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lunes, mayo 11

Doce abdicaciones en la historia de España



(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 11 de junio de 2014)

Desde la primera renuncia al trono español, la de Carlos I en 1556, la de don Juan Carlos es la única que, como aquella, se hace en circunstancias normales, sin presiones insoportables ni un desenlace insólito.

Carlos I era a la vez rey de España con sus Indias y de media Italia, emperador de Alemania y duque de Borgoña, es decir, soberano de los Países Bajos. Este pluriempleo áulico le hizo ser un monarca itinerante, afrontar multiplicados conflictos y librar muchas guerras. Cuando llegó a la cincuentena era un anciano físicamente cansado y con mala salud, moralmente deprimido y desengañado por el giro de la Historia. Dada su acumulación de soberanías no abdicó de una sola vez, sino que lo hizo paulatinamente a lo largo de dos años, eligiendo como escenario de todas ellas Bruselas, la capital de su país natal. En 1554 cedió a su hijo Felipe el trono de Nápoles, para que tuviese categoría de rey al casarse con María Tudor, reina de Inglaterra. En octubre del año siguiente le traspasó la jefatura de la Orden del Toisón de Oro, que era inherente al ducado de Borgoña, y la soberanía de los Países Bajos. Y el 16 de enero de 1556 abdicó de las coronas de Castilla y Aragón a favor de Felipe II. Todavía le faltaba a Carlos una abdicación, la más solemne, la de titular del Sacro Imperio Romano-germánico que haría en septiembre, aunque esta vez el heredero no fue Felipe, sino el hermano menor del emperador, Fernando.

Durante el resto del tiempo histórico de la Casa de Austria española hubo largos reinados sin abdicaciones, pero el primer Borbón, Felipe V, renunció al trono en 1724, cuando llevaba reinando 24 años, aunque no era un anciano, pues acaba de llegar a la cuarentena. La razón oficial que se dio para la retirada fueron motivos religiosos, pero es posible que pensase en postularse para el trono de Francia, lo que exigía que renunciara al de España, pues el Tratado de Utrecht establecía que no podían unirse las dos coronas en una sola cabeza. En todo caso, dada la inexperiencia y juventud de Luis I, que solo tenía 16 años, Felipe V siguió manejando los hilos desde la sombra, animado sin duda por su segunda esposa, Isabel de Farnesio, que tenía gran ansia de poder.

Así, la Granja de San Ildefonso, donde había construido su palacio campestre, se convirtió en la auténtica Corte de España durante los siete meses que Luis I reinó en Madrid, antes de morir de viruela en agosto de 1724.
Ese fallecimiento inesperado le permitió a Felipe V recuperar el trono, en el que se mantendría otros 22 años. Sin embargo el segundo reinado estuvo tocado por las terribles crisis de “melancolía” que padecía el rey, cuyo carácter depresivo había empeorado desde la muerte de su hijo. Las extravagancias del segundo Felipe V, hundido largas temporadas en el pozo de la depresión, adquirieron a veces tintes de auténtica demencia, incluso con la aparición de episodios violentos, y solo el enérgico carácter de Isabel de Farnesio sostuvo el reinado, llegando a mantener al rey prisionero en las crisis, e impidiéndole que abdicara de nuevo. Felipe V lo intentó, y llegó a escribir una carta de abdicación que envió al presidente del Consejo de Castilla, que era lo más parecido a un Gobierno en la época. Pero el presidente, que estaba en el círculo de influencia de Isabel de Farnesio, interceptó el documento e impidió que el proceso de renuncia siguiera adelante.

Si la abdicación o abdicaciones de Felipe V aparecen como la representación de un drama personal, las de su nieto Carlos IV constituyeron un grotesco folletín político y una tragedia histórica llena de sangre y destrucción. Aquí sí hay que decir las abdicaciones, pues en el plazo de mes y medio se formalizaron tres renuncias, dos de Carlos IV y una de su hijo Fernando VII y las tres fueron obligadas con amenazas.

El Motín de Aranjuez. 

Carlos IV se encontró en marzo de 1808 con una situación sin precedentes en la monarquía española, una auténtica conspiración para arrebatarle el trono, dirigida por su hijo y heredero, Fernando VII. El reinado de Carlos IV estaba en manos de último de los validos de la historia de España, Manuel Godoy, que durante 15 años ejerció el poder de la monarquía absoluta. Se ganó con ello muchísimos enemigos entre los poderosos a quienes había desplazado, y estos manipularon las ambiciones del príncipe Fernando, que les dio su respaldo. El complot se conoce como el Motín de Aranjuez, bajo la apariencia de un estallido de la ira popular fue una operación realizada por agitadores a sueldo, que el 17 de marzo asaltaron el palacio real de Aranjuez y estuvieron a punto de linchar a Godoy. Estaban recientes los asaltos a los palacios de la Revolución Francesa y Carlos IV, asustado, accedió a firmar la abdicación el 19 de marzo.

Pero inmediatamente se arrepintió y acudió a Napoleón, que en aquel momento era el amo de Europa, para recuperar su corona. El ejército francés se había desplegado por España con la excusa de invadir Portugal, y el mismo Madrid estaba ocupado por un fuerte contingente. No había en cambio prácticamente ejército español en nuestro país, porque la alianza con Napoleón había exigido enviarlo a Dinamarca y Portugal, de modo que el nuevo rey, Fernando VII, pese a haber sido recibido con exaltado entusiasmo por el pueblo de Madrid, no se sentía dueño de la situación y acudió también a Napoleón, para que arbitrase en la querella dinástica.

En Bayona, en la parte francesa de la frontera, Napoleón recibió en su terreno al padre y al hijo, que escenificaron el pasaje más indigno de toda la historia de España, dos reyes españoles riñendo como parientes mal avenidos por una herencia, y reconociendo la superior autoridad de un monarca extranjero. Bajo el dictado de Napoleón, Fernando VII renunció a su fugaz corona el 2 de mayo de 1808 –mientras el pueblo de Madrid iniciaba la guerra contra los franceses–, devolviéndosela con fecha 1 de mayo a Carlos IV, que cuatro días más tarde abdicó en favor de Napoleón.

Aún podría hablarse de una cuarta renuncia, la del propio Napoleón, que el 25 de mayo emitió una proclama en la que decía: “Españoles... vuestros príncipes me han cedido todos sus derechos a la corona de las Españas; yo no quiero reinar en vuestras provincias”, y el 6 de junio dictó un decreto proclamando rey a su hermano José, para que todo quedara en la familia. Lo que vino a continuación fue el caos terrible de la Guerra de Independencia, el hundimiento del Antiguo Régimen, la emancipación del imperio americano. José I tenía buenas intenciones, intentó gobernar prudentemente, pero el rechazo de todas las clases, con excepción de una élite de afrancesados, le causaron tanta desazón que a los dos años intentó dejar el trono de aquel país que le llamaba Pepe Botella. Llegó a irse a París, pero Napoleón no le permitió abdicar y le obligó a volver a España.

Finalmente, tras la expulsión de España de los franceses, definitivamente derrotados en la batalla de Vitoria en el verano de 1813, José I abdicó el 29 de diciembre de 1813 y emigró a Estados Unidos, donde llevó vida sencilla.

Isabel y Amadeo. 

La hija de Fernando VII recogería todos los truenos del tormentoso siglo XIX español, pues fue desposeída dos veces del poder: primero fue destronada por un pronunciamiento militar, y luego le sacaron con fórceps la renuncia a sus derechos dinásticos. En septiembre de 1868, mientras Isabel II
 veraneaba en Lequeitio, estalló la revolución llamada la Gloriosa, y la reina pasó directamente de las vacaciones al despido forzoso, exilándose en Francia. Napoleón III y su esposa, Eugenia de Montijo, le dieron hospitalidad, instalándose en París en el hotel Basilewsky de la avenida Kleber, rebautizado Palacio de Castilla, donde intentó mantener su estilo de vida frívolo, esperando que del destierro francés regresaría a la Corte de Madrid, como había hecho su padre. Sin embargo Cánovas del Castillo, que pretendía la restauración de la dinastía pero sabía que no podía serlo en persona tan desprestigiada e incapaz como Isabel II, la presionó hasta lograr que abdicase el 25 de junio de 1870 en su hijo Alfonso, que solo tenía 12 años.

Este tipo de abdicaciones de coronas perdidas se daría dos veces más en nuestra historia, fueron los casos de Alfonso XIII y del conde de Barcelona, renuncias que cronológicamente sirven además para enmarcar el periodo histórico del franquismo. Pero antes de llegar a las renuncias teóricas de lo que no se posee, se produjo la abdicación de la corona que, desde el punto de vista actual, era la más legítimamente poseída, la de Amadeo de Saboya.

Amadeo I es el único rey de España que fue elegido por votación democrática. Tras la revolución del 68, en noviembre de 1870, las Cortes eligieron un rey “constitucional”, es decir, dispuesto a aceptar el régimen de monarquía parlamentaria. El más votado fue el candidato del caudillo progresista Prim, Amadeo de Saboya, hijo del rey de Italia, con 191 diputados a su favor; el joven príncipe Alfonso solo obtuvo dos votos, y 64 diputados republicanos se opusieron. Sin embargo toda esta legitimación constitucional no le sirvió de nada a Amadeo cuando, el mismo día que llegó a España, fue asesinado su mentor, el general Prim. Con la hostilidad de la Iglesia, la nobleza, las fuerzas conservadoras en general y los republicanos, Amadeo aguantó solo dos años y poco más de un mes en el trono, y el 11 de febrero de 1873 escribió un manifiesto de renuncia dirigido a las Cortes, que a continuación proclamaron la República. Por si acaso, el exrey se refugió en la embajada italiana, antes de partir hacia un exilio que en realidad era una vuelta a casa, a Italia, tras su ingrato paréntesis español.

Muy diferente fue el caso del otro rey cuyo reinado acabó en República, Alfonso XIII, que no había estado dos años en el trono como Amadeo, sino que lo ocupó incluso antes de nacer, pues cuando murió su padre, Alfonso XII, no había nacido, y el primer ministro liberal Sagasta hizo un enjuague constitucional y dejó el trono vacante hasta que la reina viuda diese a luz. Tras 45 años, toda su vida, de reinado, Alfonso XIII, que había cometido el error de apoyar la dictadura de Primo de Rivera, fue destronado por unas elecciones municipales a las que todos –incluido el propio rey– dieron el carácter de plebiscito a favor de la República.

Renuncias a coronas perdidas.

Alfonso XIII prácticamente salió huyendo de Madrid por la puerta de atrás del palacio real, el 14 de abril de 1931, aunque antes firmó un manifiesto en el que suspendía “el ejercicio del poder, sin renunciar por ello a ninguno de los derechos”. No era una abdicación, y los monárquicos que esperaban una restauración dinástica se encontraron con el mismo problema que con Isabel II. Estaba claro que ese monarca no podía volver a España, pero se resistía a traspasar sus derechos a un joven príncipe que ofreciese otra imagen de la monarquía.

El caso de Alfonso XIII tenía una complicación más: Isabel II solo había tenido un hijo varón, Alfonso XII, pero Alfonso XIII tenía cuatro. La elección del tercero, don Juan, como sucesor fue el resultado de una serie de crisis dinásticas. El primogénito, don Alfonso, que siempre había sido Príncipe de Asturias, renunció a sus derechos para contraer matrimonio morganático con una  bella cubana que no era de sangre azul. El segundo, don Jaime, era llamado en familia el Mudito en referencia a su minusvalía, pues era sordomudo. Pese a ello se resistió con uñas y dientes a renunciar a la condición de heredero, lo que solo se consiguió tras muchas presiones y mediante generoso pago en junio de 1933.

Quedaba por tanto como candidato a rey don Juan, pero faltaba eliminar el principal obstáculo, la resistencia de Alfonso XIII a traspasar sus derechos. Durante años los partidarios de la restauración en don Juan trataron infructuosamente de convencer al exrey exilado, produciéndose a veces tensos enfrentamientos, como la bronca que les echó en el Grand Hotel de Roma con ocasión de la boda de don Juan. “Abdicaré, pero siempre y cuando yo vaya a Madrid y me siente en el trono”, decía poniendo una condición imposible, que sin embargo Alfonso XIII creyó factible cuando estalló la Guerra Civil y se adivinó la derrota de la República. Sin embargo el victorioso Franco, nombrado Caudillo de España, no tenía ninguna intención de cederle la jefatura del Estado a ningún rey.

Solamente después de diez años de exilio y ya en las puertas de la muerte, pese a que solo tenía 53 años, cedió, haciendo público un manifiesto –que no incluía la palabra abdicación– el 15 de enero de 1941, en Roma: “Ofrezco a mi Patria la renuncia de mis derechos para que, por ley histórica de sucesión a la Corona, quede automáticamente designado, sin discusión posible en cuanto a la legitimidad, mi hijo el Príncipe Don Juan, que encarnará en su persona la institución monárquica, y que será el día de mañana, cuando España lo juzgue oportuno, el Rey de todos los españoles”.

Para los monárquicos más acérrimos, don Juan se convirtió desde ese momento en “el rey Juan III”, y su hijo Juanito, nuestro Juan Carlos, en “el Príncipe de Asturias”. Para Franco, sin embargo, todo eso era papel mojado. Aunque proclamó que España era un Reino, Franco nunca aceptó a Juan III como candidato a ocuparlo, y se complacía en hacerle de menos, empezando las cartas que le escribía con “Querido infante”. En cambio decidió restaurar la monarquía a largo plazo –o sea, después de su muerte en la persona de don Juanito, que a los 10 años vino del exilio a vivir a España y en 1969 fue proclamado por las Cortes franquistas “príncipe de España”, un título inventado para el que de hecho era heredero de Franco.

Una vez producida la sucesión en 1975, la transición a la democracia pilotada por el propio don Juan Carlos exigía una legitimación que sustituyese a la legitimidad franquista. La legitimación política se la dio el referéndum en el que el pueblo español aceptó la Constitución de 1978, pero antes se procuró la legitimación dinástica, de los derechos históricos, que exigía otra de esas abdicaciones de una corona que no se poseía, la de su padre don Juan, el conde de Barcelona, que era como le conocían todos excepto un puñado de leales que le seguían llamando Juan III.

Esa penúltima renuncia de nuestra historia se produjo el 14 de mayo de 1977, en el palacio de la Zarzuela y ante el pleno de la Familia Real, además del ministro de Justicia –Landelino Lavilla– como notario mayor del Reino, y, exigencia de los tiempos, la prensa, siendo el acto filmado y retransmitido por televisión. Parece que don Juan había pretendido hacerlo en acto más solemne, en el portaviones Dédalo, buque insignia de la Armada española, con uniforme de almirante y ante el féretro con los restos de Alfonso XIII que se quería traer a España, pero no le dejaron. En el extremo opuesto se dice que la reina Sofía era partidaria de que renunciase por carta, o que Torcuato Fernández Miranda no quería que se realizara el acto.

Finalmente se optó por esa ceremonia discreta –todos iban vestidos de calle– aunque publicitada por la prensa y la tele. Don Juan leyó durante cinco minutos una proclama en la que hacía la historia que hemos relatado más arriba de su acceso a los derechos dinásticos, y desarrollaba un programa de lo que debía ser una monarquía democrática moderna, terminando con la abdicación propiamente dicha: “En virtud de esta mi renuncia, sucede en la plenitud de los derechos dinásticos como Rey de España a mi padre el rey Alfonso XIII, mi hijo y heredero, don Juan Carlos I. Majestad, por España. Todo por España. ¡Viva España! ¡Viva el Rey!”, terminó don Juan dando un taconazo y cuadrándose ante su hijo al estilo militar.

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