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domingo, mayo 26

Virginia Woolf y Vita Sackville-West: Historia de una separación

(Un texto de Laura Freixas en la revista Mujer de Hoy del 1 de septiembre de 2018)

Lo que comenzó como un reconocimiento entre dos mujeres que se saltaban los roles femeninos de su época, evolucionó hacia una historia de amor, una amistad fría y, al final, un desencuentro intelectual al que las amantes no supieron (o no quisieron) sobreponerse.

“La señora Woolf –le escribe Vita Sackville-West a Harold Nicolson, su marido, en diciembre de 1922–, no es nada afectada. No lleva ningún adorno. La manera como se viste es atroz. Al principio no la encuentras guapa; luego hay una especie de belleza espiritual que se te impone y empiezas a mirarla con fascinación. Es a la vez distante y humana; está callada hasta que quiere decir algo y entonces lo dice maravillosamente bien. Es bastante vieja: 40 años. Pocas veces me he encontrado tan atraída por alguien, y creo que yo a ella también le gusto.”

Cuando por fin se conocen en persona, ese mes de diciembre de 1922, seguramente Vita y Virginia Woolf llevaban mucho tiempo siguiéndose la pista. Las dos son inglesas, escritoras, de edad parecida (Vita es 10 años más joven); las dos son mujeres fuera de lo común; las dos son relativamente famosas, aunque de forma muy distinta.
La señora Woolf, como la llama Vita, es muy respetada como novelista, pero desconocida para el gran público: más que fama, es prestigio lo que tiene. Es feminista, de izquierdas, muy culta y decentemente casada con el escritor, editor y periodista Leonard Woolf. Su círculo es el grupo de Bloomsbury, formado por intelectuales y artistas que residen en ese barrio londinense, céntrico pero nada elegante (ellos lo pondrán de moda). En una sociedad rígidamente dividida en clases, los Woolf pertenecen al estrato medio: viven, en parte, de renta, y tienen criada, pero están muy lejos de la nobleza millonaria en la que ha nacido Vita.

Esta, por su parte, goza de una celebridad bastante escandalosa. Su padre es un riquísimo aristócrata, dueño de un castillo de más de 300 habitaciones, con 50 criados a tiempo completo, pero su madre es hija ilegítima de una bailarina española gitana; y esto lo sabe el gran público, porque hubo un sonadísimo juicio por la herencia, seguido de un suicidio (del hermano de la madre de Vita, cuando perdió el litigio y con él, la esperanza de heredar una fortuna); de todo ello se hicieron amplio eco los periódicos… Como Virginia, Vita es una mujer rebelde respecto al modelo victoriano de la época. Nunca ha querido limitarse a ser hija de papá rico o esposa decorativa. Desde muy joven publica poesía y novelas que atraen mucha atención –de hecho, en esa época es más conocida como escritora que Virginia– y, aunque está casada y tiene dos hijos, no oculta sus amores con mujeres. Se va tranquilamente de viaje, durante meses, con su amante, Violet, a Italia o a Francia, donde juega a travestirse –se pone pantalones y se hace llamar Julian–, dejando a sus hijos con su madre o la niñera. Su marido, que es diplomático, pasa igualmente largas temporadas en el extranjero –Estambul, Berlín…– y tiene, él también, amantes de su mismo sexo. Una pareja original, porque además, se lo cuentan todo. (Tras la muerte de ambos, uno de sus hijos, Nigel Nicolson, escribió un libro lleno de simpatía y respeto sobre ellos: Retrato de un matrimonio).

Enamoradas de un ideal

Es comprensible que Vita y Virginia sientan, al menos, curiosidad mutua. En este primer encuentro, como vemos, a Vita le fascina Virginia. “Y creo que yo a ella también le gusto”… En esto, se equivoca: cuando poco después cenan juntos los dos matrimonios, Virginia anota en su diario que encuentra a Harold y Vita “incurablemente estúpidos”.

Pero poco a poco, las dos escritoras se van haciendo amigas. “Dios mío, adoro a esa mujer”, escribe Vita a Harold, aunque se apresura a tranquilizarle: “No estoy enamorada de ella, solo la amo” (“Not in love, just love”), y en otra carta: “Virginia me quiere y nos hemos acostado juntas”. Virginia, por su parte, hace introspección en su diario: “Me gusta su presencia y su belleza. ¿Estoy enamorada de ella? Pero ¿qué es el amor?... El hecho de que ella esté “enamorada” (hay que ponerlo entre comillas) de mí, me emociona y me halaga y me interesa”.

Pero en cuanto a sexualidad, Virginia Woolf nunca es muy explícita. Solo indirectamente, por una carta de su hermana Vanessa, sabemos que la vida sexual de Virginia con Leonard se limitó a una breve experiencia, tan insatisfactoria que después y hasta el fin de sus días durmieron en habitaciones separadas. La sexualidad le produce, dice Vanessa, una especie de incomprensión, y la sexualidad masculina concretamente, un rechazo visceral. Es significativo que en sus novelas hable de amor, pero nunca de la faceta erótica. El motivo, seguramente, es algo que le sucedió en la adolescencia, a lo que alude de paso en sus memorias póstumas, Momentos de vida: su medio hermano mayor abusaba de ella. Cuando se va de vacaciones con Vita –a Francia, una semana–, Virginia escribe a Leonard todos los días (¿para tranquilizarle?). Se siente tan ansiosa (¿o culpable? ¿de qué?...) que, como él no contesta, le pone un telegrama; y escribe también a Harold, elogiando a Vita (¿para demostrarle, también a él, que no tiene nada que temer?).

Una alianza entre (des)iguales

La amistad de Vita y Virginia es, para las dos, una de las cosas más importantes, enriquecedoras y placenteras que les pasa en la vida. Vita lleva a Virginia a conocer a sus padres y a visitar el castillo familiar, Knole. Virginia se inspirará en él y en la historia de los Sackville para escribir su novela Orlando; y Vita se lo agradecerá siempre: el gran dolor de su vida es no haber podido heredar Knole por ser mujer, y la novela de Virginia en cierto modo se lo restituye. Ella por su parte reconoce, sin reservas, la superioridad de Virginia: sabe que es mucho mejor como escritora que ella misma; admira su cultura, su creatividad, su inteligencia, su sentido crítico y del humor.

Virginia, a su vez, admira a Vita por algo que, visto con el espíritu crítico que tenemos ahora, podríamos definir como que Vita encarna un cierto ideal de género y de clase de la época.
“Su madurez, su capacidad de estar con cualquier tipo de gente, de representar a su país, de controlar la plata, los criados, los perros; su maternidad (pero es un poco fría y distante con sus chicos), en una palabra el hecho de que es (lo que yo nunca he sido) una mujer de verdad...”, escribe Virginia en su diario, sin terminar la frase; y remachando el clavo de los estereotipos de género (una “mujer de verdad” es la que es sensual y madre, pero poco intelectual). Añade: “Tiene una voluptuosidad como de uvas maduras. No es reflexiva. No. Su cerebro no está tan bien organizado como el mío”.

Pero Vita, para Virginia, no es solo una mujer, sino una mujer que tiene algunas cualidades propias, en su opinión (o la de su época), de un hombre: se acuesta con mujeres, viaja sin compañía masculina, conduce, escribe… En Vita, Virginia ve a la mujer del futuro, emancipada, vital, creativa, andrógina: el modelo con el que juega en su ensayo sobre las mujeres y la literatura, Una habitación propia, que escribe en los años álgidos de su amistad con Vita y sin duda se inspira mucho en las conversaciones entre las dos.

¿Qué las distanció? La inconstancia de Vita, seguramente, y su deseo sexual: quería amores más intensos de lo que Virginia, tan introvertida y pusilánime, tan poco sexual, tan apegada a su marido, podía ofrecerle. Pronto se enamoró de otra y Virginia, dolida, se alejó. Aunque se siguieron escribiendo y viendo a veces –solas o con los maridos–, no fue lo mismo.

Un día de marzo de 1935, Virginia y Leonard van a visitar a Harold y Vita a Sissinghurst, la finca que se han comprado después de que, al morir el padre de Vita, el castillo familiar de Knole fuera a parar a un primo. Allí disfruta Vita de la segunda parte de su vida, en la que la jardinería –practicarla y escribir sobre ella– va ocupando el lugar que antes ocupó la literatura. Al volver a su casa de Londres, Virginia, en su diario, describe la visita, y apunta: “Y ahora tengo que hacer una afirmación extraña: mi amistad con Vita ha terminado. No ha habido peleas, no ha habido escenas; ha sido como cuando cae una fruta madura. Su voz diciendo “¿Virginia?” desde el umbral de la habitación de la torre tenía el mismo hechizo de siempre. Solo que no me hizo ningún efecto. Y se ha vuelto muy gorda: la típica aristócrata ociosa que vive en el campo; se ha echado a perder; ya no tiene curiosidad por los libros; no ha escrito poesía últimamente; solo se anima cuando se habla de perros, flores y nuevos edificios”.

Pero no hubo ruptura, ni siquiera un distanciamiento total. Siguieron visitándose de vez en cuando y escribiéndose; su amistad solo terminó con el suicidio de Virginia Woolf, en 1941.

Incomprensión y perdón final

A Vita le habría quedado, como consuelo, un precioso recuerdo si los pensamientos íntimos de su amiga no hubieran salido a la luz, unos años después. “No consigo tragar el diario de Virginia. Cuánta autocompasión y cuánta vanidad. La envidia es difícil de entender. Una se da cuenta de que debe haber sido mucho más loca de lo que parecía por su apariencia tranquila”, anota ella en su propio diario.

Quizá Vita no se daba cuenta de que ella tenía casi todos los dones: riqueza, belleza, talento, amistades, amores, erotismo, hijos… y provocaba envidia incluso en aquellas personas a las que admiraba, como Virginia, que tenía, por su parte, el don que a Vita le faltaba –y era cruelmente consciente de esa carencia–: genialidad literaria. Pero Vita es siempre, en última instancia, generosa. Y generosa es su conclusión tras leer el diario de su amiga: “No es que ahora la admire o la quiera menos. Pero seguramente creará una mala impresión a esos que nunca presenciaron su gran dignidad ni fueron testigos del ingenio y la curiosidad que la animaban”.

Influencias mutuas, la fascinación del andrógino

La huella indiscutible de Vita Sackville-West en la obra de Virginia Woolf se encuentra en Orlando, una novela fantasiosa y humorística que es quizá la más amena y popular de la autora. El Orlando imaginado por Woolf es un aristócrata que nace en el siglo XVII, en un castillo muy similar al de la familia de Vita; que se da a conocer literariamente con un largo poema bucólico, igual que Vita; que se enamora de una joven a la que conoce patinando sobre hielo como, en la vida real, Vita conoció a su gran amor femenino, Violet Trefusis; que navega por el Mediterráneo, como Vita; que vive 300 años, se levanta un buen día convertido en mujer, y al final de la novela es una chica moderna que fuma y conduce su automóvil… como Vita.

La publicación de Orlando le dio a Vita la idea y el deseo de narrar ella misma, esta vez, su propia historia, y así lo hizo en Los eduardianos (1930), una de sus mejores novelas. Por su parte, Virginia y Leonard, su marido, se convirtieron en los editores de Vita. En su editorial, The Hogarth Press, publicaron, entre otros libros suyos, esta obra, que se convirtió en un best-seller.

Una habitación propia, el ensayo en el que Virginia Woolf se pregunta cómo se puede ser a la vez escritor(a) y mujer –dos cosas que la mentalidad de la época consideraba difícilmente compatibles– imagina, como solución a este dilema, el surgimiento de un nuevo modelo de ser humano, que superaría la división que existe entre el género femenino y el masculino: el andrógino. Un modelo inspirado, evidentemente, en Vita

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