Las ruinas de Palmira
(Un texto de Luis Algorri en la revista Tiempo del 22 de
mayo de 2015)
El tipo llevaba a cuestas un nombre avasallador con el que
probablemente le haya resultado dificilísimo entablar conversación productiva
con alguna joven que le atrajese. Imagínense el diálogo en alguna fiesta
galante, mientras sonaba el minué:
–Y usted ¿cómo se llama, oh interesante muchacho de
impresionante nariz?
–Pues mire usted, seductora señorita, yo me llamo
Constantin-François Chassebœuf de La Giraudais.
Huida inmediata de la doncella en busca de otro galán algo
menos repolludo. Así que el chico, que había nacido en Francia (en Craon, cerca
de Rennes) a mediados del siglo XVIII, y que era verdaderamente inteligente,
culto y un auténtico ilustrado, no tardó en cambiarse el nombre y pasó a usar
el apodo de Volney. Mezcla de Voltaire y Ferney, pueblo donde el propio
Voltaire vivió muchos años. Queda clara su devoción por el ilustre
librepensador.
Volney fue seguramente masón (hay logias francesas que
llevan hoy su nombre) pero de ninguna manera era un jacobino ni un
tragafrailes. Era simplemente un sabio liberal. Napoleón, cuando se hizo
coronar emperador, le nombró conde de Volney. Pero Luis XVIII, el Borbón
restaurado en el trono tras la derrota de Napoleón, le hizo senador y miembro
de la Cámara de los Pares; así que un rojo peligroso no era, desde luego, este
Volney.
Era un estudioso, escritor, filósofo y viajero, algo que se
llevaba mucho entonces. Cuando fue a Siria, recién cumplidos los treinta años,
se encontró con un prodigio: la antigua ciudad de Palmira.
Lo que vio Volney era un bellísimo desastre, tan hermoso
como puedan serlo hoy los Foros romanos, Chichén Itzá o el templo de Karnak.
Palmira, que llegó a ser capital de un efímero imperio, fue una ciudad muy
próspera que estaba en la Ruta de la Seda, que romanos y persas se disputaron
ásperamente, que fue tumbada y levantada varias veces y que vivió su última y
resplandeciente gloria cuando la reconstruyó Diocleciano, en el siglo IV. Dos
siglos después la tomaron los musulmanes. Y en el año 1089 sobrevino un
espantoso terremoto que la destruyó por última vez. Lo que vio Volney fueron
las asombrosas ruinas que quedan desde entonces: avenidas, columnatas, tumbas
que tienen dos mil años, el delicioso templo de Bel y un teatro romano que
sencillamente quita la respiración. Uno de los más hermosos que existen.
Todo acaba. El buen Volney, conmovido por aquella grandeza
desmochada, escribió un libro emocionante que andaba dando tumbos por casa
cuando yo era chico y que leí con avidez: Las
ruinas de Palmira. El ilustrado francés decía dos cosas: todos los imperios
pasan y se pudren, por grandes que hayan sido, y de ellos quedan nada más que
ruinas polvorientas sobre las que sentarse a meditar.
¿A meditar sobre qué? Pues –decía Volney, y esa era la
segunda cosa– sobre que exactamente lo mismo sucede con sus dioses. Divinidades
y religiones se agostan y se olvidan cuando se derrumba la civilización que los
inventó. En eso no hay ninguna excepción, reflexionaba Volney. Y concluía que
lo mejor que puede hacer el hombre es confiar en sí mismo, en su libertad, en
su inteligencia, en su razón, en su trascendencia, en su voluntad de hacer del
mundo un lugar más humano y más acogedor; y no poner tantas esperanzas en
dioses que, como Júpiter y Osiris y Baal y tantos más (todos, en realidad),
acaban por morir cuando muere la memoria de quienes los imaginaron para
alimentar su esperanza.
Naturalmente, esas ideas hicieron que Volney fuese
fulminantemente condenado por la Iglesia, que metió sus maravillosas obras en
el Index Librorum Prohibitorum y lo
fustigó por jacobino, comecuras, ateo, réprobo, devorador de niños y adorador
de Satán. Pobre muchacho. Lo que le faltaba, después de aquel nombre y de
aquella nariz.
A Palmira le puede pasar algo peor. Palmira, uno de los
lugares más fascinantes del mundo, es Patrimonio de la Humanidad desde que así
lo decidió la Unesco en 1980. Es uno de los más altos tesoros que muestran la
historia del ser humano, un testimonio de la civilización de la que provenimos
todos.
Ahora mismo, mientras escribo esto, Palmira sobrevive. No
sabemos por cuánto tiempo. El ejército sirio del sanguinario Bashar al-Assad
combate, a muy pocos cientos de metros del airoso Tetrapylon romano, contra una
multitud de bestias deshumanizadas, ignorantes y fanáticas que pretenden tomar
las ruinas con un solo objetivo: destruirlas. Porque así conseguirán publicidad
y seguirán atrayendo a sus filas a la escoria, a la basura del mundo. Esa gente
que actúa con mucha menos piedad que las ratas, que se comporta con mil veces
menos dignidad que los cerdos a los que consideran impuros; esa tropa de
asesinos que no concede el menor valor a la vida ni a la dignidad humanas; esa
canalla de mente agusanada que no tiene dios, que no cree en ningún dios, que
blasfema contra Alá al hacerse llamar Estado Islámico, está a punto de acabar
con las ruinas de Palmira que vio Volney, que hemos visto tantos.
Salvar la vida de un solo ser humano justifica una
revolución. Pero el Occidente opulento, con todos sus mercados y sus sutiles
políticas internacionales, no tendrá perdón jamás si permite que esos ladrones
matarifes destruyan Palmira. Porque es nuestro pasado, nuestra historia,
nuestra raíz común. Somos nosotros. Todos. Incluso ellos.
Etiquetas: Cuentos y leyendas, Culturilla general
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