(Un reportaje de Carlos Manuel Sánchez en el XLSemanal del 12 de enero de 2020)
Las contrataron para labores mecánicas repetitivas y cálculos que
requerían paciencia infinita. Ellas no se limitaron a eso, sino que
descubrieron estrellas e inventaron un sistema para clasificarlas. La astronomía debe mucho a un grupo de mujeres sabias cuya labor quedó en la sombra.
Sabemos que el universo se expande. Y que lo hace cada vez más rápido. Pero no sabemos exactamente cuál es esa velocidad, conocida como la ‘constante de Hubble’.
Los astrónomos llevan meses discutiendo si supera o no los 70 kilómetros
por segundo y por megapársec (una distancia equivalente a unos tres
millones de años luz). Resumiéndolo mucho, un objeto que esté a tres
millones de años luz de la Tierra se alejaría de nosotros a 70
kilómetros por segundo. Pero hay discrepancias en las mediciones que se
hacen en las regiones más tempranas y más tardías del universo. Un
artículo reciente publicado por Nature Astronomy propone que quizá haya que modificar (un poco) el modelo cosmológico
estándar; que el universo puede ser más joven de lo que pensábamos; y
que quizá tenga mil millones de años menos de los 13.800 millones que le
echábamos…
El debate es tan enconado que se conoce como la ‘Tensión de Hubble’.
Pero, al menos, ha servido para poner de acuerdo a la comunidad
científica en algo; ya va siendo hora de hacer justicia a la astrónoma
olvidada que nos regaló la cinta para medir el universo.
La ciencia tiene una deuda con Henrietta Swann Leavitt. Quisieron darle
el Premio Nobel, pero la carta en la que le anunciaban su candidatura se
la enviaron cuando ya llevaba cuatro años muerta. Nadie en la Academia
sueca se había enterado de que la mujer que había descubierto el método
para medir las distancias cósmicas había fallecido de un cáncer en 1921,
a los 53 años, tan silenciosamente como había vivido. Y este galardón
no se concede a título póstumo.
Tampoco recibió ningún reconocimiento en vida. Su mentor, Edward
Pickering, director del observatorio astronómico de Harvard, se llevaba
las felicitaciones. Pero el gran beneficiado fue Edwin Hubble, que
gracias a los hallazgos extrapolados por Leavitt a partir del brillo de
ciertas estrellas pudo demostrar que el universo era mucho más grande de
lo que nadie imaginaba. Al fin y al cabo, a Henrietta Leavitt sus
colegas varones solo la consideraban una computadora humana. Una de las
ochenta, todas mujeres, que la Universidad de Harvard contrató entre
1877 y 1919 para examinar fotos y realizar cálculos tan tediosos que
ningún hombre quería hacerlos, en una época en la que no existían
ordenadores. Pero aquellas mujeres, armadas de lupa, papel y lápiz, no
se limitaron a cumplir el expediente. Descubrieron miles de estrellas e
inventaron una manera de clasificarlas. En definitiva, sacaron sus
propias conclusiones cuando solo se esperaba de ellas una labor mecánica
y repetitiva.
A finales del siglo XIX, la Universidad de Harvard había encargado al
astrónomo Edward Pickering la dirección de su observatorio. Pickering se
propuso una empresa descomunal: la catalogación de todo el firmamento
conocido. Para ello disponía de dos telescopios: uno en la propia
Harvard, para el hemisferio norte; y otro en Arequipa (Perú), para el
sur.
Pickering fue un impulsor de la astrofotografía, una disciplina en la
que Harvard había descollado gracias a John Adams Whipple, un
daguerrotipista que en 1852 realizó la primera fotografía de la Luna que
se conserva -en 1839, Louis Daguerre hizo un daguerrotipo que se perdió-. También fotografió eclipses.
Aunque son imágenes espectaculares, su utilidad científica es escasa.
Pickering desarrolló otro concepto con emulsiones más lentas que
permitían largas exposiciones. Acoplando una cámara a cada telescopio y
utilizando placas de vidrio de 25 por 20 centímetros se podían
impresionar miles de estrellas en una sola toma. Pero había que dejarse
las pestañas para catalogar el brillo y posición de aquel maremágnum de
puntitos. Y tener una paciencia inmensa, pues muy pronto se fue
acumulando una montaña de cristal. Tanto es así que Harvard está todavía
escaneando aquel legado, unas 650.000 fotos. Había que ordenar aquello…
Pickering decidió contratar a mujeres. La primera fue una emigrante
escocesa que trabajaba como criada y que demostró unas dotes
excepcionales: descubrió diez novas, esto es, explosiones de estrellas
moribundas. Luego a las hijas y hermanas de los astrónomos residentes.
Y, finalmente, a alumnas de las primeras promociones de academias solo
para mujeres, como Vassar o Radcliffe, de donde procedía Leavitt. Por
aquel entonces, las mujeres no tenían derecho a voto, ni podían estudiar
en una universidad ‘de hombres’. Y estaba mal visto que se pasaran la
noche al raso, así que tenían prohibido el acceso al telescopio. En
1873, Edward Clarke -un profesor de Harvard- escribió: «El cuerpo de una
mujer no es capaz de gestionar más que unas pocas funciones durante su
desarrollo. Las chicas que gastan demasiada energía en cultivar sus
mentes durante la pubertad acabarán con sus órganos reproductivos
atrofiados o enfermos». Con indisimulado desdén, se conocía a aquellas
mujeres como ‘el harén de Pickering’.
Se decía que tenían el ojo entrenado desde niñas por las labores de
costura para distinguir levísimas variaciones en un patrón repetitivo.
Así que su misión se consideraba tan científica como hacer ganchillo.
Trabajaban de lunes a sábado, siete horas al día, por el salario mínimo:
25 centavos la hora. «A menudo, los que se oponen a la educación
superior de las mujeres critican que, si bien son capaces de seguir a
sus compañeros, no originan casi nada, de modo que el conocimiento
humano no se ve favorecido por su trabajo», se lamentaba Pickering. Este
argumento quedó ridiculizado cuando una de ellas, Annie Jump Cannon,
diseñó un sistema para clasificar las estrellas según el color y la
temperatura de su superficie que fue adoptado por la Asociación
Astronómica Internacional en 1922 y que hoy continúa vigente. Poco a
poco se ganaron el respeto de la comunidad científica.
Henrietta Leavitt es el caso más notorio. Se incorporó al equipo de
computadoras humanas en 1893. Se quedó sorda -al igual que Cannon,
posiblemente como consecuencia de la escarlatina-, lo que acentuaba su
timidez. Nunca se casó -como Cannon-. Un día de 1904, Leavitt estaba
catalogando una placa de la Pequeña Nube de Magallanes con el
‘matamoscas’, como llamaban al visor rectangular unido a un mango con el
que se ayudaban. Le sorprendió la presencia de estrellas variables,
cuya luminosidad cambia, y se centró en aquella región del cielo del
hemisferio sur. En cuatro años descubrió 1777 estrellas variables. Y
estableció con precisión la relación entre el brillo y el periodo de
pulsación de 16, llamadas ‘cefeidas’. Una cefeida es una estrella con un
comportamiento muy predecible. Viene a ser como un faro que lanza
destellos más o menos largos. El intervalo varía entre un día y varias
semanas; y siempre se repite.
Las cefeidas no son muy comunes. Solo se han descrito unas 400 en la Vía
Láctea, que tiene 200.000 millones de estrellas. Pero son muy útiles
desde que Leavitt se percató de que su pulsación, es decir, la duración
del destello, depende de su luminosidad intrínseca, que es la que
veríamos si estuviera a nuestro lado; y no de la aparente, la que nos
llega a la Tierra. Esto permite marcar referencias en el cielo, como si
llenásemos un mapa de chinchetas, y a partir de ahí, y usando la
trigonometría y técnicas parecidas a las de los navegantes, hacer
cálculos que hasta entonces eran imposibles, porque no se podía saber si
una estrella brillaba más que otra porque de verdad era más luminosa o
porque estaba más cerca.
Desde entonces, basta con hallar una cefeida en cualquier esquina del
universo, calcular su periodo y de ahí inferir su luminosidad real,
compararla con su brillo aparente y, ¡eureka!, obtenemos la distancia.
Las cefeidas que estudió Leavitt están a 199.000 años luz.
Hay que
recordar que en aquella época el concepto de galaxia era desconocido.
Se pensaba que no había nada fuera de la Vía Láctea. Pero gracias a
Leavitt supimos que estábamos equivocados. A efectos siderales, la Vía
Láctea no era mayor que un pueblo; y nuestro sistema solar, una
callejuela. Fue una cura de humildad, pero también una revelación que
desencadenó una serie de descubrimientos asombrosos. En 1924, Hubble
utilizó la ley del periodo-luminosidad de Leavitt para demostrar que
había otras galaxias. Y así fuimos sabiendo que están en movimiento y
que, si se mueven, es porque hubo un Big Bang que lo puso todo en
marcha…
++
Entre 1877 y 1918, el Observatorio de Harvard contrató a 80 mujeres
para hacer tediosos cálculos que ningún hombre quería hacer. Realizaron
importantes hallazgos, a pesar de que no les permitían usar el
telescopio.
Molestos porque Edward Pickering había reclutado a mujeres como
ayudantes, algo inaudito en las universidades de la época, profesores de
Harvard las llamaban ‘el harén de Pickering’.
John Adams Whipple tomó en 1852 la primera foto de la Luna. Louis Daguerre hizo un daguerrotipo, en 1839, que se perdió.
Como Leavitt, Annie Jump Cannon también se quedó sorda. Destacaba por su
capacidad de organización. Ideó un método de clasificación de las
estrellas que todavía se usa hoy en día.
El ‘matamoscas’: las astrónomas se ayudaban de un visor con un mango
para rastrear metódicamente cada fotografía del cielo nocturno.
Había que dejarse las pestañas para hallar diferencias entre las placas
de vidrio del cielo nocturno, donde había impresionadas cientos o miles
de estrellas. La tarea requería atención y paciencia infinitas.
Etiquetas: En femenino, Pequeñas historias de la Historia, s.XIX
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