Muertes absurdas: Asesinado por su propia batuta
(Un texto de Javier Blanquez en El
Mundo del 29 de agosto de 2018)
Jean-Baptiste Lully, director musical
de Luis XIV, se golpeó el pie con un bastón de ritmo provocándose una herida. La
gangrena y la falta de higiene hicieron el resto.
Una batuta podría ser un arma letal, como Mel Gibson, según el uso que se
le dé. Si se maneja únicamente para dirigir a la orquesta, obviamente, el
riesgo de que se te clave el extremo puntiagudo en un ojo es mínimo, pero nadie
ha dicho que esa sea su única función, del mismo modo que unas gafas pueden
servir para pelarse a alguien si se hinca una de las patillas con fuerza en la
yugular de la víctima, como demostró Francis Ford Coppola en uno de los
asesinatos más salvajes de El Padrino III, el del banquero Lucchesi.
Todo aquello que pueda hacer presión sobre una parte blanda del cuerpo y
desgarrar un vaso sanguíneo principal, o abrirse camino hasta el cerebro -como
en el caso célebre de Haroldo II de Inglaterra, fallecido en la batalla de
Hasting (1066), según cuentan las crónicas, por una flecha que le atravesó el
ojo-, debe ser considerado a todos los efectos, por tanto, como un arma
peligrosa.
Nunca hay que menospreciar la creatividad y las habilidades de un sicario,
un psicópata o los actos divinos, y, sin embargo, en los amplios catálogos de
muertes absurdas o insólitas no aparece ninguna producida por el uso espurio de
una batuta.
Siempre y cuando, lógicamente, entendamos por batuta el bastón que manejaba
Jean-Baptiste Lully (1632-1687) para dar instrucciones a los músicos de la
corte de Luis XIV, con los que interpretaba ballets, óperas espesas divididas
en cinco actos y otras delicias de cámara para regocijo del monarca. En
realidad, lo que portaba Lully no era un bastón, sino una barra de hierro con
la que golpeaba el suelo para marcar el tempo exigido a sus músicos, una
especie de tam tam cromado y con restos de óxido que impactaba marcialmente
sobre la madera noble de Versalles al servicio de los placeres cortesanos.
Hoy, lo que sobrevive y nos llama la atención del palacio a las afueras de
París son sus jardines, su salón de los espejos, los chapados en oro y los
trajes de época, pero la música también era esencial en el ritmo diario de
Versalles. Luis XIV era un gran aficionado a la danza, y en algunas historias
de la música se le identifica como el impulsor intelectual de lo que hoy
llamaríamos el mañaneo, que consiste en prolongar la fiesta hasta la filtración
suave de los primeros rayos del amanecer.
Con 21 años, y recientemente llegado a Francia desde Italia, huyendo del
hambre, Lully bailó una vez en compañía del rey y se ganó sus favores.
Los expertos en música del Barroco siempre han tenido cierta animadversión
hacia Lully. Cuando vino a España a presentar su excelente libro sobre la
música religiosa de Johann Sebastian Bach, el director John Eliot Gardiner se
refirió a Lully como «un mafioso», en referencia a los numerosos ardides que,
en vida, utilizó para escalar posiciones sociales para así acumular fortuna y
hacerse con la propiedad de tierras en París. También hay otra razón para
tenerle tirria: si la ópera del Barroco ya exige un esfuerzo considerable de
atención a los espectadores modernos, por ser generalmente larga y alambicada,
la tragedia lírica francesa lo es todavía más. Una función no solía bajar casi
nunca de cinco horas.
Lully, por tanto, estaba obligado a mantener un régimen disciplinario
agresivo con sus músicos y sus bailarines, y los ensayos eran algo más cercano
a la instrucción del sargento Hartman en La chaqueta metálica que a una
alborozada reunión de virtuosos para tocar piezas inspiradas en mitos griegos.
El férreo bastón de mando de Lully, que hendía el suelo con furiosos
golpes, era un objeto habitual entre los directores musicales de la época.
Aunque se sabe de varios directores que murieron de agotamiento mientras
dirigían -Sinopoli, Mitropoulos-, el suyo es el único caso documentado de
director fallecido directamente por culpa de su herramienta de trabajo.
Un día,el bastón de hierro no golpeó el suelo, sino el dedo gordo del pie
derecho de Lully, con tanta fuerza que la carne se le hizo pulpa y la uña algo
así como una cáscara de mejillón partida en tres trozos. La herida resultó ser
tan severa -y la higiene de Versalles tan justita- que se infectó a toda
velocidad y puso en peligro la extremidad entera. ¿Qué hubiera pasado si Lully
no hubiera sido también un excelente bailarín? Seguramente hubiera dado la
orden de amputar y habría vivido el resto de sus días como un veterano de
guerra. Pero entre perder el pie o la vida entera, que venía a ser lo mismo,
eligió lo segundo, y la gangrena hizo el resto del trabajo de manera eficiente.
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