual que detestaba los avances del progreso, porque pensaba que convertía a los individuos en seres vulgares y manejables, defendía una imagen de la mujer muy 'antiguo régimen': «¿Por qué enseñarles a las mujeres esas tareas engorrosas de las que se ocupan tan bien los hombres -los abogados, los médicos, los periodistas- cuando están tan dotadas para un oficio que nosotros no podemos siquiera soñar en desempeñar: hacer que la vida sea soportable? Lo que ganan en instrucción lo perderán en otras cosas. Me temo que las nuevas generaciones harán el amor muy mal». Sus desnudos, en todo caso, son tan castos como la naturaleza en que se inspiran.

Y, antes de abordar los desnudos, perseguía la belleza de la mujer allí donde la encontraba de su gusto: en el Montmartre de las modistillas que bailaban en el Moulin de la Galette. Con una de ellas se casó, Aline Charigot. El tenía 49 años; ella, 24.

Por entonces ya había participado con éxito en los Salones Oficiales. Y había conocido a Georges Charpentier, el editor de Zola, Maupassant, Daudet; anfitrión de políticos y artistas que lo introdujo en la buena sociedad. A través de él empezó a recibir encargos. Parecía a punto de convertirse en un retratista social. Pero donde terminaban sus penurias económicas empezaban las estéticas. El impresionismo que triunfaba ya en todo el mundo le parece un callejón sin salida. Tras diez años de luchas se siente atrapado en lo que llama «el cepo de la luz del Sol»: «Al aire libre, la luz juega un papel excesivo. No se tiene tiempo para pulir la composición, para reflexionar sobre lo que se hace...». Su amistad con Cézanne y un viaje a Italia, donde descubre a Rafael, despejan sus dudas. En realidad no hace sino volver sobre sus primeros pasos. Al magisterio de los clásicos. A la figura humana que, por encima del paisaje, siempre fue el centro de su interés. Pinta entonces Los paraguas, Baile en el campo, Las grandes bañistas... Durand-Ruel monta una antológica con 100 cuadros. El Estado francés compra uno por primera vez.

Las 4.000 obras que constituyen su legado dan fe de su infatigable fecundidad... y de la sobrehumana voluntad con que la mantuvo, ya inválido, los últimos 20 años de su vida. Tenía 56 cuando una caída de la bicicleta le desencadenó un proceso reumático que consumirla lenta e implacablemente su cuerpo. A comienzos de siglo. Renoir se ve confinado a una silla de ruedas. La artritis le ha reventado las articulaciones. Debe sujetarse el pincel a la mano completamente deformada con esparadrapo; él lo llama «ponerse el pulgar». Pero sigue pintando y no pierde el humor. Su estilo, lejos de agriarse, se dulcifica en extremo durante este periodo, en el que predomina el tono rojizo. Y como siempre una modelo muy concreta, en este caso Gabrielle, la niñera de sus hijos. Recibe la Legión de Honor, pero su modestia no cambia.

Deformado y acribillado por los dolores, Renoir pintó, sin embargo, hasta el final de su vida, desnudos femeninos, lozanos y turgentes, como frutas.

El final de su vida coincide con la Primera Guerra Mundial. Su mujer muere a los 56 años víctima de la diabetes. Sus dos hijos son gravemente heridos. Renoir pesa 47 kilos. Tiene 78 años cuando recibe un homenaje muy especial: lo llevan al Louvre en su silla de ruedas para que, a modo de pontífice de la pintura, pueda ver sus cuadros predilectos. Muere cinco meses después. Antes de que el nuevo siglo acabara definitivamente con su mundo inocente y galante. 

Aline, su gran amor
A los 49 anos, Renoir se casó con Aline Charigot, de 24. Fueron felices durante 32 años -ella murió a los 56, de diabetes- y tuvieron tres hijos. Era una gran anfitriona. «Guisaba recetas de ensueño y las conversaciones de invitados como Zola, Verlaine, Rimbaud, Monet y Mallarmé la ensenaron a quedarse callada... Lo que no disminuía su rango de gran señora».

El ejemplo de Velázquez
La mujer fue el tema por excelencia con el que Renoir plasmó no sólo su ideal de belleza, sino su idea de la pintura. «Todo el arte está ya en el lazo rosa de la Infanta Margarita -decía admirando un cuadro de Velázquez en el que ella aparecía-. Viéndolo, se te quitan las ganas de pintar... Te das cuenta de que todo está ya dicho.» Renoir mantuvo ese ideal aun cuando arreciaban las críticas. Una de ellas llegó incluso a acusarlo de pintar a la mujer como un plato de carne en descomposición.

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