Los reyes también mueren tontamente
(Un texto de Luis Reyes en la revista
Tiempo del 18 de abril de 2008)
17-2-1934. Alberto, el rey más querido
de los belgas, murió haciendo alpinismo en un país sin montañas.
Desde los principios de la Historia los reyes han muerto con violencia, es
algo que va con el sueldo. Muchos han caído en combate al frente de sus tropas
–en la batalla de Alcazalquivir se logró un récord, murieron tres reyes–.
Muchos otros han sido asesinados por todos los medios imaginables, desde el
antiguo veneno a los atentados anarquistas, y alguno fue ejecutado tras
triunfar la revolución, como Carlos I de Inglaterra o Luis XVI de Francia.
Pero otros han muerto violentamente en circunstancias absurdas, en
accidentes inconcebibles para personas tan rodeadas de cuidados y protección
como los soberanos. Es increíble, por ejemplo, morir practicando la escalada en
Bélgica, un país llano como la palma de la mano, donde lo más parecido a las
montañas son los montones de ganga de sus minas. Seguramente nadie ha fallecido
por esa causa en Bélgica, excepto un rey, precisamente el más querido de los
belgas.
Símbolo de la dignidad
Alberto I subió al trono en 1909 por una carambola, pues era el cuarto en
la línea de sucesión del monarca anterior, su tío Leopoldo II, pero fueron
muriendo los otros candidatos. Su reinado en la tranquila Bélgica no habría
tenido trascendencia si no hubiera estallado la Gran Guerra. Alberto había sido
un joven de inquietudes intelectuales y poco aficionado a lo militar, pero
cuando Berlín le envió un ultimátum, exigiendo que dejara pasar al ejército
alemán a través de Bélgica para pillar a los franceses por la retaguardia,
respondió con gallardía: “La regla número uno de una nación es que no es un
camino”.
Se quitó las gafas y el traje civil, se vistió de caqui y se puso al frente
del pequeño ejército belga, logrando retrasar la ofensiva alemana lo bastante
para que los franceses pudieran prepararse. Alberto se convirtió en el símbolo
de la dignidad de un país menor atropellado por una gran potencia, y en un
auténtico héroe de guerra para la opinión mundial, el Rey Soldado.
Encima de valiente, fue un soberano progresista, preocupado por las clases
trabajadoras y por reparar la barbarie de la colonización del Congo. El que los
belgas consideran su mejor rey, además de un intelectual era un gran deportista
que había hecho alpinismo en grandes montañas. En Bélgica no hay montañas, pero
Alberto iba a la más apartada región, las Ardenas, donde hay unos peñascos en
los que practicaba la escalada.
Un 17 de febrero de 1934, Alberto, conduciendo su propio automóvil y
acompañado solamente por un ayuda de cámara, fue a hacer un poco de ejercicio
en la Roca de las Cornejas, un juego de niños para él. El servidor se quedó en
el coche, y el rey, mochila a la espalda y cuerda al hombro, se marchó solo. Ya
no se le volvió a ver vivo.
Cuando se hizo de noche, el criado, inquieto por su retraso, pidió a tres
leñadores que le ayudaran a buscar “a un amigo”. Lo hicieron sin éxito y dos
horas después avisó por teléfono a palacio. Resulta inconcebible que a mediados
del siglo XX, con los medios que ya existían, la búsqueda del rey perdido se
planteara como un asunto de amigos. Solamente media docena de personas,
incluidos el ayudante de campo del rey, su secretario y su médico, acudieron al
rescate en tres coches. Una vez en la zona del accidente no movilizaron a todas
las fuerzas disponibles, sino sólo a cuatro gendarmes y dos guardabosques, a
los que ocultaron quién era el desaparecido. La única medida extraordinaria fue
llevar en el grupo al secretario del Club Alpino de Bruselas, el conde Xavier
de Grunne, que se jugó la vida escalando los peñascos en plena noche, con una
linterna entre los dientes.
Al fin encontraron el cadáver real. Una piedra a la que estaba agarrado se
desprendió y cayó desde doce metros. Si no hubiese caído de cabeza podría
haberse salvado. “Un accidente banal”, dictaminó el secretario del Club Alpino.
Envolvieron el cuerpo en una manta, lo subieron a un coche y así, de forma
clandestina, regresó a su palacio el cadáver del Rey Soldado.
En defensa de un perro
No banal, sino extravagante fue el accidente que mató a Alejandro I de
Grecia: el mordisco de un monito mascota. La corta vida de Alejandro estuvo
también dominada por la Gran Guerra. Su padre, el rey Constantino, pretendía
mantener a Grecia neutral, pero Francia e Inglaterra presionaron hasta provocar
un golpe de Estado proaliado en 1917. El rey Constantino y su heredero, Jorge,
se fueron al exilio, y subió al trono al segundón Alejandro, que aún no había
cumplido 20 años.
El poder estaba en manos del primer ministro Venizelos, que alejó de Atenas
a todos los cortesanos. El joven monarca se encontró totalmente aislado de su
familia, amigos y viejos servidores. Aunque suene exagerado, no le quedó más
compañía que su perro Fritz, en quien depositó todo su afecto. Un día,
en el jardín, unos traviesos monos de compañía empezaron a hostigar a Fritz.
El rey salió en defensa del perro y un monito le mordió en una pierna.
Era una tontería de herida, pero se infectó y provocó una septicemia. Para
salvar la vida de Alberto era necesario amputarle la pierna, pero en esa época
existía todavía una especie de respeto supersticioso hacia la sacralizada
persona del rey, y no hubo nadie capaz de decidir la amputación. Tras cuatro
semanas de horribles sufrimientos, el rey murió, víctima de un animalillo
insignificante. Alejandro acababa de cumplir 23 años.
Sin embargo, la muerte más tonta que ha tenido un rey fue la de Carlos VIII
de Francia. Este monarca renacentista fue contemporáneo y adversario de
Fernando el Católico, con el que empezó la disputa francoespañola por Italia
que duraría casi un siglo. Una de las cosas en las que puso más entusiasmo fue
la total reconstrucción del castillo de Amboise, hasta convertirlo en uno de
los más bellos del Loira.
Se instaló en su espléndida y cuidada residencia, en la que por todas
partes aparece su emblema personal, una espada de fuego, pero su amor por este
edificio no fue correspondido. Había hecho las puertas demasiado bajas, y un
día, cuando aún no había cumplido los 28 años, al pasar deprisa por una de
ellas, se dio tal golpe en la cabeza con el dintel que se mató.
Bodas de sangre
Otro rey de Francia tuvo una muerte accidental que fue a la vez estúpida y
gloriosa. Enrique II, un príncipe galán, tuvo un final caballeresco y en medio
de una fiesta. Se celebraba el compromiso matrimonial de su hija Isabel con
Felipe II de España y entre los festejos se libró un torneo. El rey, muy
aficionado a las armas, intervino en la justa. Era algo que había hecho cientos
de veces, un deporte violento en el que se podía sacar algún hueso roto, aunque
los caballeros iban tan cubiertos de hierro que no les pasaba nunca nada serio.
Cuando Enrique II se cruzó, lanza en ristre, con el capitán de su guardia, el
conde de Montgomery, la lanza de su oponente fue a clavarse en la mirilla de la
celada del rey, provocándole una terrible herida en la cara, por la que murió
al cabo de unos días.
Etiquetas: Alégrame el dia, Pequeñas historias de la Historia
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