La matanza de Katyn
(Leído en la columna de Juan Manuel de Prada del XLSemanal del 1 de noviembre de 2009)
Se ha estrenado, con dos años de retraso y relegada a las salas de menor relumbrón, Katyn, la película dirigida por el veterano maestro Andrzej Wajda sobre la masacre ordenada por Stalin y perpetrada en el bosque que presta su título a la película, a escasos kilómetros de la ciudad rusa de Smolensko. La matanza de Katyn, uno de los episodios más turbios y estremecedores de la historia contemporánea, fue consecuencia directa de aquel oprobioso pacto germano-soviético que, allá por septiembre de 1939, impulsó a las dos potencias militares más voraces de la época a invadir y repartirse Polonia. Al este del país, miles de oficiales del ejército polaco fueron apresados por los invasores soviéticos e internados en campos de concentración, cuya población fue aumentando en los meses sucesivos con la incorporación de policías, intelectuales y sacerdotes, hasta alcanzar una cifra aproximada de 22.000 prisioneros.
En marzo de 1940, Stalin autorizó al temible Beria, jefe de la NKVD, la policía secreta soviética, para que dispusiera la ejecución de tan abultado contingente humano; y Beria, que ya había sido el encargado de cumplir los designios del `padrecito´ Stalin durante la época de la Gran Purga (1936-1938), y que contaba con la `experiencia piloto´ en fusilamientos masivos de Paracuellos (también diseñada por la NKVD, con la anuencia del gobierno republicano español), se puso de inmediato manos a la obra. Los prisioneros fueron conducidos en camiones al bosque de Katyn, donde se habían excavado grandes fosas, y ejecutados allí mismo, o en mataderos dispuestos a tal efecto en lugares próximos, de un tiro en la nuca, en estajanovistas jornadas que se extendieron desde el amanecer hasta el crepúsculo. En abril de 1943, cuando la amistad germano-soviética ya era historia, soldados de la Wehrmacht descubrieron una de estas fosas; y de inmediato los servicios de propaganda de Goebbels difundieron al mundo imágenes espeluznantes de los cadáveres que allí se hacinaban; pero el área de Smolensko fue pronto recuperada por el Ejército Rojo, que avanzaba imparable hacia Berlín, y la Unión Soviética no reconoció la autoría de la masacre (incluso la imputó a Alemania, en un birlibirloque inverosímil), ante el silencio cómplice de las potencias aliadas. Hubo que esperar hasta 1990 para que un gobernante soviético –Gorbachov– reconociera la ponzoñosa verdad de lo ocurrido en los bosques de Katyn; aunque todavía los documentos secretos que la atestiguan no han sido desclasificados, pese a los constantes requerimientos de las autoridades polacas.
Podemos imaginarnos, pues, lo que la masacre de Katyn significa en la memoria colectiva del pueblo polaco. Wajda, el director de la película, es además hijo de uno de aquellos oficiales salvajemente ejecutados de un tiro en la nuca. Quizá por ello sorprende más que su película esté tan limpia de odio, tan desinfectada de ese regodeo en el resentimiento con que suelen rodearse tantos ajustes de cuentas con la historia; y también tan liberada de morralla ideológica. Wajda no es un ideólogo, sino un verdadero artista; y, como a todo verdadero artista, le interesa mucho más el dolor de sus criaturas que la utilización biliosa de ese dolor. Por eso Katyn no pierde ni un minuto en la caracterización grosera de los soviéticos como `archivillanos´, ni en alegatos ideológicos o nacionalistas que puedan enardecer a su público, sino que desde la primera secuencia fija su atención en las víctimas inocentes de la masacre, tanto en quienes fueron tachados con una bala del libro de la vida como en quienes se quedaron huérfanos de su compañía, penando su ausencia durante el resto de su andadura terrenal. Ese homenaje ensimismado, amoroso, despojado de efectismos, al dolor de los inocentes alcanza cumbres desgarradoras (es imposible contemplar la secuencia final sin sentir que la garganta se nos atora, como abrazada por un manojo de ortigas); pero, en medio de tanto horror, hay siempre una mirada enaltecedora, trascendente, que abraza el dolor de los inocentes. Y esa mirada es divina; es la mirada de un Dios que baja de la cruz y se funde con los cuerpos de esos jóvenes polacos que son arrojados como fardos a una fosa, y que entre sus dedos, sacudidos por el temblor de la agonía, desgranan las cuentas de un rosario. Wajda ha hecho una película llena de cielo, una película religiosa en el sentido más hondo de la palabra, anegada de amor hacia las víctimas y de perdón hacia los verdugos. Y nada más natural que en nuestro país, anegado de odio, la hayan relegado a las salas de menor relumbrón, después de postergar su estreno.
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