La vuelta de la Pepa
(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 18 de marzo
de 2016)
España, 10 de marzo de 1820. La Constitución de Cádiz de
1812 entra de nuevo en vigor tras la Revolución Española.
Toda Europa yace bajo el yugo del absolutismo cuando
“una gran nación se ha levantado con majestuosidad, reclama los derechos que ha
conquistado de forma tan cara… Tal es el espectáculo que ofrece España hoy”. Es
un historiador francés, Charles Laumier, quien publica este panegírico a lo que
Europa ha bautizado “Revolución Española”, con mayúsculas como la Revolución
Francesa, a la que se compara y de la que se considera digna sucesora.
España ya había sido un ejemplo para el continente con
su levantamiento del Dos de Mayo, había probado en Bailén que el Ejército de
Napoleón no era invencible, y su resistencia feroz –“la úlcera española”, la
llamó el propio Bonaparte– demostró que no había que acatar los dictados del
emperador tirano de Europa. La Constitución Política de la Monarquía Española
que proclamaron los liberales en Cádiz el 19 de marzo de 1812, llamada por eso
la Pepa o Constitución de Cádiz, también fue ejemplar en su momento. Sin
embargo luego vino Fernando VII y restauró el absolutismo y la Inquisición.
Pero el 1 de enero de 1820, un grupo de oficiales del
contingente que esperaba en Cabezas de San Juan (Sevilla) su embarque hacia
América se “pronunció” por la libertad y proclamó la abolida Constitución de
Cádiz. Entre ellos había figuras como Alcalá Galiano, que redactó su manifiesto
revolucionario, pero la cabeza visible era un teniente coronel asturiano llamado
Rafael de Riego, que luego daría nombre al himno de la República. El 10 de
marzo, dos meses después del pronunciamiento, Fernando VII “había tragado” por
fin, jurando la Constitución, y los liberales entonaron el Trágala, una copla
con un estribillo zahiriente, “trágala tú, servilón”, convertida en himno
antiabsolutista. “Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda
constitucional”, había dicho Fernando VII con evidente falta de sinceridad.
Los ejemplares de la Constitución de Cádiz comenzaron
a circular en Francia como un catecismo revolucionario, según señalaba con
inquietud el prefecto del departamento de Var, y ya el 17 de marzo apareció una
traducción al francés, a la que siguieron más ediciones que difundieron miles
de ejemplares de la Pepa por todo el país galo. En Marsella los liberales
lucían cintas en los sombreros que decían: “Constitución o muerte”, en español.
El entusiasmo conmovió a todos los que se oponían a la
tiranía, desde Grecia hasta Brasil. “Fare come in Spagna” se convirtió en el
grito de guerra que despertó a los italianos de Norte a Sur, y dicho y hecho,
hicieron “como en España”: en Piamonte, en Nápoles y Sicilia estallaron
revoluciones que impusieron la Constitución de Cádiz. En Portugal, los
liberales obligaron al rey a jurar su primera Constitución, copiada de la
española hasta en el título, aunque la reina y el cardenal-patriarca de Lisboa
la rechazaron como obra del demonio.
Dos Europas.
Siempre nos hemos autoflagelado con las dos Españas, como si la división
enrabiada fuese vicio exclusivamente hispánico, pero ahora se formaron dos
Europas, la que ensalzaba e imitaba a España, y la que la temía y maquinaba su
invasión. El pronunciamiento o golpe de Estado a la española, una unidad
militar que se pronuncia por la libertad y desata así el proceso
revolucionario, como había hecho Riego en Cabezas de San Juan, se convirtió en
el modelo de los militares liberales europeos, que eran muchos.
Prendió el ejemplo sobre todo en la vecina Francia,
donde en poco tiempo se sucedieron la Conspiración del Bazar en París, la de
los Chevaliers de la Liberté en Saumur, la de los carbonarios en Belfort
y las de los Cuatro Sargentos en La Rochelle. Según la Policía gala, la
embajada española en París era el foco de la subversión y Chateaubriand, la
mejor pluma del conservadurismo francés, publicó un artículo titulado L’Espagne
condenando la Revolución Española, pues estaba seguro de que existía una
“conspiración general” para extenderla a Francia.
Pero donde las simpatías por la Revolución Española
eran más unánimes fue en Inglaterra. No se trataba solamente de los lores y
diputados whigs (liberales) y radicales, toda la opinión pública alcanzó tal
unanimidad que era destacada por los periódicos como insólita, y John Hobhouse,
miembro de los Comunes y amigo íntimo de Lord Byron, se congratulaba de que el
apoyo a España incluyera “a todos los rangos del pueblo británico”.
Solamente los políticos tories (conservadores) estaban
en contra, desgraciadamente gobernaban ellos, y una de sus figuras más
destacadas, Wellington, que cinco años antes había derrotado a Napoleón en
Waterloo, alertaba contra la aparición de un nuevo Bonaparte en España.
La preocupación de Wellington no era paranoia, para
los liberales, aunque hubiesen luchado contra él, Napoleón ya no era el
emperador tirano, había recuperado su condición de caudillo militar de la
Revolución Francesa que extendía la libertad por Europa. Naturalmente Riego se
convirtió en el nuevo Bonaparte. En Francia, donde los republicanos hacían
causa común con los bonapartistas para derribar la monarquía absolutista de
Luis XVIII, las estampas grabadas con el retrato de Riego imitaban la figura de
Napoleón, incluso le ponían la mano entre los botones de la chaqueta, en el
gesto característico de Bonaparte, como puede verse en nuestra ilustración.
Se corrió la voz de que Napoleón había escapado de la
isla de Santa Helena y había llegado a España, listo para cruzar los Pirineos e
iniciar la marcha sobre París al frente de los miles de exilados que se habían
acogido al asilo de la Revolución Española. Incluso después de la muerte de Napoleón en 1821,
muchos nostálgicos creían que era mentira, que Bonaparte se encontraba
escondido en nuestro país bajo la protección de la Revolución Española, y que
un día volvería a Francia como había hecho en los Cien Días.
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia, s.XIX
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