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miércoles, junio 10

Moriscos, el otro éxodo de España



(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo de Hoy del 18 de marzo de 2014)

Valencia, 22 de septiembre de 1609 · Se publica el bando de expulsión de los moriscos. Al año siguiente se extenderá al resto de España.

Felipe IV quería honrar a su padre, colgar su efigie el Salón Nuevo del Alcázar, una galería de pintura que celebraba las glorias dinásticas, para que los visitantes quedasen apabullados por la grandeza de los Austrias. Allí estaba Carlos V en Mühlberg, obra maestra de Tiziano, o su Alegoría de Lepanto, protagonizada por Felipe II. Felipe IV todavía no había ganado batallas, aunque aparecía como la encarnación misma del poderío militar en el soberbio retrato ecuestre de Rubens. Pero ¿qué cuadro poner de Felipe III? Ni había tenido un gran retratista, ni hazañas castrenses en el currículum. Hay que señalar que la fama y la nobleza que se adquiría en el campo de batalla no tenía en esa época comparación con los méritos civiles.

Felipe IV ideó un concurso entre sus pintores de cámara, Cajés, Carducho, Nardi y el joven Velázquez, que naturalmente lo ganaría. Y como tema obligado, el acontecimiento más trascendental –y traumático– del reinado de Felipe III, la expulsión de España de los moriscos. Parecía un cambio de tercio pues, aunque se considerase un gran servicio a la religión católica, ¿qué gloria militar había en expulsar a unas familias de campesinos incapaces de resistencia armada?

Y sin embargo habían sido las consideraciones estratégicas, de seguridad nacional, un determinante de la expulsión más poderoso que el celo religioso que quería un reino exclusivamente católico. Ahora, cuando una reforma del Código Civil permitiría a millones de sefarditas pedir la nacionalidad española, se han levantado voces en el Magreb solicitando el mismo trato para los descendientes de los moriscos expulsados. Efectivamente, el drama de la comunidad morisca fue tan desgarrador y cruel como el de los judíos españoles, incluso mayor, pues fue muy superior el número de expatriados. Sin embargo la génesis del conflicto fue muy distinta y, si la corrección política permite decirlo, estuvo más justificada. La semana pasada vimos por qué se expulsó a los judíos de España en 1492. Veamos ahora por qué fue el exilio de los moriscos en 1609.

Durante la reconquista muchos musulmanes permanecían en las tierras que tomaban los cristianos, siempre en progresión hacia el Sur. Se les llamó mudéjares, y han dejado hermosa huella en la arquitectura. Conservaron durante siglos sus costumbres y su religión, aunque esto despertaba suspicacias en la Iglesia. Cuando culminó la Reconquista con la toma de Granada, los Reyes Católicos firmaron las Capitulaciones de Granada, que permitían a los moros granadinos practicar su credo y conservar su forma de vida, pero enseguida comenzaron las presiones eclesiásticas para que se impusiera la unidad religiosa. Recuérdese que se acababa de sentar el precedente de la eliminación del judaísmo, obligando a los judíos a convertirse o marcharse.

Campaña de conversiones.

Fray Hernando de Talavera, arzobispo de Granada, comenzó una campaña de conversiones, más o menos forzadas, lo que provocaría la rebelión del Albaicín en 1499-1500. Fue aplastada y los Reyes Católicos impusieron a los moros granadinos los términos que les habían ofrecido a los judíos: conversión o expulsión. Esos nuevos cristianos llevados al bautismo porque no querían abandonar España, pero musulmanes en su fuero interno, serían llamados moriscos.

Su suerte, o más bien su desgracia, sería determinada por un acontecimiento exterior que surgió en el siglo XVI, el enfrentamiento de España con un enemigo estratégico, el Imperio Otomano, que amenazaba a la civilización europea por tierra y por el Mediterráneo. El duque de Alba lo frenó a las puertas de Viena, asediada por el ejército turco (1532), y el duelo marítimo alcanzaría su ápice en la batalla de Lepanto (1571), pero mucho antes de esto había llegado a las costas españolas una avanzadilla del poder otomano, la de la piratería berberisca.

Desde que el corsario Barbarroja se apoderó de Argel en 1516 comenzó una pesadilla para la población de las costas levantinas y andaluzas, por no hablar de las del Sur de Italia, Sicilia y las otras islas mediterráneas que también formaban parte de la Monarquía Hispánica, pues los piratas no se limitaban a abordar naves en el mar, sino que hacían incursiones en tierra, en las que se llevaban cautivas a poblaciones enteras, miles de personas, para venderlas como esclavos.

El litoral español tuvo que llenarse de torres de vigilancia, las poblaciones costeras se retrajeron hacia el interior, algunas islas fueron abandonadas por sus habitantes. Carlos V intentó aplastar la serpiente en su nido y llevó dos cruzadas a África, conquistó Túnez, pero fracasó ante Argel, la madre del problema. Como sucede hoy con el narcotráfico, eran tales las ganancias que proporcionaba la piratería que por mucho que se la combatiera no había forma de acabar con ella.

Era opinión generalizada y en buena parte justificada que los moriscos estaban en inteligencia con los piratas. Se temía incluso un levantamiento general si los turcos llegaban a las costas españolas y se producía una nueva invasión musulmana. La única forma de anular a esa quinta columna islámica era conseguir que dejara de serlo, es decir, que se hiciera cristiana. Hacia 1525 los musulmanes de toda España habían sido forzados a la conversión, como los granadinos, pero esto no resolvió el problema, pues en su fuero interno seguían fieles al islam. Se pensó que no se desvincularían de su fe mientras conservaran su modo de vida musulmán, y se hicieron campañas contra el vestido moruno, los baños, que eran punto de reunión exclusiva, e incluso las zambras, su forma de celebrar las fiestas.

La rebelión de las Alpujarras.

Se formó un círculo vicioso, cuanta más coacción se ejercía sobre los moriscos, más anhelaban estos que llegaran los turcos para liberarlos del poder cristiano, y más simpatías sentían por los piratas, que eran la avanzadilla otomana. Esto provocaba a su vez una mayor presión cristiana, y la situación estalló por fin en 1568, cuando se produjo la rebelión de las Alpujarras. Felipe II envió a sofocarla a don Juan de Austria; tenía algo de simbólico que el futuro vencedor de Lepanto ganara su primera fama luchando contra lo que se consideraba quinta columna turca.

Sofocado el levantamiento Felipe II procedió a una expulsión parcial, ensayo de la que luego ordenaría su hijo. Ochenta mil moriscos granadinos fueron deportados a Castilla, para alejarlos de las costas. La posibilidad de colaborar con el enemigo había sido eliminada del reino de Granada, pero persistía en Murcia, Valencia y Cataluña, y se temía una rebelión morisca incluso en Aragón y Castilla. No se abordaba la solución radical del problema por imperativos económicos, pues los moriscos, expertos artesanos, mantenían muchas industrias que quedarían desmanteladas si se iban, y también eran excelentes agricultores, protegidos por la aristocracia aragonesa y valenciana porque cultivaban con provecho las tierras de los nobles.

Finalmente, en 1609, presionado por el futuro santo Juan de Ribera, que llevaba 30 años bregando con el problema como arzobispo y virrey de Valencia, el duque de Lerma le hizo firmar al poco enérgico y muy beato Felipe III la expulsión de los moriscos. Deportar a 300.000 personas, que en muchas partes gozaban de la protección de los nobles, supondría un largo proceso de siete años.

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