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miércoles, julio 4

Turquía, el hombre enfermo de Europa


(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 20 de abril de 2011)

EUROPA ORIENTAL Y EL MEDITERRÁNEO, DE LOS SIGLOS XVI AL XX • El Imperio Otomano, después de ser una gran potencia durante dos siglos, cae en una imparable decadencia.
El primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogan, es el único interlocutor que Gadafi ha aceptado fuera de la Unión Africana, que el coronel financia y controla. En Ankara se ve el embrollo de Libia como una ocasión única de recuperar influencia en el Mediterráneo Occidental, un objetivo por el que los turcos lucharon desde el siglo XVI y cuyos últimos restos desaparecieron en 1912.

En su momento álgido, en el siglo XVI, el Imperio Otomano abarcaba todo el norte de África hasta Argelia, mientras que en Europa llegaba, literalmente, a las puertas de Viena. Fueron los españoles, en aquella época primera potencia mundial, quienes frenaron la expansión turca en todos los frentes. En 1532, Carlos V envió al duque de Alba para que rechazara al ejército otomano en Austria; en 1565 el socorro español, al mando de don García de Toledo, virrey de Sicilia, libró Malta del asedio turco; en 1571 don Juan de Austria destruyó la flota otomana en Lepanto, poniendo fin a la amenaza de expansión turca por el Mediterráneo Occidental.

En el siglo XVII el Imperio Otomano seguía siendo una gran potencia, que volvió a poner sitio a Viena en 1683, aunque su fracaso marcó ya el inicio de la cuesta abajo. A principios del siglo XIX, una ocurrencia del zar Nicolás I acuñó el término para referirse a lo que antaño era la Sublime Puerta: “El hombre enfermo de Europa”.

La pérdida de Rumelia.

Como un enfermo al que le van fallando las distintas funciones vitales, a lo largo del siglo XIX el Imperio fue perdiendo sus vasallos europeos, lo que se llamaba la Rumelia (el país de los romanos, o sea, de los cristianos).

Primero se produjo la independencia de Grecia, apoyada por Francia, Inglaterra y Rusia, mientras que diversas intervenciones rusas le fueron despojando de Rumanía, Bulgaria, los Balcanes, lo mismo que de los territorios del Cáucaso.

En el norte de África eran, en cambio, las potencias europeas más occidentales quienes esquilmaban al hombre enfermo. En 1830 Francia conquistó Argelia, y en 1881 extendió su poder a Túnez. En 1882 Inglaterra ocupó Egipto y estableció un protectorado de hecho sobre el país del Nilo, aunque en realidad era completamente autónomo de Constantinopla desde principios de siglo, manteniendo una relación de vasallaje con la Sublime Puerta estrictamente formal.

Al empezar el siglo XX el único resto del Imperio Otomano en el norte de África era Libia, un país inmenso pero desértico, sin riquezas y difícil de controlar (véase Tiempo, número 1498, Los Senusi, el poder profundo de Libia, en esta misma sección). Lo único valioso que le quedaba a la Sublime Puerta era el Oriente Próximo árabe. Ni una ni otra posesión le duraría mucho.

Italia había puesto sus ojos en Libia. La tardía unificación italiana había hecho que el país llegara con retraso al concierto de las potencias, pero Italia se creía con tanto derecho como cualquier otro Estado europeo a poseer un imperio colonial. En la Conferencia de Berlín, que repartió África en 1884-85, había recibido un pedazo pequeño de tarta en el litoral oriental africano, y sus intentos de ampliarlo a costa del Imperio Abisinio (hoy Etiopía), habían terminado en un rotundo fracaso militar, el desastre de Adua.

Libia parecía objetivo más sencillo, estaba a un tiro de piedra del territorio italiano, lo que facilitaría la campaña bélica. Además, por esa cercanía los italianos la consideraban su hinterland natural y, de hecho, antes de emprender ninguna operación colonial militar, ya se había producido una colonización económica, con la emigración de bastantes italianos y el establecimiento de empresas en el litoral líbico.

Otro factor estimulaba las ambiciones italianas, el miedo a que Francia o Alemania se apropiasen de Libia. Alemania tenía idénticas motivaciones que Italia, pero la más peligrosa era Francia, que ya tenía tropas en los fronterizos Túnez y Argelia.

Laissez-faire.

El Gobierno de Roma necesitó por tanto años de paciente diplomacia para asegurarse el laissez-faire (dejar hacer), la aceptación de que se apoderase de Libia por las distintas potencias. En 1887 lo obtuvo de la posible competidora, Alemania; en 1902 de Francia, Inglaterra y Austria; por fin, en 1909, de Rusia. A partir de ese momento, la guerra con el hombre enfermo estaba asegurada.

En septiembre de 1911 Italia dirigió un ultimátum a Turquía: o se retiraba de Libia o sería la guerra. La excusa era la clásica, los colonos italianos en Libia habían recibido amenazas y vejaciones y Roma acudía en defensa de sus nacionales.

La guerra duró poco más de un año y reveló el pésimo estado del Ejército otomano. Muchos la consideran una especie de prólogo de la I Guerra Mundial, con el empleo de nuevas tecnologías bélicas, como la aviación de bombardeo, usada por los italianos, o el importante papel de los torpederos de la Regia Marina italiana, y también por la implicación de los países balcánicos.

Estos, aliados en la Liga Balcánica, desencadenaron la I Guerra de los Balcanes contra Turquía, que perdió casi todo lo que aún conservaba en Europa, incluida Albania. Y no pararon ahí las pérdidas colaterales de la guerra de Libia. Italia se aprovechó de su absoluta superioridad naval para apoderarse de las islas del Dodecaneso y de Rodas (hoy integradas en Grecia), que está pegada al territorio continental de la Turquía asiática.

El hombre enfermo de Europa salió en estado comatoso del conflicto y en realidad dejó de ser de Europa, pues la presencia turca quedó reducida prácticamente a la nada al oeste del Bósforo. También dejó de tener presencia en África. Y en menos de cinco años, Lawrence de Arabia sublevaría a los árabes de Oriente Próximo, y el Imperio Otomano desaparecería definitivamente.

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