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viernes, septiembre 26

Christina Onassis y Henrietta Spencer-Churchill: la dulce amistad de la infancia



(Un artículo leído en la revista Mujer de Hoy del 25 de agosto de 2012)

Christina era una adolescente multimillonaria, pero se sentía sola. Su madre acababa de casarse con un lord inglés con dos hijos, contra todo pronóstico, la hija del armador encontró en su nueva familia a una hermana, que fue su amiga y confidente hasta el final de sus días.  

Christina Onassis acababa de cumplir 11 años cuando se trasladó a vivir con su madre al castillo de Blenheim, en Oxfordshire, el más grande y hermoso de Inglaterra, morada de todos los duques de Marlborough, desde que el primero, sir John Churchill, lo mandara construir a principios del siglo XVIII. La madre de Christina, Tina Livanos, se había casado con John Spencer-Churchill, marqués de Blanford y futuro XI duque de Marlborough, tras divorciarse del armador griego Aristóteles Onassis, el padre de Christina. Gracias a ese matrimonio aristocrático,

Tina encontró la felicidad y su hija, lo más parecido a una familia que tuvo nunca. El marqués de Blanford tenía dos hijos de un primer matrimonio con la heredera Ann Hornby: Charles James y Henrietta. La nueva familia se instaló en una bella casa de campo cerca de la mansión familiar. “Por primera vez en su vida, Christina tenía una infancia relativamente normal”, recuerda Henrietta en sus memorias. “Iba a una escuela local, montaba a caballo y disfrutaba del deporte y de los animales, algo totalmente opuesto a la vida de la alta sociedad que había llevado hasta entonces.

Adoraba a nuestra nanny, Audrey, porque la trataba como a una niña normal, imponiéndole disciplina y castigándola cuando era necesario. Así se ganó su respeto”. Henrietta y Christina se llevaban casi 10 años, pero se convirtieron en hermanas del alma. “Yo la admiraba y la adoraba”, cuenta Henrietta.

Pobre niña rica. En el umbral de la adolescencia, Christina era una niña consentida y triste, que tenía todo lo que podía desear, pero que jamás había disfrutado de la atención de sus padres. Sus muñecas vestían de Dior, sus poneys procedían de las cuadras de la familia real saudí y su nombre figuraba en la cubierta del yate más lujoso del mundo. Pero ni siquiera su nacimiento había sido motivo de felicidad: su madre recordaba una paliza atroz de Aristóteles Onassis, una noche de borrachera, intentando que abortara porque ya tenía un heredero, Alexander. Los dos niños crecieron en manos de institutrices y secretarios, mimados hasta lo insoportable, pero totalmente descuidados, viajando sin cesar entre las mansiones de París, Atenas, Antibes y la isla de Skorpios. Eran los años en que Onassis luchaba por consolidar su fortuna. Tina, hija del armador Stavros Livanos, rica de cuna, cosmopolita y caprichosa, era la “socialité” más célebre de su tiempo. Adoraba a Christina, a la que llamaba “mi ángel”, pero jamás renunció a su vida social. El matrimonio se llevaba más de 20 años y Tina consintió en hacer vidas separadas, siempre que los romances de Aristóteles no se hicieran públicos.

Christina tenía ocho años cuando su madre los despertó a ella y a su hermano una noche, en el yate familiar en Montecarlo, y les dijo que empaquetaran sus cosas a toda prisa: “Fue una noche confusa –recordaba años después–. Papá no estaba. Me daba cuenta de que iba a perder algo importante, pero no sabía qué. Mamá solo dijo que teníamos que irnos y que no íbamos a volver”. Aristóteles había llevado demasiado lejos sus escarceos con María Callas, a la que estaba persiguiendo por toda Europa. El verano siguiente Tina pidió el divorcio en  Alabama, y un año después se casaba con el marqués de Blanford. Tras el divorcio de sus padres, Christina se acostó llorando todas las noches durante un año.

La infancia de lady Henrietta, su inesperada hermana, tampoco había sido fácil. Era un bebé cuando su madre, Susan Hornby, los abandonó. “Mi padre nos dijo que podíamos escoger las dos habitaciones que más nos gustaran en Blenheim”, cuenta. “James escogió dos habitaciones con una escalera secreta. Yo, una grande y luminosa. En vida de mi abuelo –asegura la aristócrata–, mi padre dirigía la propiedad y pasábamos mucho tiempo allí, explorando el jardín de más de 2.000 hectáreas, aunque en verano teníamos que compartirlo con los turistas”.

Leales e infelices. “Al principio, veíamos poco a Christina y Alexander. Pero luego, ella vino a vivir con nosotros. Era una adolescente rebelde y bastante encerrada en su mundo –recuerda Henrietta–. Montábamos a caballo y nadábamos juntas. Me llamaba “Hennywetta”. Mi hermano y yo teníamos barcas y mi padre nos llevaba a hacer esquí acuático en el lago. Los fi nes de semana hacíamos barbacoas. Cuando uno tiene una infancia difícil porque sus padres se han divorciado, crea una unión muy especial con sus nuevos hermanos. Tanto James como Christina y yo estábamos muy unidos”. El lema familiar de los Spencer Churchill, “Lealtad, pero infelicidad”, era también muy apropiado para la dinastía de los Onassis. Las nubes de la desgracia ya acechaban en el cielo de verano. Christina tenía un carácter obsesivo y ensimismado: “A veces se pasaba horas cantando la misma canción, una y otra vez... Y era adicta a la Coca-Cola y a las barritas energéticas. Las comía sin medida”, recuerda Henrietta. Los años de Blenheim, los últimos que pasó Christina con su madre, terminaron cuando llegó el momento de estudiar en un internado suizo. Christina solo resistió allí un año, pero, a su regreso, las relaciones con su padre se hicieron mucho más frecuentes. Tina y el marqués de Blanford se divorciaron en 1971. Y dos años después, la desgracia empezó a golpear sin descanso a la familia. Primero, fue Alexander, el heredero y al que Christina adoraba: murió en un accidente aéreo a los 24 años. El viejo Ari ya no se repuso del golpe y Christina empezó a luchar abiertamente rica del mundo. Retomó sus curas de adelgazamiento y suavizó sus rasgos con ayuda de la cirugía estética. “Ahora sí que estoy totalmente sola”, le confesó a Henrietta.

Sola, sin remedio. La joven británica, que con el tiempo se convertiría en una prestigiosa interiorista, pasaba largos veranos en la isla de Skorpios con ella. “Al anochecer íbamos juntas en barco y ella siempre recordaba los días felices de Blenheim. Me preguntaba por nuestra nanny, Audrey, a la que seguía adorando”, recuerda Henrietta. Las conversaciones a media voz, mantenidas a la luz de la Luna, podían durar hasta la madrugada: Christina padecía insomnio y tenía miedo a dormir sola. Su soledad jamás encontró remedio. Sus cuatro matrimonios (con un hombre de negocios norteamericano, con el heredero de una rica familia griega, con un agente del KGB y con un farmacéutico suizo, el padre de su única hija, Athina) fueron una sucesión de fracasos. “Es sencillo –decía–, solo quiero que me amen por mí misma y no por mi dinero”. Sus adicciones fueron en aumento: anfetaminas, píldoras para adelgazar, pastillas para dormir, chocolate, caviar, Coca-Cola o trufas. A sus excesos pantagruélicos le seguían temporadas de dura disciplina, en las que apenas se alimentaba de lechuga. “Cuando se rompía una relación –cuenta Henrietta–, Christina se sumía en la depresión, pero no quería que nadie lo supiera y se enredaba inmediatamente en otro romance, para olvidar el anterior. Sus periodos de dieta u obsesión por la comida dependían de quién estaba cerca de ella. Necesitaba motivación y, si no tenía un hombre cerca, se sentía sin objetivos en la vida”. A pesar de las excentricidades, la inestabilidad, la falta de control, de responsabilidades y de educación, Christina era una mujer inteligente, con un gran sentido del humor, brillante y aguda. “Siempre estaba haciendo bromas y le encantaba hacer el loco. Fue la mejor amiga de sus amigos que he conocido: fi el, leal, generosa. Además, era capaz de olvidarse de sí misma, a pesar de sus sufrimientos, para hacerte pasar un rato inolvidable. Su problema era que lo había conseguido todo muy rápido y muy fácilmente. Nada la llenaba”. Cuando Aristóteles Onassis murió, a los 68 años, en marzo de 1975, su fortuna rondaba el billón de dólares: constaba de cientos de empresas, 47 barcos, unas líneas aéreas (Olympic Airways) y lujosas propiedades en los cinco continentes, que incluían una isla privada en el mar Jónico. En su testamento, Onassis dejaba a Christina la mitad de los bienes y, la otra mitad, a cargo de la fundación creada en recuerdo de su fallecido hijo, Alexander.

Sin rumbo. El 20 de octubre de 1988, Christina inició un viaje a Argentina, donde tenía numerosos y buenos amigos. Era el país al que su padre había llegado con 100 dólares, en 1923, huyendo de la guerra turcogriega, y en el que había cimentado su fortuna. Allí, había lavado platos y trabajado como electricista, antes de abrir una tienda de tabaco. Era argentino y griego. Christina se instaló, a 30 kilómetros de Buenos Aires, en el exclusivo Club de Campo de Tortuguitas, en casa de su amiga Marina Dodero. Se decía que estaba a punto de casarse por quinta vez y que el elegido era el hermano de Marina, Jorge Tchomlekdjoglou. Iba a cumplir 38 años, había perdido peso y estaba feliz con su pequeña hija Athina, de tres años, tras haber recorrido los centros de fertilidad más caros y lujosos. No se encontraba deprimida. Al contrario, estaban en una de las mejores épocas de su vida. Quizá su cuerpo dijo basta. Su nanny griega, Eleni, que no se separaba de ella, la encontró muerta en la bañera de su dormitorio. El diagnóstico oficial fue un ataque cardiaco, aunque varias autopsias no aclararon gran cosa. Su hija Athina se convirtió en la niña más rica del mundo y en la única superviviente de una dinastía llena de sufrimiento. “No me arrepiento de nada de lo que he hecho en mi vida –había declarado Christina meses antes en una revista–. Creo que no he tenido una mala vida, pero me gustaría que la de mi hija fuera mejor”. El cuerpo de Christina descansa en la isla de Skorpios, junto al de su hermano Alexander y el de su padre. Quizá, cuando su espíritu quedó en paz frente a la belleza del Jónico, recordó aquel día en que su padre la llevó, con apenas tres años de edad, a conocer el yate al que había bautizado con su nombre. “¿Qué es, papá?”, le preguntó ella, mientras Ari la levantaba en sus brazos. “Es tu hogar – dijo él–. Y lleva tu nombre”.