Muertes absurdas: el astrónomo que se aguantó el pis hasta fallecer
(Un texto de Javier Blanquez en
El Mundo del 28 de agosto de 2018)
El astrónomo Tycho Brahe, que
disfrutaba de grandes bacanales, tardó en ir a hacer pis una noche -en busca de
placer- y ya no lo hizo nunca más.
Hay varios
placeres en la vida, que no son el sexo, que nos podemos permitir cada día y
que elevan el espíritu más que la meditación o el yoga. Uno es ducharse, una
ablución divina a la que, extrañamente, hay gente que aún le tiene cierta
reticencia, y el otro sería, para decirlo finamente y no ofender a quien nos
lea con el desayuno puesto en la mesa, el defecar. ¡Cuántos días hemos
afrontado con otra cara gracias al simple acto de vaciarnos del lastre y
exonerar la hez!
En esa misma
liga competiría otro placer físico de menor rango pero de satisfacción
comparable, que es la micción, sobre todo si es larga, abundante y dubitativa,
de ésas que comienzan con un goteo tímido e interrumpido y terminan como la
prosa de Umbral, caudalosa y cálida. Y fue por no poder satisfacer ese placer,
esa necesidad del cuerpo, por lo que se nos fue Tycho Brahe.
Tycho fue uno
de los cuatro grandes astrónomos del Renacimiento y el Barroco, previos a la
irrupción meteórica de Newton. Posterior a Copérnico, y nacido algunos años antes
que Galileo y Kepler, el científico danés fue un tenaz observador del cielo a
ojo desnudo en una época en la que existía la promesa del telescopio pero no el
invento en sí, y dejó para la posteridad un análisis riguroso de la posición de
los planetas y las estrellas en el firmamento a lo largo de varios años, lo que
ayudó a reforzar la teoría de que, en efecto, era la Tierra la que giraba
alrededor del Sol, y no viceversa. Cuando Kepler y Newton se hicieron con las
tablas de Brahe y pudieron verificarlas y ajustarlas a partir de las
observaciones con el telescopio, nuestro conocimiento de la mecánica celeste y
la organización del sistema solar se disparó de manera exponencial.
Mientras vivió
y trabajó en Dinamarca, bajo la protección del rey Federico II, Tycho Brahe
pudo mantener una dulce rutina, no demasiado alejada de la que podría
desarrollar el guardián de un faro. En Hven, una isla apartada, sin luces a su
alrededor, el cielo nocturno se le presentaba ante su vista como un mar de
estrellas. Cada día anotaba lo que veía, apoyado por el generoso dinero de la
corona, hasta que la corona decidió cortar el grifo. En 1599, con 53 años
recién cumplidos, se trasladó a Praga con el puesto garantizado de astrónomo
real de la corte de Bohemia, y allí trabajó durante dos años con Johannes
Kepler, otro astrónomo tenaz obsesionado con el mismo acontecimiento que
fascinaba a Tycho, el desplazamiento de los astros. Tuvieron fricciones y
peleas, y lo normal habría sido que el segundo hubiera muerto después de
partirse la cara con su homólogo checo, en una reyerta a navajazos por un
quítame allá esas órbitas.
Pero el danés
no murió por ser un pendenciero, sino por lo contrario: por ser una persona
exquisita. En 1601, el barón Rosenberg, su protector en Praga, le había
invitado a un banquete. Los festines de aquella época eran, como diría un
hincha de la selección argentina en Twitter, algo así como un cementerio de
ciervos, un termotanque de gota; eran bacanales opulentas en las que los
comensales engullían todo tipo de aves, y se limpiaban las manos no en
servilletas sino pasándolas por los lomos de los perros y en las que corrían
más litros de alcohol que en la canción de Ramoncín. Era normal, pues,
levantarse de tanto en tanto a evacuar la vejiga.
Hay que
comprender al pobre Tycho. A un hombre que se ha pasado toda su vida a solas
mirando por la ventada de noche, anotando en una libreta extraños números, como
Bárcenas, no se le puede pedir que despliegue las habilidades inherentes a
cualquier persona acostumbrada a los placeres mundanos, o ésa al menos es la
insidia que, se dice, difundió su rival Kepler para justificar su muerte
porque, si bien es cierto que Tycho vivió noches en soledad, también tenía el
hábito de compartir la mesa con los reyes.
Sea como fuere,
aquella noche se negó a levantarse a orinar, quizá por dejarlo para luego -es
sabido que, cuanto más se alarga la tortura de la vejiga llena, más liberadora
resulta la expulsión del líquido-. Al volver a sus aposentos, algo se había
atorado en los conductos pertinentes y de ahí no volvió a salir una sola gota
de ácido úrico, provocando que Tycho entrara en una agonía que le debilitó el
organismo y se lo llevó a la tumba.
Lo que nos
lleva a reflexionar sobre lo muy necesario que es evacuar cuando el cuerpo te
lo pide, pues no sólo purifica las entrañas sino que el simple acto del
vaciado, ese chof decisivo, aligera la carga del espíritu y permite mayor
agilidad mental. Por darse un placer de grasa y uva fermentada, Tycho renunció
al placer del meado, perdimos a un astrónomo y ganamos a un muerto ridículo y,
de rebote, años después Newton detalló la mecánica celeste y la ley de la
gravedad gracias a sus legajos. Todo por culpa de una orina que no pudo
escanciarse a gusto.
Fecha de la
muerte: 24 de octubre de 1601
Etiquetas: Alégrame el dia
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