La excomunión de Enrique VIII (y II): El rayo de Roma
(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 14 de
septiembre de 2007)
El Papa, presionado por Carlos V, excomulgó a Enrique, que
aparentemente se hizo protestante. En realidad fue el primer criptocatólico.
Su Majestad es Jefe Supremo de la Iglesia de
Inglaterra”. En mayo de 1531 la Cámara de los Lores hizo esta declaración
adjudicando a Enrique VIII la autoridad eclesiástica que antes tenía el Papa.
Pero no era la ruptura total con Roma. Prudentemente se incluía una coletilla
que decía “en cuanto la ley de Cristo lo permite”. Hasta Tomás Moro pudo votar
a favor.
Enrique VIII no quería salirse del catolicismo, sino
gobernarlo en su feudo. Presionó al Papa con otras medidas, como embargar las
rentas de los obispados o suprimir la jurisdicción eclesiástica. Pero el Papa
no daba su brazo a torcer. Por mucho que le perjudicase Enrique en Inglaterra,
no tenía comparación con lo que le podía perjudicar Carlos V en Roma. De manera
que el matrimonio con Catalina de Aragón seguía indisoluble.
Y otra vez Ana Bolena provocó el giro de la Historia. En la
primavera de 1533 se quedó embarazada. Enrique estaba convencido de que le iba
a dar un hijo y, obsesionado por tener un heredero varón, le urgía casarse con
ella. Si no, el niño sería bastardo. Ya tenía hijos varones bastardos, pero no
le servían, no podían heredar la corona.
Boda
Decidió cortar por lo sano. El 23 de mayo, Cranmer, al que
había nombrado arzobispo de Canterbury, primado de la Iglesia de Inglaterra,
declaró disuelto el matrimonio con Catalina, que pasó a ostentar el título de
princesa viuda de Gales, puesto que su primer marido murió siendo príncipe de
Gales. ¡Como si no hubiera existido nunca la boda de Catalina con Enrique! Y
éste se casó con Ana Bolena y la coronó reina el 1 de junio.
Enrique VIII había pasado el Rubicón, y de Roma llegó la
esperable respuesta. Él, Ana Bolena y el arzobispo Cranmer fueron excomulgados.
Niña
Se había salido con la suya, o eso pensaba, porque lo que
alumbró Ana fue una niña. ¡Tanto confl icto para estar igual que con Catalina!
Y encima, ésta se murió al poco tiempo. Si Enrique hubiera tenido un poco de
paciencia... Pero ésa no era una virtud propia del carácter hedonista, autoritario
e irascible del rey.
Ese carácter iba a desvariar hasta convertirlo en un Barbazul,
al menos esa es la visión católica del personaje, pues en Inglaterra es un
héroe nacional a pesar de sus crueldades.
Ana Bolena iba a convertirse en la siguiente víctima de
ellas. Se vivía un vértigo en el que los que habían provocado la caída de otros
eran a su vez devorados por los que venían detrás. Enrique, decepcionado porque
Ana no le daba un varón, se encaprichó de lady Jane Seymour.
Podía haberse divorciado de Ana, pero eso sería reconocer
que se había equivocado en unos amores que habían costado tan gran conflicto.
Así que montó una farsa de juicio y ejecutó a Ana por adúltera, incestuosa,
hereje y traidora.
Jane le dio al fin el ansiado varón, pero murió del parto.
La tragedia continuaba.
Luterana
Cromwell, que se había convertido en primer ministro, y
Cranmer, el arzobispo de Canterbury, vieron entonces una oportunidad para
empujar a Enrique VIII hacia el protestantismo que ellos profesaban y le
arreglaron una cuarta boda con una noble alemana, Anna von Kleve. Era hija de
un jefe de la Liga Luterana, y entraba en el trato que pretendía llevar a
Enrique a la alianza con los príncipes alemanes en contra de Carlos V.
Pero a Enrique no le gustó su nueva mujer y el capricho real
era más importante que la diplomacia de sus ministros. El arzobispo Cranmer
anuló el matrimonio, y Cromwell, muñidor del mismo, fue ejecutado. Así se
pagaba el fracaso en el reinado de Enrique VIII.
Aunque no fue sólo por el fi asco del matrimonio con la
alemana. Ya hemos dicho que Enrique VIII era católico de corazón, y no le
perdonó a Cromwell que quisiera empujarlo al luteranismo. Dicen que nombró a
propósito a un verdugo inexperto, que tuvo que darle tres cortes antes de
cortar el cuello de Cromwell. Luego hirvieron la cabeza y por fin la exhibieron
pinchada en una pica. Así terminó sus días el que había urdido las injustas
ejecuciones de santo Tomás Moro y de Ana Bolena.
De alguna forma, con esa cruel muerte del consejero, Enrique
se quiso librar de la culpa por las muertes de Moro y Ana. Pero aún fue más
lejos en esa especie de contrición no reconocida. Salirse del catolicismo era
una espina que Enrique VIII tenía clavada y, en 1539, seis años después de su
excomunión, dio marcha atrás en el protestantismo con la Ley para abolir la
diversidad de opiniones.
Era una ley con seis artículos que los protestantes llamaron
Los Seis Latigazos, porque de hecho suponía volver al dogma y a la
liturgia católicas. Incluso volvía a imponer el celibato a los clérigos, por lo
que el arzobispo Cranmer de Canterbury tuvo que desprenderse de su esposa y
mandarla fuera de Inglaterra. Lo único que faltaba para volver al redil de Roma
era reconocer la autoridad del Papa.
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia, s. XVI
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