20 años sin apartheid
(Un artículo de Javier Brandoli en la edición digital del Mundo del 23 de junio)
La presión internacional, en concreto la asfixia económica, hicieron el milagro el 17 de junio de 1991. Las tres cámaras del Parlamento sudafricano (blanca, mestiza e india) derogaban la última de las leyes sobre las que se sustentaba el complicado entramado legal del Apartheid: «Los recién nacidos no serán clasificados por razas». Se terminaba así con toda una cadena de normas que comenzó en 1913 con el Black Land Act, por el que la población negra podía ser desposeída de sus tierras. Casi 80 años en los que se prohibió la mezcla de razas y se dividió el país entre blancos, mestizos, indios y negros. Los primeros acaparaban todo el poder político y económico. Los demás eran comparsas, las mulas de carga del Apartheid. ¿Cómo era la Sudáfrica de 1991 y cómo es la Sudáfrica de hoy?
Hace 20 años el Gobierno sudafricano sabía que su hasta entonces inmaculada economía estaba en estado de quiebra por un goteo de sanciones internacionales que les iba arrinconando monetariamente. La Guerra Fría tocaba a su fin y EEUU y Gran Bretaña, que vieron antaño en Sudáfrica el país desde el que detener el avance del marxismo que envolvía la mayoría de procesos independentistas africanos, condenaban ahora en distintas resoluciones de la ONU el sistema racista sudafricano. Con la caída del Muro de Berlín se caía también todo un sistema de alianzas internacionales existentes en este continente.
Por entonces también, el terrorista para algunos, mito para muchos y casi desconocido para todos tras 27 años en prisión, Nelson Mandela, comenzaba a tomar las riendas del Congreso Nacional Africano (era vicepresidente del partido tras algo más de un año de libertad y encabezaba unas negociaciones secretas con el Gobierno). Eran aquellos tiempos muy difíciles, ya que el último gran plan del Gobierno sudafricano estaba desangrando literalmente al país. Desde el Ejecutivo se había decidido apoyar Inkatha, un movimiento zulú que creó una guerra interna de negros contra negros. Los zulúes masacraban ferozmente los feudos dominados por el CNA, la mayoría de etnia Khosa, con la aquiescencia de la policía. «Una vez tras otra se repetía la historia. Los agentes confiscaban armas a los nuestros y al día siguiente la gente de Inkatha atacaba a los nuestros con esas mismas armas», recuerda Mandela en su libro de memorias 'Largo camino a la libertad'. «Luego se supo que la policía del Apartheid había fundado Inkatha», afirma el ex presidente. La jugada era perfecta. A ojos de la opinión pública el Gobierno hacía las reformas exigidas y eran los propios negros los que se estaban matando entre ellos. El estado era de guerra civil encubierta, con cientos de muertos por todos las 'townships' del país (guetos de población negra). Las matanzas eran especialmente sanguinarias y violentas.
No fue la única jugada que salió de la cabeza de los concienzudos líderes del Partido Nacional. Antes del 17 de junio de 1991, el Apartheid se suavizó para mestizos e indios, a los que se les creó una 'cámara parlamentaria de palo' como la que tuvieron en tiempos de la colonia británica. La pérdida de esa representación, así como la de casi todos sus derechos, fue la que empujó a indios y mestizos a unirse al CNA (no sin muchas discusiones sobre la idoneidad de compartir con los negros un mismo programa político. Los recelos eran mutuos). Por entonces, la propaganda del Partido Nacional consistía en un cómic que se entregaba a la población de Ciudad del Cabo que decía: «CNA: asesino de mestizos y de granjeros».
En ese panorama social y político se derogó la última norma del Apartheid legal, pero ¿terminaba el Apartheid social? Tras dos décadas, cuatro elecciones y tres presidentes, el CNA domina políticamente Sudáfrica con una superioridad que sólo tiene contestación en Western Cape (provincia de Ciudad del Cabo), donde gobierna la Democrática Alianza, partido multirracial pero liderado por una blanca. La mayoría del voto mestizo y blanco va a la única oposición del ahora poderoso partido gubernamental. «A los mestizos no nos gusta el CNA», dicen ellos. En la práctica aquel maquiavélico cómic del Apartheid es una realidad social: los granjeros blancos se sienten amenazados y muchos han decidido marcharse y vender sus tierras por la violencia y los mestizos viven separados de los negros, con los que mantienen una relación tensa. De hecho, en las propias 'townships' sigue habiendo una separación de razas. Hay 'townships' de negros y de mestizos, pero es casi imposible verlos mezclados.
El dinero, por su parte, sigue en manos de los blancos y de una muy minoritaria parte de la población negra (en muchos casos conectada al poder político y salpicada de flagrantes casos de corrupción). Una de las grandes sorpresas de los políticos del CNA fue comprobar cuando tomaron el poder que la caja estaba vacía. «Pensaban que el Apartheid les dejaría un país rico y se encontraron con una bancarrota», explica Alec Rusell en su libro 'Después de Mandela'. El CNA aprobó entonces una ley, la BEE, por la que las empresas tienen la obligación de contratar empleados en proporción al número de habitantes de cada raza. En la práctica, para muchos, un Apartheid a la inversa; para otros, justicia social tras años de brutal represión.
Lo que se ha conseguido es reinventar clases sociales. Hay una incipiente clase media negra/mestiza y una incipiente clase blanca pobre. Muchos blancos están emigrando a otros países por la falta legal de oportunidades. Sin embargo, el proceso de cambio es muy lento y es fácil de entender con sólo pasear con el coche por muchas localidades. La perfecta ciudad de casas victorianas de los blancos está aún rodeada de miles de casas miserables donde viven los negros y mestizos hacinados. Hay mejoras, pero queda mucho por hacer.
La unión social parece lejana. Hay siempre una tensa calma. Las distintas razas viven juntas pero sin mezclarse (algo más en las generaciones más jóvenes). Las parejas mixtas son una quimera. El último escollo racial está afectando a los negros inmigrantes de otros países, que son rechazados violentamente por la población local que ve en ellos una amenaza a sus puestos de trabajo. «Éste es un país racista de todos contra todos», denuncian los ahora perseguidos y hasta hace poco 'hermanos africanos'.
En Kwla Zulu Natal sigue habiendo heridas abiertas entre las huestes del viejo líder de Inkatha, Buthelezi, y el CNA. «Quieren venir a amenazarnos a nuestra tierra», declaraba Buthelezi antes de las elecciones locales de mayo de 2011. Se refería a las juventudes del CNA, que pretendían manifestarse ante la misma casa del viejo líder para enseñar que ahora ellos tienen el poder y que no olvidan. La respuesta fue volver a ver a zulúes armados avisando de que allí no entrarían. Imágenes que recordaban a las pesadillas del pasado. No pasó nada, no hubo choques.
Veinte años después de caer la última ley del Apartheid, Sudáfrica da razones a optimistas y negativos para dibujar su futuro. Quizá el país del arcoíris que bautizó el obispo Desmond Tutu sea un imposible. Quizá éste sea el nuevo Zimbabue, liderado por las revolucionarias juventudes del CNA que declaran abiertamente su intención de nacionalizar minas y granjas. Pero quizá no. Quizá el mandato de Mandela de vivir en paz sea inamovible (lo será al menos mientras él viva). Quizá la invariable mejora de su macroeconomía haga que germine el proyecto en el que negros, mestizos y blancos vivan juntos años después de acabar uno de los regímenes más atroces que ha inventado el ser humano. Ya lo advirtió Mandela entonces: «Pasarán muchos años para superar los efectos de estas leyes racistas».
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