La embajada del mariscal Pétain
(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo de Hoy del 3 de
junio de 2014)
Madrid, 17 de mayo de 1940 · El mariscal Pétain deja España
para asumir responsabilidades de gobierno en la Francia invadida.
La embajada en España debería haber
sido el colofón a una vida de brillante servicio a Francia, un plus para su
gloria ya ganada en los campos de batalla. Philippe Pétain había alcanzado la
más alta graduación militar, mariscal, era el primer soldado de Francia, el
vencedor de Verdun, el héroe de la Gran Guerra. Además, su propio ciclo vital
parecía ya cumplido, pues había llegado a la provecta edad de 83 años. Pero,
por desgracia, Madrid no fue la última estación de su carrera. Volvió para ser
jefe del Estado francés y eso le trajo la ignominia, una condena a muerte por
traición, morir en la cárcel.
Nadie podía imaginar un destino tan
cruel cuando el 16 de marzo de 1939 el mariscal atravesó el puente viejo del
Bidasoa. Llegaba a territorio español para ser el primer embajador de la
República Francesa ante la llamada España nacional, es decir, ante Franco,
aunque para él pudiera ser Franquito o el Comandantín, pues lo
había conocido cuando era un joven oficial legionario en Marruecos.
Justo un año antes, en marzo del 38,
Léon Blum, jefe del Gobierno del Frente Popular francés, había pretendido
intervenir militarmente en la Guerra Civil española, mandar tres divisiones a
apoyar a los republicanos en Cataluña. Pétain, presidente del Consejo de
Defensa Militar, se opuso al proyecto; en todo caso aquel Gobierno de
izquierdas duró solamente cuatro semanas y no pudo llevar adelante sus planes.
Antes de que terminase el año, sin embargo, el derrumbamiento de Cataluña
convenció a los franceses de que la victoria de Franco era inevitable. Había
que cambiar de amigos, porque con la guerra con Alemania en el horizonte, la
posibilidad de un Franco enemigo a sus espaldas aterrorizaba a Francia.
El Gobierno galo envió a principios
de 1939 a un avezado político con muchas relaciones en España, Léon Bérard, que
negoció con el conde de Jordana, ministro de Exteriores franquista, un acuerdo
para establecer relaciones diplomáticas y desarrollar una política de buena
vecindad entre los dos países. A cambio de la neutralidad española, París
ofrecía entre otras cosas entregar el oro español depositado en sus arcas, o la
escuadra republicana, que se había refugiado en Bizerta. Para llevar a la
práctica esta política se buscó un embajador fuera de lo normal, un militar que
tenía especiales relaciones con España, el mariscal Pétain.
Colaboración en África.
Todo había empezado en Marruecos en
1925. La rebelión de Abdelkrim, que tenía en jaque a España desde hacía cinco
años, se había extendido al Marruecos francés, y París envió a pacificarlo a su
mejor jefe de guerra, el mariscal Pétain. Este buscó la coordinación con los
españoles y acudió a Ceuta para una entrevista con el general Primo de Rivera,
el dictador, quien le presentó al joven jefe de la Legión, Franquito,
que pese a su infantil apodo era el mejor comandante de campaña de África. De
ese cónclave salió un plan de acción conjunta, que por parte española exigía
una operación arriesgada, el desembarco de Alhucemas, mientras que las tropas
de Pétain avanzarían por tierra, para coger a los moros en una tenaza. Franco
mandaría la vanguardia del desembarco, que resultó un éxito y supuso el
principio del fin de la Guerra de África, lo que fue premiado por el Gobierno
francés con la Legión de Honor, por recomendación de Pétain.
Después se sucedieron los encuentros
entre los dos militares en circunstancias cordiales. Cuando Alfonso XIII le
impuso la Gran Cruz del Mérito Militar a Pétain en Toledo en 1926, estaba
presente Franco, ascendido ya a general con solo 33 años –todo lo contrario que
Pétain, por cierto, que no alcanzó el generalato hasta los 58 años–. Dos años
después fue Franco quien acompañó a Pétain cuando vino a Madrid a inaugurar la
Casa de Velázquez. Y de nuevo se vieron en 1930 cuando Pétain visitó la
Academia General Militar de Zaragoza, de la que Franco era director.
Todos estos antecedentes hicieron
pensar al Gobierno de Daladier que Pétain sería el mejor embajador en la España
franquista, aunque hubo también duras críticas a la decisión. El jefe del
socialismo francés, Léon Blum, advirtió escandalizado: “El más noble, el más
humano de nuestros soldados no está en su lugar con Franco”, mientras que De
Gaulle, que sentía por Pétain una antipatía correspondida, dijo con desprecio:
“¡Pobre mariscal! Aceptaría cualquier cosa, a tal punto le domina la ambición
senil”. En cierto modo era como si De Gaulle tuviese la premonición de lo que
Pétain iba a hacer durante la ocupación alemana.
Curiosamente, la antigua camaradería
no pareció servir de nada cuando Pétain comenzó su misión diplomática. Presentó
cartas credenciales ante el que ya era más que general, Generalísimo, el 24 de
marzo en Burgos, y Franco le recibió fríamente, en una breve entrevista en la
que ni siquiera le invitó a sentarse, ni le acompañó a la puerta cuando se
retiró. Franco ya no era un militar, un compañero de armas, se había convertido
en político, y a través de su frío trato a Pétain estaba manifestando su
desconfianza hacia el Gobierno francés, hasta muy poco antes amigo de la
República.
La retranca de Franco surtió efecto.
Pétain no se sintió personalmente ofendido, comprendió la postura franquista y
se empeñó en que se cumplieran los acuerdos Bérard-Jordana, que el Gobierno y
el Ejército francés intentaban diferir todo lo posible. Pétain había
comprendido que su verdadera misión era lograr la neutralidad de Franco en la
inminente guerra con Alemania, y para conseguirlo se convirtió en un auténtico
abogado de la España franquista en Francia.
Para el verano había logrado que su
país entregase el oro del Banco de España depositado en Mont-de-Marsan, los
fondos de los bancos vascos que el Gobierno vasco había llevado a La Rochelle,
la flota de guerra republicana internada en Bizerta, así como los barcos
mercantes y pesqueros que había en diversos puertos franceses, el material
militar y buena parte de los automóviles que el Ejército republicano se llevó
en su éxodo de Cataluña. Convenció a su Gobierno para que hiciese donativos de
trigo a la famélica España de la posguerra, a organizaciones humanitarias
francesas para que enviasen a España medicinas, y a círculos católicos para que
mandasen donativos para reconstruir las iglesias destruidas por los rojos.
También encareció al Gobierno francés que no permitiese la actividad política
de los exiliados republicanos, clausurase sus publicaciones e incluso
presionase a la prensa francesa para que no ofendiera a Franco.
“No vaya, mariscal”.
Esta actividad fue apreciada por
Franco, que cambió el tono de sus relaciones con Pétain, retornando a la
cordialidad. Pero lo más importante es que, tras varios encuentros en ese nuevo
clima, Pétain se cercioró de que Franco se mantendría neutral en la guerra.
¡Misión cumplida!
La guerra con Alemania estalló por
fin en septiembre de 1939, y el primer ministro Daladier ofreció a Petain
entrar en su Gobierno, pero el mariscal prefirió seguir en su embajada en
Madrid. Sin embargo, cuando los tanques nazis rompieron al Ejército francés y
avanzaron hacia París en mayo del 40, Pétain atendió la llamada del nuevo
primer ministro, Reynaud, para ser vicepresidente del Gobierno. Fue a
despedirse de Franco, que en astuto gallego le advirtió que era una oferta
envenenada.
“La emoción velaba los ojos del
viejo mariscal –recordaría la escena el propio Franco– y un consejo de camarada
leal me viene a mis labios: no vaya, mariscal, alegue su avanzada edad. Que los
que han perdido la guerra la liquiden y firmen el armisticio”.
Pero Pétain respondió: “Lo sé, mi
general, pero mi patria me llama y me debo a ella”. Y con 84 años inició el
camino que le llevaría a ser condenado a muerte por traidor a Francia.
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia
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