El santuario de los guardias valientes
(La columna de Arturo Pérez Reverte en el XLSemanal del 3 de marzo de 2019)
Una advertencia previa a los sectarios y los tontos: eviten este
artículo. Hoy hablo de héroes, y eso tiene mala acogida entre cierta
gente. Sin embargo, para los ecuánimes, capaces de reconocer la virtud
en sus adversarios, los héroes no tienen etiqueta. Aquí hablé varias
veces de ellos sin distinción de bando: guerras antiguas, divisionarios
en Rusia, maquis antifranquistas, republicanos liberadores de París. Y
hoy le toca a Picolandia, con una historia de hace ochenta y dos años.
Un episodio admirable por el que todos pasan de puntillas: el santuario
de Santa María de la Cabeza.
Intentaré
resumir: sublevación contra la República, guardias civiles que en Jaén
se unen a los rebeldes. Unos cruzan las líneas y otros quedan en zona
roja, con sus familias. El capitán Santiago Cortés, que se hace con el
mando –duro, decidido, implacable–, se atrinchera en el cerro de Santa
María de la Cabeza, santuario donde no quedan frailes porque los
milicianos los han fusilado a todos. Con trescientos veintidós
combatientes (230 guardias y 92 voluntarios) armados con fusiles y
novecientos no combatientes –mujeres, ancianos y niños– refugiados en el
santuario, Cortés decide pelear y resistir, esperando una ayuda que no
llegará nunca. El 14 de septiembre de 1936, un primer intento de las
milicias republicanas por hacerse con el cerro es rechazado. Y así
empieza el asedio.
Raras veces en la historia de
España se dieron casos de tan extrema tenacidad. La noticia de lo que
ocurre en el santuario se extiende por todas partes, y eso lo convierte
en serio problema de imagen para la República. Hay que acabar con
aquello, y sobre el cerro se lanza de todo: intensos bombardeos, ataques
ladera arriba con carros blindados, oleadas de infantería que incluyen
tropas de las brigadas internacionales y efectivos españoles bien
armados y disciplinados, muy diferentes a los torpes milicianos de los
primeros días. La ofensiva republicana es lenta, metódica, brutal. Se
producen algunas deserciones; pero la mayor parte de los guardias, gente
hecha al oficio, profesionales bajo el mando de otro profesional, vende
cara su piel. En los sótanos, sin radio, sin apenas alimentos, sin
medicinas, se amontonan heridos y civiles aterrados mientras los muros
tiemblan bajo las bombas. Transcurren así ocho meses de combates y
agonía. Ocho meses de desesperado coraje en los que se va estrechando el
cerco.
Poco a poco, con muchas bajas, los
republicanos avanzan ladera arriba. Desbordados, aprovechando la noche y
la lluvia, los guardias que no han muerto en la posición avanzada de
Lugar Nuevo se retiran con sus familias al santuario, donde siguen
combatiendo. Al amanecer del 1 de mayo, apoyados por ocho carros de
combate, 10.000 atacantes dan el asalto definitivo, peleando y muriendo
por cada palmo de terreno que les disputa el centenar escaso de hombres
que, entre las ruinas, aún está en condiciones de luchar. Algunos hijos
de guardias, niños de 12 a 14 años fogueados por el asedio, toman las
armas de los caídos, y cinco de ellos defienden durante horas una de las
últimas posiciones. No hay rendición, pues nadie la pide. Cuando los
republicanos llegan al cerro, cada cual pelea como puede a tiros y
culatazos, cuerpo a cuerpo, ya sin mando ni orden ninguno, pues Cortés
ha sido herido por una esquirla de metralla. A las cuatro de la tarde,
cuando no queda nadie a quien disparar, 46 defensores son hechos
prisioneros, ninguno ileso o en condiciones de luchar. Los demás están
muertos o heridos.
Lo que sigue es un ejemplo de
humanidad muy raro en esa guerra. Hay fotos e incluso una filmación: los
vencedores republicanos, admirados, respetuosos, dejan con vida a los
prisioneros y ayudan a salir del sótano a mujeres, niños y ancianos.
Algunas mujeres de los muertos visten las guerreras de sus maridos, y se
registra la conmovedora imagen de un guardia enflaquecido, agotado, que
camina ladera abajo con un hijo pequeño en brazos y otro de la mano.
También hay una foto del capitán Cortés, agonizante, puesto en una
camilla por los republicanos que no han querido rematarlo: barbudo,
flaco, mirando al fotógrafo con ojos febriles y los puños apretados,
como diciendo «Volvería a hacerlo otra vez». Aunque el mejor elogio a él
y a sus hombres lo hizo el comandante Martínez Cartón, uno de los que
tomaron el santuario, a uno de los guardias supervivientes: «Con
doscientos como vosotros llegaba yo a Burgos».
España, a fin de cuentas y otra vez. Ya saben. La pobre, trágica y dura España.
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia, s.XX
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