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jueves, octubre 9

Las brujas de Isuerre


(Un texto de Alberto Serrano Dolader en el suplemento dominical del Heraldo de Aragón del 6 de abril de 2014)

Las brujas de Isuerre no pueden ni escuchar, ni nombrar el número siete por estar el domingo dedicado a Dios. Mal día es hoy para ellas... si es que existieron alguna vez. Hace veinte años, el abuelo Crescencio Martínez, que entonces superaba los noventa, me contó que sí: «Aquí hechizaban a través de las nueces, las contaminaban del mal y el que se las comía lo padecía. Famosa fue una tal Matea, capaz de embrujar a los bueyes. Y también vivían brujas en esta casa, de la que no te diré el nombre y donde todos los años moría la mejor vaca. Algunas tomaban forma de perro deforme».

Crescencio también me habló del tío Julián, un curandero que a finales del XIX utilizaba un recurso tan brujeril como la pomada de sapo para combatir las verrugas (amén de servirse de mixtura de serpiente para la cangrena y de caldo de lagarto para sanar a los corderos tiñosos).

Los isuerrinos blanqueaban sus ventanas para espantar las brujas y guardaban el tizón de Navidad para volver a encenderlo cuando, a lo largo del año, veían acercarse una tormenta con mala pinta, de esas que solían pilotar seres maléficos. El folklorista José M. Iribarren aún constató en 1942 que los mozos y las mozas recogían piedrecillas de cueva de la Magdalena, por creerlas dotadas de poderes magníficos: como no especifica cuáles, me quedo sin saber si entre ellos figuraba el ser amuletos de protección. Los paisanos me informan: «Esa cueva, que está junto a una ermita, es muy larga y profunda; una vez echaron un gallo que salió kilómetros más allá, en un lugar que desde entonces se llama Gallicanta». Ya que enredo con los topónimos, sepan que los etimologistas consideran prerromano el nombre de Isuerre y que lo relacionan con el enebro; a mí los lugareños me aseguraron que significa 'tierra quemada', en el idioma de los antiguos vascos.

No negaré que el inframundo de las brujas me apasiona... aunque no creo en ellas, o eso me parece. Les invito a reflexionar en torno a la importancia de estos seres a través de la lectura atenta de este párrafo que tengo bien subrayado en un libro del antropólogo aragonés Lisón Tolosana: «¿Es la bruja una mera elucubración ridícula y arbitraria o representa algo esencial en la cultura en la que florece? La bruja es un personaje excepcionalmente complejo, polivalente, multidimensional; funciona como un símbolo que vehicula miedos y odios, terribles fuerzas naturales, conflictos y tensiones de la vida en sociedad. Pero también hace patente -no lo olvidemos- la latente propensión a la perversidad, el placer de hacer y causar el mal, es decir, el otro lado posible del alma humana».

En la Alta Zaragoza menudean los ecos en torno a la pretérita presencia de brujas. Hoy nos hemos entretenido con las de Isuerre, pero podíamos haber elegido otros lugares. En Longás, por ejemplo, fue famosa allá por el 1900 Timotea, que por la noche se convertía en mosca y revoloteaba en círculos alrededor de velas, proyectando sombras fantasmagóricas. Las de Bagüés se dedicaron a finales de los cuarenta a echar el mal de ojo, porque en menos de tres años murieron en una misma casa más de veinte caballerías.

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