Muertes absurdas: Antonio Gaudí: atropellado por el vehículo más lento del mundo
(Un texto de Javier Blanquez en El
Mundo del 31 de agosto de 2018)
El máximo representante del modernismo
catalán, Antonio Gaudí, caminaba concentrado por la calle cuando fue embestido
por un tranvía y luego confundido con un mendigo.
Para saber lo que es una línea recta no hace falta sacarse la carrera de
arquitectura, quien más quien menos comprende que es la distancia más corta
entre dos puntos, y en nuestro día a día aplicamos esa simplicidad -por mor del
ahorro de energía y tiempo- a todos nuestros procesos algorítmicos humanos:
para movernos por la casa, para ir al trabajo, para huir de los acreedores. La
línea recta, pues, es innegociable para actividades tan dependientes del orden
y la solidez como la erección de edificios, y por eso las paredes son lisas y
los ángulos se mantienen en unos escrupulosos 90 grados, a menos que te llames
Gaudí, que entonces todo eso era un muermo. Cuando en plena obra a alguien le
daba por sacar la plomada, lo habitual era que el utensilio, en vez de caer
grácil con la ayuda de la atracción gravitatoria, de repente chocara contra una
voluta, una gárgola, un remache o un rizo de la fachada. De este modo se
entiende que Gaudí, en uno de los actos más sencillos que puede efectuar un
hombre adulto, que es cruzar la calle sin menoscabo de su integridad física,
fallara estrepitosamente. Lo de ir recto no era su estilo.
Aquel día, 7 de junio de 1926, Antonio Gaudí iba pensando en sus cosas. Sus
cosas eran las doce torres de la Sagrada Familia, que ya tenía proyectadas, y
los adornos de las fachadas que aún faltaban por construir. Sabía que se le
acababa el tiempo, y que su iglesia de los pobres, que tenía que ser la otra
catedral reverenciada de Barcelona, no estaba todo lo avanzada que a él le
gustaría, pero aún contaba con margen. Tenía 73 años, empezaba a sentirse
debilitado, pero una vez más tenía una misión que cumplir y de ahí pensaba
sacar fuerzas. Los años del modernismo habían pasado de largo, la arquitectura
en Barcelona entraba en una fase más sobria y funcional -una vanguardia
moderada-, pero él todavía tenía que culminar su obra maestra. Una vez más, sin
líneas rectas.
El problema de los sabios despistados, como lo estaba Gaudí en aquella
tarde de primavera, es precisamente ése, que empiezan a evadirse y en un
momento puede suceder algo desagradable. Se te va el santo al cielo y, de
repente, se te ha quemado la comida que has metido en el horno, te cuelan un
gol sin que lo huelas, no has encendido la cámara cuando los actores están
improvisando una secuencia magistral o te olvidas una gasa dentro del cuerpo
del paciente después de una intervención quirúrgica refinada. El despiste, por
su naturaleza involuntaria, suele perdonarse aunque pueda tener alguna
consecuencia fatal. Es también por un despiste por lo que te mueres: no
calculas bien el paso y te caes por un barranco, o crees que el agua está mansa
y no lo está, y te ahogas, etcétera. A Gaudí le sucedió por no mirar de
izquierda a derecha, como nos enseñan desde pequeños cuando nos descubren esa
alteración cromática de la calzada a la que llamamos paso de cebra.
A pesar de que la tecnología cada vez está más desarrollada para que no
ocurra, todavía hay gente que muere atropellada por no torcer el cuello al
estilo grada de Roland Garros antes de cruzar. Ahora tenemos semáforos con
códigos de sonido, coches con sistemas inteligentes de detección de movimiento
que frenan en seco, otra gente alrededor armada con sentido común -aunque luego
les dé igual todo y ni se tomen la molestia de pegar un grito cuando alguien
apuesta fuerte atravesando la calle en rojo, como un espontáneo se la juega
delante del toro saltando al ruedo a pecho descubierto-, y aunque lo que no
tenemos es paciencia, y nos puede el ansia por cruzar, al menos tenemos la
educación para no hacer el burro. En la época de Gaudí todo esto no existía y,
de todos modos, él contaba con otro elemento a favor: había más sitio para
cruzar, menos coches y menos velocidad.
Porque, digámoslo claramente: ¿se puede ser más lento que un tranvía?
Incluso hoy, que en Barcelona vuelve a haber tranvías -y son cómodos,
iluminados y silenciosos-, es imposible perder el que está llegando a la parada
porque con una carrera mínima, y no hace falta ser Jordi Alba para alcanzarlo
en cinco segundos, te plantas en la puerta. Si en la famosa paradoja de Zenón
la tortuga siempre es más rápida que Arquímedes cuando compiten en una carrera,
y el hombre nunca alcanza al animal, con los tranvías de Barcelona pasa lo
contrario, que aunque intentes avanzar con trote cochinero, siempre llegas. A
menos que te llames Gaudí, que al ir a cruzar la Gran Vía, pensando en sus
cosas, trazó una línea obtusa con paso distraído, y el tranvía, que iba a paso
de caracol le golpeó en las costillas y en la sien. Y así cayó el gran
arquitecto, por un leve golpe, como Neymar en las áreas rivales.
Gaudí no tuvo que haber muerto aquel día. El golpe no fue fatal para que
falleciera al instante: sufrió una conmoción, heridas aparatosas, pero de haber
sido llevado a una enfermería con cierta rapidez habría vuelto en sí y no
habría perdido mucha sangre. Pero aquel día, el héroe nacional no llevaba el
porte de un genio, sino el de un mendigo: sus ropas estaban raídas, su sombrero
era el de un menestral, en vez de con botones, su chaqueta estaba cerrada con
imperdibles, avanzándose al punk. Parecía un viejo famélico golpeado por el
destino, y nadie se hizo cargo de aquel pobre diablo. Ni siquiera los taxis
querían parar para llevarle a un hospital, por no manchar la tapicería con su
sangre vil. Tres días después, el genio de la arquitectura fallecía y nadie
entendía cómo pudo haber pasado, y pasó por lo de siempre, que es lo que decían
Astrud en su canción: todo nos importa una mierda, y una persona tirada en la
calle, antes que el corazón, lo que nos toca es un pie.
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