Louise Brooks
(Extraído de una columna de Arturo Pérez Reverte en el XLSemanal del 15 de noviembre de 2020 en la que la declara su amor cinematográfico).
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Louise Brooks, Lulú para la posteridad, fue una actriz norteamericana de intensa y breve carrera: entre 1925 y 1938 intervino en veinticuatro películas, dos de las cuales, rodadas en Europa, la situaron en la gran historia del cine: La caja de Pandora y Tres páginas de un diario. Su característico corte de pelo, ese escueto casco negro que acentuaba su aspecto a ratos andrógino, a veces agresivamente femenino y tan imitado en su momento, en películas que incluso rozaron el lesbianismo y el incesto, acabó convirtiéndola en un icono de su época; aunque la definitiva y eterna fama cinematográfica no le llegaría hasta más tarde, a los cincuenta años, muy lejos ya de todo aquello. Su carácter independiente, su desinhibición sexual, el modo en que se ponía el mundo y a los productores de Hollywood por montera –libérrima de costumbres, ajena al pudor, nunca quiso, sin embargo, acostarse con ninguno de ellos–, fue proscrita por el mundo del cine y puesta en una lista negra de la que no salió nunca, destruyendo así su carrera. Pero cuando en los años 50 destacados cinéfilos europeos y norteamericanos redescubrieron sus películas, en especial aquellas dos obras maestras que rodó en Alemania con el director expresionista Georg Wilhelm Pabst (Pandora’s box y The diary of a lost girl), la gran historia del cine la acogió para siempre con los brazos abiertos. Y ahí sigue, hecha leyenda, la mujer que escribió con pleno conocimiento de causa: «Mi madre tenía el mismo instinto maternal que un caimán» y «Una chica bien vestida puede conquistar el mundo, incluso si no tiene dinero».
Señalo escribió y no dijo, porque Louise Brooks fue, tras dejar el cine, una escritora excepcional. Cuando a mediados de los 80 conocí sus películas, descubrí también Lulú en Hollywood, libro de memorias donde, con deliciosa sencillez, gracia y sutil mala leche, ajusta cuentas con Hollywood, el mundo, los hombres y algunas mujeres, y que contiene, entre otras cosas, un notable capítulo sobre Humphrey Bogart –uno de sus muchos amantes–, otro sobre William Wellman y otro, Gish y Garbo –también pasó por la cama de esta última– contando la presión de los estudios cinematográficos sobre las actrices famosas. Esa sorprendente transmutación de actriz a escritora acaba no sorprendiendo cuando te adentras en su vida y averiguas que era lectora desde niña, que en los rodajes se encerraba a leer a Proust, Darwin o Goethe, y que nunca viajó sin libros en el equipaje.
Los tenía, los libros, incluso en la habitación del hotel Ambassador
donde, tras tirar la llave, vivió una semana de sexo intenso con Charles
Chaplin, teniendo ella 18 años y él 36. Y después de haber sido
bailarina, amante promiscua –pobres o ricos, siempre elegía ella–,
actriz deseada, hembra impúdica, prostituta de lujo a ratos, indómita
siempre, y tras permitirse el valiente lujo de fracasar a los 25 años,
fue la literatura la que le dio refugio y consuelo hasta que la gloria
definitiva llegó tres décadas después, cuando los cinéfilos la
reivindicaron como suya y Lulú en Hollywood fue un éxito. Homenajeada en varias películas, Guido Crepax basó en ella su cómic Valentina, suscitó canciones como Pandora’s box y Lulú, y fue su imagen la que inspiró aquel famoso Oui, c’est moi del
perfume Lou Lou de Cacharel. Para entonces ya era vieja, alcohólica y
malhumorada, pero vivió lo suficiente para saborear la dulce revancha de
su propio mito. Murió a los 78 años con el pelo gris, una botella de
ginebra y un libro en la mesilla de noche, fiel a su bronco carácter,
después de escribir a su hermano una carta en la que resumía su
fascinante vida: «Fracasé en todo: como actriz, esposa, amante, puta,
cocinera, amiga. Y no me disculpo con la excusa fácil de que no lo
intenté. Lo intenté con toda mi alma».
Etiquetas: En femenino, Grandes personajes, libros y escritores, Tardes de cine y palomitas
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