El día en que España decretó la expulsión de los prósperos chinos
(Un artículo de Angel Villarino en el Confidencial.com del 29 de agosto)
El 14 de noviembre de 1686, la Corona española anunciaba la expulsión de los chinos “infieles” residentes en Filipinas. Por encima de los motivos religiosos, en la decisión pesaron la desconfianza y el temor a que los entonces llamados sangleyes se hiciesen con el control de las islas. Su comunidad, organizada alrededor de lo que está considerado el Chinatown más viejo del mundo, había surgido cien años antes para cubrir las necesidades de los pobladores españoles de Manila.
Los chinos les vendían de todo: desde el pan que comían hasta los materiales para construir sus casas, pasando por productos que aprendieron a fabricar en poco tiempo, como los iconos religiosos. Además de comerciar, se ofrecían como mano de obra cualificada y como artesanos, despertando el asombro y la admiración de los recién llegados. El primer obispo de Manila, Domingo de Salazar, elogiaba la “buena diligencia y el trabajar mucho de los sangleyes, (que) hacen casas de sillería buenas y baratas y con tanta brevedad que dentro de un año ha habido hombre que ha hecho casas en esta ciudad para vivir en ella”.
Ambas comunidades habían entrado en contacto para alimentar la ruta comercial que unió por primera vez, al menos de forma regular, las dos costas del Pacífico. El galeón de Acapulco-Manila viajaba hacia América cargado de seda y artículos exóticos y regresaba con plata. Según testimonios de los españoles de la época, los chinos, quienes a la llegada de Legazpi formaban una comunidad casi anecdótica, pronto se dieron cuenta de que podían hacer mucho dinero quedándose cerca del asentamiento europeo.
Su historia reconstruye el primer contacto documentado entre una comunidad europea y otra china, en un escenario que durante algún tiempo fue el más cosmopolita de la tierra, lo más parecido a una sociedad multiétnica que había en el siglo XVII. Entre otras nacionalidades, en Manila convivían filipinos, españoles, chinos, japoneses, armenios, portugueses, holandeses, ingleses, franceses, gentes de Java y Sumatra, esclavos africanos, indios americanos y criollos mexicanos.
Se trata de un momento histórico al que nunca se le ha prestado demasiada atención, a pesar de la extensa bibliografía que han producido historiadores como Antonio F. García-Abásolo, un profesor de la Universidad de Córdoba. Leyendo sus excelentes trabajos y descripciones, resulta difícil no sucumbir a la tentación de interpretar en clave contemporánea la frenética actividad económica y los sangrientos choques que surgieron del contacto entre dos mundos tan distintos.
Y es que los problemas de convivencia no tardaron en llegar. Los españoles empezaron a desconfiar de la deslumbrante prosperidad de los chinos y algunos notables de la sociedad de Manila hicieron notar que los sangleyes tenían en sus manos la entera economía del archipiélago. Las autoridades españolas intentaron ponerles freno mediante controles fiscales y de censo, con cuotas de inmigración, limitando sus movimientos e instalándolos en un gueto, el parián, que quedaba a tiro de los cañones y las fortalezas emplazadas en Intramuros.
De poco sirvió, porque los chinos eludían los controles con facilidad, pagaban las multas cuando era necesario y, colaborando en comunidades muy estrechas, se iban haciendo progresivamente con el manejo de los resortes económicos, incluida la distribución de los productos filipinos en los mercados españoles. Algunos sangleyes se convertían al catolicismo y tomaban esposas filipinas, pero los sacerdotes dudaban de su verdadera fe y muchos mantuvieron otras familias en China, a las que consideraban las verdaderas.
Durante algún tiempo se logró una convivencia más o menos armoniosa y hubo notables ejemplos de entendimiento, cooperación y simbiosis. Los gobernadores estaban especialmente contentos con los mestizos de sangre chino-filipina, a quienes se atribuía la capacidad de trabajo de los primeros y la buena disposición de ánimo, fe y obediencia de los segundos. Pero los pobladores españoles, llegados en su mayor parte desde la península y México y sin más ocupación que la administración, la religión y el comercio del Galeón, no lograban superar el millar, mientras que los chinos iban creciendo en número, con comunidades que alcanzaron las 30.000 almas.
Los españoles, que al llegar a Filipinas barajaron la idea de emprender una expedición de conquista en China, empezaban a temer ahora lo contrario: que los sangleyes se volviesen contra ellos y pidiesen apoyo militar a su Imperio. La desconfianza explotó en varias ocasiones, en motines y revueltas que fueron reprimidas por las guarniciones españolas, fortificadas y apoyadas por fieles filipinos. La primera fue en 1603 y estuvo precedida de la visita de tres mandarines interesados en las riquezas del archipiélago. Los combates dejaron cientos de bajas en ambos bandos, pero especialmente en el chino. En 1639 se volvió a repetir un episodio parecido y el gobernador Hurtado de Mendoza tuvo que hacer frente a una fuerza mucho mayor en número, aunque peor pertrechada que la suya. Se cuenta que murieron entre 22.000 y 24.000 sangleyes.
Los motines y disturbios se sucedieron a lo largo de los siguientes años. En junio de 1686 algunos vecinos acusaron a los panaderos chinos de haber metido vidrio molido en las hogazas de pan para asesinarlos, una acusación que desestimaron los tribunales al considerar que se había tratado de un accidente. En aquellos años, todavía colgaban de las puertas del parián los cadáveres de siete cabecillas sublevados en una de las últimas revueltas. La desconfianza mutua hacía tiempo que había superado el límite de lo tolerable y entre los pobladores españoles era popular la idea de expulsar al menos a los sangleyes no convertidos al catolicismo. El problema es que dependían hasta tal punto de su actividad económica que se consideraba inviable mantener el archipiélago sin ellos.
El decreto de la expulsión de 1686 fue objeto de muchos cálculos económicos, estratégicos, religiosos y políticos. La orden daba un año de plazo para abandonar las islas, contemplaba excepciones y, por supuesto, mantenía abiertas las fronteras para incentivar el intercambio de mercancía, a través de mercados ocasionales. Aún con todo, resultaba tan complejo y tan perjudicial para los propios pobladores españoles que se tardaron más de 60 años en hacer efectiva la orden. Desde 1755 la presencia china en Filipinas disminuyó drásticamente, pero los sangleyes mantuvieron una parte fundamental del comercio, una influencia que creció en los siglos posteriores. En el barrio chino de Binondo, en Manila, pueden visitarse hoy las huellas de aquel experimento de convivencia.
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